“La conocían como La Princesa Leia, porque a ​​​​​menudo se peinaba con dos roscas al lado de su ​​​​​cabeza, a veces sujetas con jeringas hipodérmicas».

Heather Knight, SF Chronicle, 8 de diciembre de 2020

Hace pocas semanas me senté en los escalones del frente de nuestra casa, en Daly City.

El sol brillaba y sus rayos eran sabrosas caricias. Al otro lado de la calle está San Francisco. Algunos, aún le nombran Manila Town a este vecindario. Es un viejo y falso estereotipo. No es cierto, ni divertido.

Aunque muchos filipinos (o ‘Pilipinos’ como algunos insisten en ser llamados, alegando que “¡no somos descendientes del Rey Felipe!”) viven en nuestro barrio, el del Parque Lincoln, un barrio que también alberga a muchos latinos, asiáticos (en su mayoría chinos), algunos africanos americanos e incluso un poco de europeos americanos blancos. El espacio es compartido por una población de clase trabajadora, lo cual me gusta mucho.

Después de recoger el periódico de mis escalones, leía una conmovedora historia acerca de una joven blanca, que había muerto por una sobredosis en el Distrito Castro de San Francisco. La Princesa Leia era el encabezamiento de este artículo.

Era una historia de repetidas tristezas. Ella había llegado a la Ciudad «desde algún lugar de USA», tal vez atraída por la exagerada atracción de San Francisco. O tal vez huyendo de sí misma. Pero San Francisco no la recibió bien. De hecho, no supo protegerla. Ni a ella, ni a sus sueños.

El Distrito Castro, ubicado muy cerca del barrio de la Misión, aunque conocido por ser una rutilante área LGBTQ, también posee su gran dosis de desesperación y abandono.

Pero “el Castro” no es único. Los problemas de salud mental no tratados y la drogadicción afligen a mucha gente en la Ciudad.

La vida de esa joven mujer pareció haberse complicada por problemas mentales no tratados y la drogadicción. ¿Tal vez esquizofrenia? Falleció en el pavimento frío de “la Castro”. De sobredosis, a los 28 años de edad.

Sé que decir ‘loco’, o ‘loquito’, tal vez no sea tan políticamente correcto como decir «una persona sufriendo de problemas mentales no tratados”. Pero ‘loquito’, aunque sea un eufemismo, también se usa cariñosamente. Por eso lo refiero.

El solo vivir en los EEUU en una época de pandémica confusión, empeorada por una obscena y típica avaricia, dificultan la búsqueda de la felicidad a la cual todas y todos somos (supuestamente) constitucionalmente merecedores. Si añadimos la drogadicción, la situación de los sin casa y los problemas mentales no tratados, la mezcla puede ser fatal. La muerte de esa mujer es un triste ejemplo de lo anterior.

Algo tan triste como los fuertes sollozos que de pronto escuché, acercándose desde la esquina. “Oh, no!”, pensé. “Creo que es el loquito del barrio”. Con ese pensamiento, me levanté y entré a nuestra casa, cerrando la puerta detrás mío. Era él. Sé que decir ‘loco’, o ‘loquito’, tal vez no sea tan políticamente correcto como decir «una persona sufriendo de problemas mentales no tratados”. Pero ‘loquito’, aunque sea un eufemismo, también se usa cariñosamente. Por eso lo refiero.

El término evoca un mudo entendimiento en nuestro barrio: ese muchachón, que casi todos los días se para y grita amenazas en contra de invisibles enemigos, no es una amenaza para otros. Tal vez asuste un poco, pero no lo suficiente como para involucrar a la policía u otro tipo de autoridades.

¿Tal vez el ADN étnico y las características de clase trabajadora de nuestro barrio protegen a ese muchacho? Después de todo, él es «uno de nosotros». Solo que está más afligido por las presiones que muchos compartimos.

Illustration: Cruz

Pero sería mejor si recibiera tratamiento. El no involucrarnos tampoco es la respuesta. Por lo menos él sigue gritando, sigue viviendo. ¿Tal vez grita por muchos de nosotros?

Hace un par de días leí noticias provenientes de Chile, mi país natal: En Panguipulli, ciudad a 800 kilómetros al sur de Santiago, la capital del país, un joven de 24 años murió baleado por la policía. Se llamaba Francisco Andrés Martínez Romero. Un artista callejero. Malabarista de espadas de utilería. Sufría de esquizofrenia ¿Tal vez como La Princesa Leia?

Como en esta columna, generalmente, trato de unir generaciones y países, ahora mi razón y mi corazón vuelan hacia Chile.

¿Por qué mataron a “Pancho”, el malabarista?

“Pancho era un cabro tranquilo. Más bien solitario. Tenía buena relación con los vecinos. No hubo quejas de nadie. Hasta le construí una casita en el patio de mi casa, para que durmiera ahí… pero él prefería quedarse afuera, en la playa… Por las noches, a veces lo escuchaba, hablando solo”, dicen algunas declaraciones de gente que lo conoció. Porque era bien conocido. Llegó desde un modesto barrio de Santiago hasta este sitio sureño, que le había aceptado.

La policía también lo conocía. Pero no lo aceptaba. Había órdenes de complicarle la vida. A él y a otras y otros como él. Sacarlos de la calle. Proteger el turismo.

Cuando los 5 policías que lo acorralaron y demandaron —una vez más— que se identificara, ‘Pancho’ reaccionó con temor y sus espadas de utilería —como sus ojos— despidieron chispas de violenta angustia. Entonces, lo mataron.

Sean problemas mentales no tratados, drogadicción, pobreza, o una mezcla de todo eso, las autoridades de Chile o de los EEUU no pueden pretender que esos problemas no existen ni son urgentes. En una sociedad extremadamente militarizada, como lo es Chile actualmente, la respuesta será más brutal. Pero el resultado será el mismo. La muerte.

¡Apoyemos a las ‘Princesas Leias’ y a nuestros ‘loquitos y loquitas’! ¡Apoyemos a nuestros ‘artistas locos’! Callejeros o no.

Apoyemos la vida.