[su_label type=»info»]El Abogado del Diablo[/su_label]

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Carlos Barón

El pasado enero, conforme ‘Ya sabes quién’ ingresó a la Casa Blanca como el presidente 45 de este país, yo entraba a mi clase en la Universidad Estatal de San Francisco, para impartir un curso llamado Historia y Tradición Oral, en el Departamento de Estudios Latinos.

Tenía un buen plan para el semestre. Despues de todo, había enseñado ese curso varias veces durante diez años, antes de trasladarme a otro departamento, donde enseñé Teatro. En la clase, habían 40 estudiantes, en su mayoría muchachas, de las cuales, 99% eran latinas.

Lo primero que hice fue reordenar los asientos: pasamos el semestre sentados formando un gran círculo. Eso facilitó la interacción y eliminó la relativa ‘seguridad’ del estilo tradicional en el cual los estudiantes se sientan unos detrás de otros, de tal suerte que no fuera alentado el anonimato ni el ocultamiento.

La reorganización de los asientos también pretendía controlar lo que se ha convertido en un mal en los salones de clases: la adicción al uso del teléfono celular.

Me llevó pocos minutos darme cuenta que algo no funcionaba: varios estudiantes seguían pegados a sus teléfonos hasta justo antes de empezar la clase… incluso después, cuando vi a algunos insistiendo en conectarse a sus adictivos aparatos. Cuando la clase terminó, pedí a un par de ellos que se quedaran unos minutos y les cuestioné su persistencia.

Sus respuestas me alarmaron: estaban revisando las noticias, preocupados de sí mismos, o por sus familias y amistades, por el asunto de inmigración. “¿Qué pasará hoy? ¿Están seguros mis padres? ¿Acaso yo lo estoy?”. Su temor era evidente.

El temor y la incertidumbre dominaban en ese salón de clases. Había que hacer algo al respecto. Entonces, cambié el plan para el semestre.

El objetivo principal consistió en organizar nuestra participación para ‘Un Día sin Inmigrantes’, una marcha planeada para el Primero de mayo, casi al fin del semestre.

Los estudiantes ayudarían a crear títeres gigantes de papel maché y alas de mariposas, además de asistir a ensayos de consignas, dentro y fuera de la Universidad. Estas eran actividades opcionales. Antes de comenzar el nuevo plan, pedí a los estudiantes que votaran si querían o no participar en la marcha. Fue un voto unánime a favor.

Ayudados por el Instituto César Chávez, de la SFSU, pudimos contratar artistas profesionales, que se nos unieron. También invitamos a colaborar al Instituto Familiar de la Raza, que aceptaron gustosos.

Aún teníamos que lidiar con el factor miedo. Algunos estudiantes eran DACA, un programa creado por la administración de Obama, que permitía quedarse a los niños traídos al país por parientes indocumentados, para estudiar y luego, ojalá, arreglar su estatus migratorio. El programa DACA, bajo el nuevo régimen, corre peligro de desaparecer.

En un comienzo, esos estudiantes DACA no quisieron participar en la marcha. De hecho, muchos en la clase, DACA o no, tenían dudas. En su mayoría, nunca habían participado en una marcha o manifestación. Eran lo que llamo ‘estudiantes sobrevivientes’, que se habían portado bien, generalmente callando, sin crear ‘olitas’ que pudieran hacer peligrar sus vidas. La mayoría cursaban el tercer o cuarto año. En mi opinión, participar en un evento como ese, sería algo bueno para sus almas.

El primero de mayo finalmente llegó. Fué un éxito total. La gran mayoría (no todos), participaron en la marcha, incluyendo a los estudiantes DACA. El hecho de que fue un evento en un día solado, alegre y positivo, con muchas familias presentes, ayudó mucho.

Para terminar, les comparto algo de lo que mis estudiantes escribieron para su examen final.

“Gocé totalmente mi primera marcha. Hay una gran diferencia entre decir que vas a hacer algo por el cambio y en verdad salir a la calle a gritar tus consignas”. Destiny A.

“Nunca había participado en una marcha. Me sentí un poco abrumada, pero también deseosa de participar. Mi padre me preguntó si podía ir conmigo y le dije ¡Sí!’. En mi subconsciente, imaginé lo que él estaba pensando y fui feliz, pues estaba siendo valeroso y también participaría. Tengo padres indocumentados y me preocupo mucho por ellos. Esto demuestra lo que significan para mí. No paso suficiente tiempo de calidad con mi padre. En ‘Un Día sin Inmigrantes’, ambos fuímos valientes y nos mostramos, juntos, por primera vez.”  Alejandra B.

“Cada vez que gritábamos ‘¡Educación, no Deportación!’, mis ojos se llenaban de lágrimas y mi corazón se apretaba. ¿Cuántos estudiantes han sido deportados, incluso antes de poder llegar a la universidad? ¿Cuántos hermanos, hermanas, padres y madres? Sentí que mi voz finalmente hacía algo que había querido hacer por mucho tiempo: hablar por aquellos que no podían hacerlo, representar a la gente que tal vez deseaba estar ahí con nosotros”. Jacqueline C.

“Con esta marcha, un cambio sucedió en mí. Un cambio en la manera en que actuaré y haré las cosas de ahora en adelante. Tuve la oportunidad de llevar un par de alas, para volar con ellas sin limitaciones ni encierros. Eso es precisamente lo que nuestras voces pueden hacer: gritar ¡y gritar duro!” Velinda W.

Creo que puedo afirmar que nuestra marcha en contra del miedo fue memorable. Estoy feliz y orgulloso de mis estudiantes.