Conforme continúa el horror padecido por el pueblo de Palestina, artistas y activistas de San Francisco contraatacan con distintas acciones: cerrando el puente Golden Gate; instalando campamentos en la Universidad de Berkeley; pintando el nombre de Gaza en las calles; bloqueando la entrada en la Oficina de Operaciones Aéreas de San Francisco, o gritado “¡Viva, Viva Palestina!” durante una presentación teatral.

Noche y día, reflexionan en silencio o discuten sobre cuestiones como el genocidio y el apartheid, o de lo que significa ser judío, sionista, nazi, criminal de guerra, terrorista o palestino.

Lo que a veces puede parecer un ejercicio inútil, también resulta una invitación crítica a la acción, a despertar e invitar a otras y otros a hacer lo mismo, a hablar y actuar. Ser como gallos que anuncian nuevos amaneceres, ruidosos y, aunque para muchos resulten molestos, ser como los gallos de verdad.

En este momento tan divisivo, ¿dónde está la verdad? ¿Podemos confiar en que nuestro gobierno haga lo correcto? El presidente Joe Biden lleva mucho tiempo diciendo: “Si Israel no existiera, tendríamos que inventarlo”. ¿No es esa la razón más clara del continuo y nefasto apoyo que los EEUU presta al gobierno derechista israelí? La frase de Biden implica, abiertamente, que nuestro país necesita que Israel permanezca donde fue implantado y, por lo tanto, mantener una posición de cabeza de playa en esa parte del mundo. Para proteger “nuestros intereses”, nuestro “estilo de vida”.

Al llamar a Israel “la única democracia de Oriente Medio”, los EEUU pretenden justificar lo injustificable. En mi opinión, el propio término ‘democracia’ y su pretendida bondad, se han convertido en algo parecido a un dogma religioso. Exige el abandono del cuestionamiento, el sacrificio de nuestras dudas en favor de nuestra fe en los sistemas democráticos —y capitalistas— como únicas alternativas posibles.

Es difícil de vender: el estado actual de nuestra propia democracia origina escepticismo en muchos y muchas. Sólo parece funcionar si se invierte dinero para mantener la maquinaria bélica andando. Cualquier guerra, pero constante, una que distribuya nuestro producto más vendido: las armas.

Las ideologías nacionales intentan hacer proselitismo desde pequeños. Un cuestionamiento sano de ‘la verdad establecida’ está mal visto como posible traición. Para los dueños de la mayoría de los países, una población crédula y poco instruida es más fácil de controlar y manipular. Crea alianzas insondables entre los muy ricos y los muy pobres. Alianzas que, por supuesto, favorecen a los ricos, mientras los muy pobres, al apoyar a quienes de hecho son sus enemigos de clase, esperan soluciones mágicas que puedan filtrarse hasta ellos.

Hace unos años, en mi clase ‘Temas de la historia de la raza’,  que impartí en la Universidad Estatal de San Francisco, proyecté a mis alumnas y alumnos la película ‘La Operación’. Una película desgarradora sobre la esterilización desinformada de mujeres en Puerto Rico, esa colonia de los EEUU.

Al terminar, un silencio pesado invadió el aire. Luego, ese silencio dio paso a sollozos algunos ahogados, otros no tan silenciosos. Mientras se miraban unos a otros, algunos secaban pañuelos de papel sus lágrimas o se sonaban la nariz. Entonces les pregunté si podían expresar lo que sentían. Dos jóvenes de raíces puertorriqueñas se miraron como esperando a ver quién se atrevía a hablar primero. Entonces, ¡ambas empezaron a hablar al mismo tiempo! Eso hizo que rompieran en una carcajada necesaria, rompiendo la tensión. Ahora ya podían hablar.

“¡No tenía ni idea de lo que había pasado!”, recuerdo que dijeron. Estaban indignadas, asqueadas. Les pregunté: “Ahora que lo han visto… que se han emocionado hasta las lágrimas… que están tan disgustados… ¿creen que puedan intentar hacer algo al respecto?”.

Alguien más de la clase intervino: “¡Deberíamos protestar! Otra sugirió: “¡Escribir cartas a nuestros representantes!” Otra más, añadió: “¡Hay una manifestación este próximo fin de semana! No se trata de Puerto Rico… ¡sino que es una protesta contra la intervención armada de los EEUU en Panamá! ¡Yo voy!”

Las jóvenes se miraron durante un breve instante y luego dijeron, entusiasmadas: “¡Vamos! ¡Vamos!” Mientras hacían planes, las estudiantes parecían no sentirse ya agobiadas por la tristeza o impotencia.

Así es como muchas y muchos nos sentimos ahora al ver lo que está ocurriendo en Palestina. Como aquellos estudiantes, buscamos una forma —cualquiera— de vencer la impotencia.

Protestar es una forma. El arte, otra. Hagamos lo que hagamos, tenemos que hacerlo a diario y a varios niveles. Detengamos el tráfico para abrir el flujo de la conversación necesaria. Una producción teatral también ayuda. ¿Un poema? O tal vez una canción que escribamos y cantemos con cientos de otras personas que también deben aprender nuevas formas de llorar en estos tiempos verdaderamente alarmantes y desgarradores.

La ignorancia no es la felicidad. Tampoco lo es el silencio. Hay que hablar y crear, cada día. Una vez despiertos, es difícil volver a dormirse.