Hay pocas cosas tan bellas como el asombro y la alegría que experimentamos al participar en relaciones verdaderas y profundas, que a veces suceden entre los seres humanos. Especialmente cuando acontecen entre personas de distintas generaciones. 

Participar o ser testigos de lo real maravilloso en nuestras vidas o, como lo he expresado anteriormente, «el saber reconocer a la poesía cuando nos pasa por el lado en la calle», es algo esencial, deseable, amable.

La columna de hoy responde a la sugerencia de mi amigo Alexis Terrazas, Editor en Jefe de El Tecolote. Con Alexis, en casi 8 años de colaboración, hemos tenido una relación excelente y cariñosa, que también es ejemplo de esas relaciones verdaderas que refiero: dos personas de distintas generaciones colaborando con mutuo respeto. Nos ayuda el hecho de que compartimos muchos valores, como el amor por los deportes, nuestro deseo de siempre mejorar el periódico y la comunidad, de ser críticos respetuosos, de atrevernos a criticar. Ambos pensamos igual: no atrevernos a criticar nos hace mediocres, menos valiosos.

También nos une el amor por las futuras generaciones. Alexis es padre de dos pequeños mellizos: Kali y Kais. Una niña y un niño bellos, activos, sorprendentes. Tengo tres hijas, un hijo, tres nietos y dos nietas. 

Así, las conversaciones con Alexis no siempre tratan de problemas de inmigración o del racismo aún imperante en esta sociedad, o de nuestro interés por el deporte. A veces, conversamos acerca de nuestros descendientes, sean pequeñines o, en mi caso, ya más maduros. 

Recientemente, Alexis me sugirió que escribiera acerca de uno de mis nietos. El más pequeño: Clemente, de apenas 4 años de edad.

He estado pasando más tiempo con este nieto, pues su madre y su padre están ocupadísimos trabajando, estudiando, ensayando música, haciendo malabares, que también incluyen a una muchacha de 13 años, mi nieta Luna. Podría escribir mucho acerca de todos y todas mis hijos, hijas, nietas y nietos, pero, empecemos con Clemente.

A sus apenas 4 años de edad, Clemente ha empezado a leer y escribir. Pienso que el leer ya casi se ha implantado como parte esencial de su vida. Eso pasa, por supuesto, porque su madre y su padre le leen constantemente y el nene identifica leer como algo que conduce a excelentes aventuras imaginarias. En eso, coincidimos plenamente. Siempre digo que una de mis mayores privilegios es haber crecido sin televisión ni ‘teléfonos inteligentes’. ¡Aleluya!

Leer y discutir temas que aparecen en los libros es parte esencial de la vida de Clemente. Es capaz de repetir historias, canciones, cuentos y chistes. Desde hace casi 2 años, ha contado chistes a quien se lo pida.  A veces —como debe ser— manifiesta que no desea contar nada. Sin embargo, también descubrió que un chiste o una historia bien contada abren puertas y sacan sonrisas. Si los cuenta a las amigas que trabajan en el café que con su padre a veces visitan, más que seguro va a recibir algún regalo. ¡Ojalá ese pan con salchicha que prefiere! Sin mantequilla.

En otro café que su Tata frecuenta, Clemente conoció a la señora Adelina de Anda, también identificada como ‘La abuelita de todos’. Abuelita Angelina le lleva muchos años a mi nieto, pues ella ya pasa de los noventa.

Entre esa linda mujer y Clemente se ha establecido una amistad creciente. No fue fácil: por largo tiempo, el niño resistió los avances de Abuelita Angelina: sus regalitos, sus sonrisas de santa, sus ofertas de comprarle algo sabroso para comer. Hoy son más amigos y Angelina no tiene que ‘ganárselo’ con regalos. Es lo que le digo, pero ella no me hace caso. 

La semana pasada, Angelina nos acompañó al parque. Ellos caminaron fácilmente las tres cuadras que separan al café de un parque cercano. Angelina es una gran caminante. 

En el parque, Clemente quiso subirse a los columpios. Angelina se ofreció para empujarlo, pero pronto se dio cuenta de que era una actividad un poco peligrosa para ella. La arena le podía hacer tropezar. Un poco frustrada, decidió volver a sentarse en un banco cercano. Le insinué si acaso ella querría subirse a un columpio, que yo la empujaría. Lo pensó un par de segundos y luego, despacio, mientras le cogía un brazo, se sentó en un columpio. 

Al ver esto, Clemente quiso sumarse al cuadro y se ofreció para empujarla. Le dije que lo hiciera, con cuidado. Entonces fue que surgió una bella imagen: la de un niño de 4 años empujando el columpio donde una mujer de 94 se echaba a volar, con una gran sonrisa.

Como soy fiel a un teléfono que no es muy ‘inteligente’, no logré tomar una foto. Igual, creo que la imagen creada por mi amigo Bruno Ferreira, artista de Veracruz, México, es mejor que una fotografía.

Hace poco, Clemente preguntó: «Tata, ¿por qué inventas historias que no son reales?» Me hizo gracia su pregunta, tan típica de la niñez, cuando tanto parece misterioso y —a veces— difícil de entender. 

Ahora que termino de escribir esta columna, puedo decirle a mi nieto que todo lo que acabo de contar es real, así como maravilloso.

¡Vivan las aventuras intergeneracionales!