[su_label type=»info»]Columna: El Abogado del Diablo [/su_label]

Graduados del Kinder de la Escuela César Chávez. Cortesía: Carlos Barón

Carlos Barón

—¿Acaso hay alguien más observando las noticias internacionales con una fuerte sensación de temor en el estómago? Anoche tuve una conversación con mi hijo de 11 años, que sonaba algo así: “Vas a aprender a plantar la tierra. Aprenderás a coser. Tienes que saber cocinar, remendar y arreglar de todo. No solo se trata de enseñarte valores y virtudes: tu sobrevivencia puede depender de esas habilidades”. Y al decir esas cosas, me sentí tan triste. Este es el mundo que estamos pasando a nuestros hijos.

La cita que abre esta columna es de una de mis ex alumnas de teatro, una mujer muy inteligente que hoy vive en Italia y que la publicó recientemente en Facebook.

Se refiere al temor que mucha gente siente, en todo el mundo.

A veces, también lo siento. Una sensación de horror inminente, algo vestido de impotencia y miedo. Una aprehensión con la cual debemos bregar y ojalá derrotar. Especialmente si estamos tratando de entender el tiempo en que vivimos, para poder ayudar mejor a sanar nuestra Madre Tierra.

Al hacerme más viejo (no necesariamente más sabio) hay veces que en verdad siento que el mundo acabará en esta época que me ha tocado vivir. Nunca antes he tenido esa sensación.

¿Es acaso debido a que mis huesos crujen más que antes? ¿O porque me vuelvo más selectivo con el tipo de aventuras que puedo comenzar, como el cruzar la calle cuando al semáforo le queden menos de 10 segundos?

Eso es solo parcialmente cierto. Sé que hay mucha gente joven, incluso niños y niñas, que son asaltados,  despiertos o dormidos, por alguna incomodidad mental respecto al vivir (o tratar de vivir) en este planeta.

Recuerdo una canción creada (en 1987) por REM, un grupo de rock de los EEUU: “Es el fin del mundo que conocemos… pero me siento bien”.

Digo para mis adentros: “¿Por qué se siente bien? ¿Acaso dice que acepta lo inevitable o es que piensa que ha vivido lo suficiente? ¿O se acordó de aquella sabia frase: No hay que preocuparse de lo que no se pueda controlar? ¿Cuál es la respuesta?

La nieta del autor, Itzel, graduada del kinder de la Escuela César Chávez. Cortesía: Carlos Barón

Todo lo anterior me ocupaba el cerebro esa mañana, mientras me dirigía a una celebración la semana pasada en la Escuela Primaria César Chávez, en nuestro (¿?) distrito latino de la Misión. ¡Mi nieta Itzel se graduaba del kindergarten!

Su madre, Geri Almanza, quien enseña ahí, me contó acerca de la feliz ocasión. Itzel había preguntado por su Tata. Puesto que yo soy ese Tata, era una invitación tipo sí o sí.

Ese mismo día, muchas escuelas en San Francisco celebraban graduaciones. De hecho, en la Escuela Primaria de Glen Park, mi hija Dulce participaba en su graduación de la primera clase que enseñaba, flamante profesora. Es un kindergarten que se concentra en niños y niñas inmigrantes que solo hablan español y están aprendiendo inglés.

No podía estar en ambos sitios al mismo tiempo. Soy un abogado del Diablo. No soy Dios. Entonces, ¡a César Chávez!

Encontré un estacionamiento justo frente a la escuela. Debí sospechar esa buena suerte. Si lo hubiera hecho, ¡tal vez no habría encontrado aquella multa que estaba pegada en mi parabrisas!

Entré a la escuela y busqué la sala del kinder. Mientras recorría los pasillos, noté a muchas familias, casi todas latinas, vestidas con sus mejores ropas, cargando globos y flores. Yo también llevaba unos claveles blancos.

En el aire flotaba una palpable alegría. Cuando llegué al salón de Itzelita, ella me recibió con un feliz grito: ‘¡Tata!’. Le entregué los claveles y una compañerita se acercó, para oler las flores.

De ahí, partí hacia el auditorio principal, donde se llevaría a cabo la ceremonia de graduación. Ya casi estaba totalmente lleno de gente con ojos brillantes y caras sonrientes.

Justo a la hora anunciada, un ordenado y bello ramillete de niñas y niños, casi todos latinos, entró al salón y se dirigieron hacia el escenario del auditorio.

Las orgullosas familias y amistades tomaban fotos, gritaban nombres, silbaban, haciendo un alegre ruido.

Los niños y niñas que se graduaban solo sonreían, gozando el momento, tal vez un tanto sorprendidos por el entusiasmo de todos a su alrededor. ¡Era su primera graduación!

Una vez en el escenario, cantaron. En tres idiomas: español, inglés… ¡y en lenguaje de señas. La canción tenía un mensaje alegre y positivo, reflejando claramente las metas educacionales de la escuela:

“Tengo una cara feliz, zapatos en mis pies, ¡Qué buena suerte! ¡No necesito más!

Arriba brilla el sol, los pajaritos cantan, ¡Qué buena suerte! ¡No necesito más!

No necesito dinero, para caros juguetes, con mi música y canciones mucho más yo puedo hacer

Si un millón tuviera, para gastarlo como quisiera, lo compartiría con alguien que tuviera menos que yo

Tengo una cara feliz, zapatos en mis pies, ¡Qué buena suerte! ¡No necesito más!

Arriba brilla el sol, los pajaritos cantan! ¡Qué buena suerte! ¡No necesito más!”

Toda la gente ahí presente, maestros, maestras, estudiantes y familiares, tomaron con seriedad la ceremonia. Estaba clarísimo que era un momento importante en todas sus vidas.

Ahora que casi termino lo que escribo, pienso nuevamente en el comienzo de esta columna: me doy cuenta, feliz, que esa sensación de horror inminente se ha retirado al patio trasero de mi mente. Esa bella ceremonia de graduación despedía un olor a esperanza.

Esos padres y madres, junto a maestras y maestros, están sembrando futuro, con la esperanza de cosechar.

Lo ví. Soy testigo. Lo creo posible.