«Imborrables momentos que siempre guarda el corazón»

Inolvidable, bolero de Julio Gutiérrez ,1944.

A medida que vamos viviendo, vamos acuñando experiencias. Malas y buenas. Entre las cosas que nos pasan, algunas resaltan claramente, desde el momento mismo en que suceden. Esas experiencias tienen banda sonora: son las frases que se dijeron al suceder. 

Generalmente, atesoramos lo inconfundiblemente positivo. Aunque lo inicialmente negativo, una vez resuelto el problema, puede incorporarse a nuestra bitácora de sucesos indispensables. Al evocar, sentimos esas memorias frescas, vigentes. A veces las compartimos. Momentos que nos hicieron sentir alegres, apreciados. Al compartir, el recuerdo de la emoción original vuelve a calentar nuestro espíritu, atizando sensaciones que guardamos en  el closet de nuestro fuero interno, ayudándonos a vivir. Compartiré un par de ejemplos. 

Acá va el primero: Mil años atrás, cuando tenía 19 primaveras, gané los 200 metros planos en el Campeonato Suramericano de Atletismo. Ocurrió en Río de Janeiro, Brasil, en 1965. Mi triunfo fue algo inesperado, que me cambió la vida. Gracias a esos pocos segundos sobre la pista, obtuve una beca para ingresar a la Universidad de California, en Berkeley. 

Ese día, al cruzar la meta en primer lugar, oí el grito excitado de mi amigo Santiago Gordon, otro atleta chileno, que miraba la carrera desde las graderías: «¡Ganaste, Carlitos conch’e tu madre! ¡Ganaste!». Generalmente, si alguien usa la palabra madre en  una frase, hay que tener mucho cuidado, pues puede ser algo que incite a la violencia. Las madres son sagradas. Creo que eso es así en todo el mundo, sin embargo, para mí, el grito de mi amigo fue muy gracioso. Ayer me hizo reír y hoy también. Todo depende de cómo se diga. Es decir, se puede «sacar la madre, con respeto».

El segundo ejemplo está relacionado con el anterior: pocas semanas después, ya de vuelta en Chile y gozando de una inesperada fama, que se reflejaba en periódicos o revistas deportivas por todo el país, me encontré caminando detrás de un niño, que iba de la mano de su padre. El cabro chico (como decimos en Chile) tendría unos 8 años de edad. De pronto, soltó la mano del padre y dijo: «Papá: ¡te echo una carrera hasta la esquina!». El padre aceptó de inmediato y se paró al lado de su hijo, para comenzar la carrera. Fue entonces cuando el muchacho levantó una mano, deteniendo el comienzo y dice: «¡Pero yo soy Carlos Barón!». Por supuesto, ellos no tenían idea de que yo iba detrás. Tampoco se los dije. Ese intercambio sigue siendo uno de los mejores recuerdos en mi vida.

Años después, en 1982, estando en Cuba como miembro del Jurado del Premio Literario Casa de las Américas, surgió otro momento, con su respectiva frase, mi tercer ejemplo. Una noche, algunos miembros del jurado, procedentes de diversos países latinoamericanos, salimos a bailar. Nos acompañaban varios anfitriones cubanos. Me encanta bailar y también me gusta que a veces se me haga el honor de confundirme como un «verdadero» mexicano, si estoy en México, o puertorriqueño, si estoy en Puerto Rico, o chileno, si estoy en Chile, aunque suene raro, pues nací y crecí allí. Pero esa es otra historia. Me gusta mimetizarme un poco o mucho, tal vez por el hecho de que también soy un actor profesional. 

Esta vez, según dije, estaba en Cuba. Me puse a bailar con entusiasmo, haciendo alarde de movimientos y gestos que tal vez los cubanos no esperaban de un chileno, pues los chilenos no tenemos fama de ser buenos salseros. Ahí fue cuando escuché a uno de los cubanos gritar al resto del grupo una frase que en mis oídos sonó —y sigue sonando— como un elogio espectacular y divertido: «¡Oye chico! ¡Miren a Barón! ¡Cómo baila! ¡Si hasta se muerde el labio como los cubanos!». 

Ilustración: Bruno Ferreira

Como dramaturgo, he recibido muchos elogios, de forma verbal o escrita. Sin embargo, pocos elogios son tan magníficamente positivos como el que me regaló mi amiga, y gran colaboradora teatral Martha Estrella. Esta historia pasó acá en San Francisco, en el barrio Misión. Era el año 1978. Yo había escrito, dirigía y actuaba, en una obra musical llamada «Pasión y prisión de Lolita Lebrón». El Director Musical era mi gran amigo, el maestro Javier Pacheco. 

Era una obra ambiciosa, con muchos participantes, de diversas edades y experiencias teatrales. La obra fue producida por el Teatro Latino, fundado en Oakland, en 1976. Ensayábamos en el Mission Cultural Center, hoy llamado Mission Cultural Center for Latino Arts. Ese día era un ensayo general y la atmósfera era un tanto caótica. Por primera vez, actores, músicos, tramoyistas y técnicos varios, nos juntábamos a encajar las diversas piezas de esa gran aventura creativa. ¡Hasta un perro callejero se había metido al espacio donde trabajábamos! No me pregunten cómo logró entrar. ¡La cosa es que la cosa ardía! 

Me esforzaba por decidir nuestro siguiente paso, en medio de risas, gritos y un par de ladridos, cuando Martha Estrella, se subió en una silla y, agitando las manos para llamar la atención de los presentes, echó un gran grito: «¡Silencio! ¡Silencio! ¡Carlos está pensando!». Se produjo un mágico e inolvidable silencio. Díganme: ¿Imaginan un mejor homenaje? Para mí, ese recuerdo sigue haciéndome feliz.

Les invito a que también ustedes hagan memoria, escudriñen y elijan algunos de sus momentos imborrables y que los compartan. Nos gustaría conocerlos.