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Parado sobre una viga ennegrecida, Jose Luis Espinoza, cigarrillo en boca, ve como el infierno convirtió su casa en un gran cenicero. Sin vacilar, se decide a entrar. Camina sobre la puerta de su garaje, pisa clavos retorcidos y tejas reblandecidas, y llega hasta lo que fue su habitación.

Frente a él, un eucalipto erguido tiene un aspecto de palo de fósforo usado, como si un ventarrón lo fuera a deshacer de un soplo.

Espinoza sabe que el polvo tóxico que respira son las paredes pulverizadas de la casa gris que él y su esposa, Zaraí Oceguera, rentaron por dos meses. Alguien lo llama al celular; es su segunda hija que acababa de dar a luz y que ocupaba una de las tres recamaras de la casa de sus padres. “Puras cenizas, mi hija”, le dice.

Ocho días antes, el cuñado de Espinoza vio como un trozo de madera en llamas que llegó volando hasta la puerta de la casa maldijo el cumpleaños número 38 de su hermana.

Oceguera y su familia se preparaban para celebrar lo que pintaba ser una velada ordinariamente feliz, cuando alguien pasó gritando que el pueblo se quemaba.

Afuera, una barrera eléctrica que dejaba pasar un carro a la vez creó un tráfico inoportuno e hizo que los vecinos pierdan la decencia y huyeran despavoridos por los campos de golf que atraviesan la residencial.

El cuñado llegó con una manguera para aplacar las llamas que ardían los arbustos de mora de la entrada, pero nada pudo hacer cuando un montículo de agujas de pino cercano se prendió.

Oceguera regresó a su casa y oyó que el fuego bufaba como una bestia colérica que se comía su techo. Al ver que su hermano perdía la batalla contra las llamas, Oceguera no permitió que su hija se terminara de pintar, y con un puñado de ropa en mano obedeció la orden de evacuar. Más tarde recordó que había dejado todas las puertas abiertas al salir.

Una semana después, Espinoza le pide a Adriana, su hija mayor, que salga de las ruinas porque se puede picar la pata con un pinche clavo. Por donde ella camina, una página de la Biblia semi calcinada resurge de entre la nada y se luce terriblemente oportuna:

«Jeremías 12:8—Mi propiedad se ha portado conmigo como un león de la selva”.

Nadie se percata del detalle, pero si de una paila para hacer chicharrones que sobresale de entre los escombros y que es lo único que salvan. “Ya no sirve nada”, dice Espinoza. Hacía poco habían comprado la camita de su nieto y electrodomésticos de última generación con la intención de llenar la casa. El plan era adquirir mas bienes antes de aplicar para un seguro de inquilinos, pero nunca pensaron que un incendio llegaría primero.

Desde lo que fue el patio, las inocentes voces de los sobrinos de Oceguera alertan del descubrimiento de una jaula vacía. “Aquí había un pajarito”, cuentan.

Un buen regalo de cumpleaños para Oceguera hubiera sido poder regresar a su casa para probar el ceviche que dejó cocinando, pero ella entiende que para vivir en la naturaleza aveces hay que pagar un precio. Acordarse de lo que ella pagó le quiebra: no volverá a ver las fotografías de infancia de sus cuatro hijas. El fuego las había reservado para su memoria.