Históricamente, quienes migran a los EEUU descubren rápidamente que este país se come sus nombres. Los cambia, los tuerce, los devora. Todo, según la conveniencia de quienes controlan las fronteras, de quienes manejan las listas oficiales o de quienes promueven la hegemonía del idioma inglés por sobre todos las otras lenguas ‘menores’.

En los 1800, los problemas económicos, las persecuciones religiosas y el caos político eran comunes en Europa. Esas duras realidades causaron la mayor migración humana de la historia. Entre 1892 y 1954, más de 12 millones de personas aplicaron para entrar a los EEUU, en busca del esquivo sueño americano. En esas fechas, los migrantes, en su mayoría provenientes de países del norte de Europa, ingresaron por Ellis Island, en Nueva York. Es interesante observar que solo un 2% de las aplicaciones fueron rechazadas. Esa inmigración era bienvenida. ¿Tal vez la raza o el país de origen fueron factores favorecedores? Es muy probable. Seguramente, el ex-presidente Trump lo aprobaría: esa gente no venía de lo que él llamó “países de mierda”.

Al entrar, muchos migrantes alteraron sus nombres propios o sus apellidos, aceptando las claras sugerencias  de los oficiales de inmigración. “¿Strakovsky? ¡Eso es muy difícil! ¿Qué tal “Straw”?” La mayoría de los recién llegados, ansiosos por comenzar a vivir ese mítico ‘sueño’, aceptaron dócilmente. Así, Kawolsky se volvió Karl o Johansen, Jones. Así funcionaba la cosa.

El caso de los africanos fue peor: sus nombres y apellidos desaparecieron cuando la esclavitud hizo desaparecer a familias enteras y se vieron obligados a adoptar los nombres de sus dueños. O cuando fueron asignados otros nombres anglosajones, como Washington, Johnson o Clay.

Aquí, incluiré dos ejemplos de personas que lucharon por sus nombres. Durante la década de los 60, el maravilloso, divertido y valiente boxeador Cassius Clay, cuando se convirtió a la religión musulmana, decidió cambiar su nombre a Mohammed Alí. Pocos años después, el gran basquetbolista Lew Alcindor también cambió su nombre y eligió llamarse Kareem Abdul-Jabbar. Eso causó gran rechazo entre mucha gente, incluyendo algunos famosos cronistas deportivos.

Aunque los años 60 fueron peores, hoy los deportistas famosos, como el basquetbolista LeBron James, siguen oyendo frases como “¡Solo cállate y dribla!”. En 2022, mucha gente opina que a los atletas no se les paga para expresar ideas en cualquier cosa que no sea su deporte. 

Respetuosamente, rechazo esas opiniones. Tenemos el derecho a eliminar prejuicios y de expresar nuestros puntos de vista. Y defender nuestros nombres. En cualquier frente. Sean clubes deportivos, escuelas u oficinas.

La temporada de béisbol ha comenzado. A veces enciendo el televisor y miro a los equipos locales. Me gustan los deportes y los tremendos atletas que veo en esas transmisiones. Sin embargo, me molesta escuchar a muchos locutores deportivos pronunciar mal los nombres, especialmente los de los jugadores latinoamericanos.

“Bateando, la nueva esperanza de los Gigantes: ¡Helliot Réi-mous!”. ¡Se me erizan los pelos cuando escucho eso! ¿Por qué ese locutor no puede pronunciar bien? ¡Es Ramos! Fonéticamente, para los de habla inglesa, es “Rah-Moass”.

¿O Perréz? ¿Por qué no Pérez? ¿Acaso no ven el gran acento que el jugador puso en la primera “é” de su camisa? ¿Por qué creen que va ahí? ¡Porque él deseaba que pronunciaran su nombre correctamente! ¿Entendido? ¿O Cálderon? ¡El acento es en la o! ¡No en la a! ¡Qué cosa!

Tal vez piensen que este no es un gran problema, opino que lo es. El respeto es una calle que va y viene. Si esos locutores logran pronunciar bien un nombre como Yastrzemski, pueden decir, por ejemplo, Sebastián, correctamente. El acento es sobre la segunda a, no sobre la primera; no es inglés. Cosas pequeñas, pero grandes para  los que ven sus nombres maltrechos. 

Hace muchas lunas, me preparaba para correr mis primeros 100 metros planos, como nuevo miembro del equipo de atletismo de la UC Berkeley. Estaba nervioso. A mis costados, había atletas extraordinarios. Primero, oí sus nombres por los altoparlantes. Después, era mi turno. Fue cuando escuché: “En la pista 3, representando a la Universidad de California, ¡CarLOUS BaRRRúúN!” ¡Qué! ¿Y ese, quién es?, pensé. “¡Ese tipo se equivocó!” Llegué en tercer lugar. Hasta hoy día culpo a ese anunciador, por hacerme perder la concentración. Que los otros corredores fueran de clase mundial era algo secundario.

Después de la carrera, subí los escalones del estadio para tocar a la puerta de la cabina de aquel anunciador. Me saludó jovialmente: “¡Miren! ¡Es Carlous Barroon!” En mi débil inglés protesté: “¡No! ¡Me llamo Carlos Barón!”. El tipo insistió: “Bueno…¡eso es lo que dije!”. Negué, moviendo enfáticamente mi cabeza: “¡NO! ¿Tiene un par de minutos? ¡Puedo enseñarle!”

El tipo aceptó. Entonces, pasamos como 10 minutos en un intenso y, por momentos, divertido ir y venir con repeticiones de mi nombre, hasta que finalmente pudo decirlo correctamente.

Desde ese día, al anunciador le gustó pronunciar mi nombre correctamente por el altoparlante, y hacía un gran escándalo. Tal vez demasiado, pero ambos quedamos felices.

¡Luchemos por nuestros nombres, ‘amigous’! No dejemos que este país se los coma.