En estos días aciagos, cuando la violencia y la mentira se unen y crean caos en nuestras conciencias, también se anuncia, a viva voz, una nueva energía. Finalmente, muchas personas re encontramos nuestras voces para atrevernos a reclamar las injusticias que se cometen en contra del pueblo palestino.

Carlos Barón. Ilustración: Bruno Ferreira

Hoy, esta columna se suma a ese creciente coro, criticando la brutalidad que el pueblo palestino sufre por parte de Israel, desde 1948.

En vez de usar mis palabras, cedo el resto de la columna al joven periodista Palestino Yousef Dawas. Hace pocos meses, Dawas escribió ¿Quién pagará por los 20 años que perdimos? El 14 de octubre del presente año, Yusef Dawas fue asesinado en Gaza durante el bombardeo israelí. Junto a él también murieron varios familiares. A continuación sus palabras.

“Odiamos los silencios incómodos —el momento en que una conversación se detiene y un raro vacío ocupa el espacio. Hacemos todo lo posible para evitar esos silencios. Esto no sucede en Gaza. Acá disfrutamos del silencio, pues es un descanso de la muerte y de la destrucción. Hasta que ese silencio se rompa nuevamente con el sonido de los bombardeos, que sacuden a nuestros hogares y hacen que nuestros corazones bailen atemorizados.

Es mayo de 2022, el primer día de la celebración del Eid al-Fitr. Estoy en casa, con mis padres, hermanos y hermana. Anochece. El cielo tiene el color rosa polvoriento del sol poniente.

La tranquilidad del atardecer es borrada por fuertes bombardeos. Destellos de luz queman mis ojos. Un cohete ilumina las paredes, con un séquito de rabiosos truenos. Cuando el bombardeo se hizo más salvaje y frecuente, salimos de los cuartos y nos reunimos en una sala central. Esto daba una falsa sensación de seguridad. Creo que preferíamos morir juntos que solos.

Tomé un poco de chocolate para calmar mi ansiedad. Un hábito de la infancia que se quedó conmigo. Mi madre quiso preparar café, para distraerse. Le dije que iría en su lugar. Prefería que estuviera ‘a salvo’ en la sala, con los demás. 

El bombardeo era intenso. Sabíamos que un cohete podía caer en nuestra casa. Fui a la cocina. Si era nuestro turno de recibir una bomba, ojalá pasara después de hacer el café. Pero esta vez ninguna bomba nos golpeó. Pude llenar la cafetera y llevar café a los demás.

Para distraernos de la situación aterradora, continuamos nuestras celebraciones de Eid —tocando música, comiendo chocolates y bebiendo café. Esa noche, nadie durmió hasta que el sol volvió a salir.

Por la mañana, mi padre recibió una llamada. «Buenos días», dijo. Me sonó raro: no ha sido un buen día. ¿Lo dijo por costumbre o tal vez por estar agradecido, ya que ninguno de nosotros murió esa noche?

«¡Un momento! ¡Ya voy!» agregó y salió corriendo de la casa. Quise preguntarle qué había pasado. Fue demasiado rápido y desapareció. 

lustración: Bruno Ferreira

Mi padre ha sido un hombre valiente. Siempre cuidó de nosotros. Antes había sido arrestado y detenido por defender su tierra con piedras contra los tanques y otras armas enemigas. Creció trabajando una tierra que perteneció a nuestra familia por muchas generaciones, desde 1925.

Horas después, mi padre volvió. Sentí alivio al verlo. Pero algo estaba mal. Su cuerpo se veía acabado y caminaba como un anciano. Vi secas lágrimas en sus ojos tristes. “Nuestros árboles en los campos se han convertido en cenizas”.

Las palabras apenas salían de su boca. Uno de esos silencios incómodos. Mi padre añadió: «Yo planté estos árboles, los alimenté y regué con mis propias manos. Semana a semana. Mes a mes. Año tras año. Vi crecer esas hojas y ramas”. Respiró hondo y continuó en un tono aún más bajo, conteniendo sus lágrimas: «Esos árboles eran más grandes que algunos de ustedes».

Fui a mi habitación, para huir de esa impactante realidad: las tierras de nuestra familia, trabajadas en varias generaciones, estaban destruidas. 

Encendí mi aparato portátil, me puse mis auriculares y jugué el videojuego más ruidoso que pude. Esto me ayudó a apagar el sonido de los gritos de mi padre y el lanzamiento de nuevos cohetes, que volvían a caer.

En Gaza, tenemos que buscar refugio en nuestras mentes. Mi escape es jugar videojuegos. Sé que, por todo el mundo, jóvenes de otros países juegan como yo, pero por diversión, no para ahuyentar la idea de la muerte. Me pegué a ese pensamiento por un largo rato.

Pasaron unas cuantas noches y esa ‘guerra’ finalmente paró. Se había acordado un cese al fuego. Por ahora, no caerían más cohetes del cielo. 

Sabía que muchos otros residentes de Gaza habían sufrido mucho más, como siempre. Los cohetes han matado a muchos civiles, destruido a muchas familias. Algunos fueron enterrados debajo de sus casas. Otras murieron en las calles. Algunos fueron amputados y perdieron partes del cuerpo. Otros, como nosotros, habíamos perdido un pedazo de nuestra alma.

No quise ir a ver los campos destruidos. La última vez que estuve allí, me senté bajo las aceitunas con mis amigos comiendo za’atar, pan y aceite de oliva. Bebimos té, maíz tostado y recogimos frutas. Todavía puedo saborearlas y oler el aire.

Hoy, tres agujeros de cohetes borraron esos recuerdos. Dejaron una arena gris oscura y restos quemados de troncos y ramas de árboles de aceitunas, naranjas, clementinas, mejillones, guayabas, limones y granadas. Puse mis manos en mi corazón para que no se me cayera y sentí los tres agujeros allí, en mi pecho.

Este último ataque en Gaza destruyó una parte importante de nuestro pasado. La historia de nuestra familia, nuestra herencia. «Pero, ¿quiénes somos sin pasado ni historia?», me preguntaba.

Oí de nuevo a mi padre: “Aunque nos ayuden a reparar el daño y a plantar nuevos árboles, ¿quién me devolverá esos años que pasé nutriéndoles, ayudándoles a crecer? ¿Quién pagará por los 20 años que perdimos?»

Otro incómodo silencio cayó encima nuestro y nos dejó mudos por un largo rato.

Nota: El 14 de octubre del presente año, Yusef Dawas fue asesinado en Gaza durante el bombardeo israelí. Toda su familia también murió a su lado.