Manifestantes reunidos en la Avenida Paulista, São Paulo, Brasil. Foto Fernando Costa Netto for Medium.com

Llegaron a Brasil las mismas manifestaciones juveniles que irrumpieron en el Mediterráneo, Europa y EEUU durante los últimos dos años.

El pasado mes de junio cientos de miles de brasileños de diferentes orígenes y aspiraciones tomaron las calles de las principales ciudades del mayor país de Sudamérica, con una actitud apartidaria y sin liderazgo de organizaciones.

La llama que encendió las primeras protestas fue, por un lado, la alza en la tarifa del transporte público en São Paulo y, por otro, el gasto desmedido en los preparativos para el Mundial de Futbol 2014 y los Juegos Olímpicos 2016.

Pero como decían las pancartas callejeras, “no solo es por los R$0,20” —en alusión al incremento del pasaje— sino que éste sólo fue el puntapié inicial para reclamar cuestiones más profundas, como la calidad de vida, el servicio del transporte público, la democratización, la corrupción, los servicios de salud, la inflación y la educación.

Los brasileños gastan un mínimo de 6 reales diarios en el uso del autobús para ir a trabajar, mientras que el salario mínimo es de 700.

Las mismas calles que hace 10 años festejaron la llegada del Partido de los Trabajadores (PT) al gobierno y acompañaron sus logros político-económicos, hoy reflejan rebeldía, disconformidad y enojo.

Hacia el 2003 las esperanzas de un cambio en uno de los países más desiguales del mundo estaban puestas en un sindicalista metalúrgico nordestino llamado Luiz Inácio “Lula” da Silva.

Durante sus ocho años de mandato, siguiendo el neo-desarrollismo de su predecesor Fernando Henrique Cardoso, Lula logró el aumento del salario mínimo, la baja del desempleo, un ascenso social que logró sacar a más de 30 millones de personas de la extrema pobreza y el aumento de la escolarización —pero al mismo tiempo se profundizó el agronegocio transgénico, el endeudamiento, así como incrementó la inflación y la corrupción.

En el 2011, con una popularidad del 80%, Lula dejó el gobierno a su sucesora Dilma Rousseff, ex guerrillera y economista originaria de Belo Horizonte.

A la par que la economía seguía creciendo y el país se convertía en una de las grandes economías emergentes (los BRICS: Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), también crecían las expectativas de progreso y redistribución igualitaria de la riqueza.

“Está surgiendo un nuevo sujeto político que es parte de una movilización que ocurre en el mundo entero, descontenta con el poder por el poder, con el dinero por el dinero”, expresó Marina Silva, ex compañera del activista ambiental Chico Mendes y tercero en las elecciones presidenciales de 2010.

Este nuevo actor político, la juventud, no sólo ha logrado detener la alza al transporte y que se impulse un plebiscito para una reforma política, sino también que se contagie la indignación a Costa Rica y Paraguay; y que Rousseff admita que “es el poder de la ciudadanía, y no el económico, el que debe escucharse primero”.

Si bien la Cámara de Diputados y el Senado cedieron al clamor público aprobando la entrega de las regalías del petróleo a educación y salud, así como incentivos para reducir el precio del transporte y el aumento de penas por corrupción; los manifestantes están a la espera de mayores reformas estructurales y participación en las políticas públicas.