Cuando me retiré de la enseñanza, retorné a la comunidad, fuera del ámbito universitario.  Mis experiencias en la vida universitaria fueron, generalmente, maravillosas. Tal vez porque, dentro de ese mundo, la relación entre distintas generaciones tiene un aspecto claramente definido: los maestros están ahí para enseñar y los estudiantes, para aprender. Una fórmula antigua y simple. Esa fórmula, una vez aceptada, ayuda a crear una atmósfera de mutuo respeto. Con ella, diversas generaciones se comunican más fácilmente que de la forma como lo hacen fuera del campus. En ese ambiente, las diversas generaciones aprenden que, para lograr una relación exitosa, el respeto mutuo es indispensable en su experiencia formativa.

Después de jubilarme, he luchado para re insertarme en la comunidad general, no universitaria. He descubierto que es una cruenta lucha. Me he sentido como un satélite que regresa a la Tierra después de un largo viaje a una idílica frontera. ¿Cómo podría manejar mi retorno al espacio del cual había surgido, años atrás? En la universidad, por más de 25 años, enseñé Teatro Multicultural. Traté de generar relaciones creativas entre jóvenes de diversas etnias. En el proceso de enseñar esa clase —o tal vez debiera decir «en el proceso de inventar esa clase», pues no existían textos ni ejemplos previos similares—, los estudiantes y yo aprendimos muchísimo. Una gran lección fue que el multiculturalismo no se logra con facilidad: lo necesitamos para lograr el éxito. Lo mismo sucede con las relaciones intergeneracionales.

Una vez afuera del campus, descubrí que había entrado a otro ejemplo del multiculturalismo, y que también representaba grandes desafíos: el campo de las relaciones intergeneracionales. En él, alejado de la universidad, yo era una nueva cara vieja. Con énfasis en «vieja». La edad era un duro determinante en la calidad y frecuencia de colaboraciones efectivas y significativas entre gente de distintas generaciones.

Aunque me sintiera lleno de energía, pletórico de ideas y de experiencias, parecía que —en lo general— la gente más joven no sabía ni les interesaba saber quién era yo. Por supuesto, eso también me sucede con gente de más edad, que también ignora mi trabajo. ¿Tal vez porque mi trabajo está en el teatro? SI usted no va al teatro, o nunca ha leído ni participado en alguna obra teatral, seguramente no sabrá ni le interesará el teatro, ni saber de mí.

Hace un par de años, cuando una de mis obras teatrales estaba siendo magníficamente montada por una joven y talentosa compañía local, visité la oficina de una organización que promueve la cultura en la comunidad. Deseaba invitar al teatro a aquellos y aquellas jóvenes líderes. El sitio donde se presentaba la obra quedaba a solo dos cuadras de esa oficina. «¿En qué podemos servirle, señor?», preguntó alguien. «Sí», respondí, «Me llamo (dí mi nombre), soy un escritor y actor teatral, trabajé en ese Centro Cultural, que está a dos cuadras de aquí y…» «Oh!», interrumpió una joven mujer, «¡Que lindo! ¡Me encanta el teatro! ¡Ví «El Rey León» dos veces!» «Bueno», repliqué, «les estoy invitando para que vayan y vean nuestra obra. ¡Seguro que más barata que «El Rey León»! Creo que les ha de gustar mucho. Toca temas como los que ustedes están bregando aquí. Les puedo ofrecer entradas a mitad de precio, ¡para toda esta oficina!» Aquellos jóvenes «trabajadores culturales» parecían felices. «Oigan», dijo una. «¿Por qué no vamos juntos este fin de semana?» «¡Sí!», fue la respuesta unánime. «¡Vamos!» Pero nadie fue.

Lo mismo pasó cuando invité a algunos jóvenes muralistas que trabajaban en los muros de esa organización cultural. En las fotos que nos tomamos en los andamios, ¡puras sonrisas!, de oreja a oreja. Todo el grupo iba a llegar, pero nadie fue. ¿Aló?

Sin embargo, no quiero aparecer como un viejo pedorro amargado. También estoy aquí para apoyar a las y los más jóvenes. Hay muchos entre quienes pertenecemos a la generación de los ‘baby boomers’, aquellos nacidos después del fin de la Segunda Guerra Mundial, entre 1945 y 1950, que debemos adaptarnos. Quienes fuimos participantes activos de los famosos ‘años sesenta’, tenemos que saber cómo pasar la estafeta (entregar el relevo) a los más jóvenes.

En el periódico mexicano La Opinión (22/8/2023), el periodista de radio y prensa uruguayo Raúl Zibechi, escribió lo siguiente: «El patriarcado también se encuentra en los grupos de izquierda» (o progresistas). Cuando mencioné esto a una amiga a quién respeto mucho, jubilada de su trabajo como docente, me dijo: «¡Ja! Ahí es donde el patriarcado es más común y fuerte!»

Es cierto. Los líderes más veteranos debemos esforzarnos por cambiar nuestras actitudes y estilos organizativos, pues ellos pueden enajenar a nuestros colaboradores más jóvenes. Cosas como aprender cómo realmente escuchar a los jóvenes trabajadores, o simplemente invitarles a entregar sus opiniones, o darles crédito públicamente por sus esfuerzos, son gestos indispensables. 

Esa básica enseñanza de nuestra infancia de «saber compartir», debe ser aplicada a nuestra manera de liderar. O, simplemente, entregar la batuta a quienes lideran a las nuevas generaciones. Eso es una necesidad absoluta.

Aunque no haya guías escritas que enseñen cómo crear lazos intergeneracionales fuertes y justos, comencemos por aceptar que el proceso no será fácil. La respuesta no se encontrará en los medios sociales. No hay un sistema MapQuest que nos guíe.

Como dice el famoso poema del escritor español Antonio Machado: «Caminante, no hay camino. ¡Se hace camino al andar!»