¡Llegó el papá!
De vez en cuando me visita el recuerdo de mi padre. Con bastante menos frecuencia que las visitas del recuerdo de madre. No es por falta de cariño hacia él, ni por guardar una distancia necesaria para sanar heridas de carácter psicológico, aunque tal vez existan algunas.
Nuestra relación padre-hijo reflejó la época de mi niñez a mediados de la década 1940. Una época (en mi experiencia) menos cariñosa, de menos toqueteos y besuqueos que en los años en que me tocó ser padre, y ahora abuelo. Creo que he sido más cariñoso, más atrevido a ser tierno y menos estoico. Igual, pienso que me he quedado corto.
«Estoico» también dijo un amigo mexicano al referirse a su padre. Un estoico sabe controlar sus sentimientos, especialmente al enfrentar desgracias y dificultades. Algunos adjetivos similares son imperturbable, impasible e insensible.
Definitivamente, soy menos ordenado. En éste, mi padre, abogado, masón y políticamente izquierdista moderado, me gana. En una época sin computadoras, ni celulares, ni siquiera máquinas de escribir eléctricas, mi viejo se las arreglaba para tener un orden meticuloso en todo. Desde sus papeleos legales a sus calcetines. Una vez dijo orgulloso: «¡Tengo la cuenta corriente más ordenada en mi banco!». No sé cómo lo supo, pero no dudo que así fue.
Rubén Barón Olmedo, mi padre, personificaba la palabra respeto: respetuoso de los demás, respetuoso de la ley, respetuoso de sí mismo. Cuidadoso de su salud física, bien parecido. Proyectaba una sana forma de vivir. Buen ejemplo de las canciones que aprendimos en los campamentos veraniegos del YMCA: «Alma, mente, siempre mirando al porvenir. Cuerpo, sano, ¡siempre gozosos de vivir!»
Entraba a cualquier sitio, fuera un tribunal, club deportivo o restorán, con tranco seguro. De mirada franca, sus apretones de manos dejaban huella. «¡Buenas tardes, Don Rubén! ¿Cómo está, Don Rubén!» Y su lección para mí: «¡Hay que saber dar bien la mano, Carlucho!»
No lo recuerdo gritonear a nadie, ni en el hogar, ni en la calle. Cuando manejaba su modesto automóvil, no perdía su genio ni insultaba a nadie. La única frase negativa que decía —si alguien manejaba demasiado lento— era: «¡Ah, ese señor va manejando a la paz de la tarde!» Es decir, demasiado relajado.
No puedo decir que en eso sea como él. Soy muchísimo más enojón. A veces no alcanzo a manejar una cuadra y ya le he mentado algún pariente a quien sea que vaya delante mío. Lo que digo, generalmente, es mucho menos elegante que esa frase paterna.
Recuerdo cuando caminaba a su lado por las calles del centro de Santiago, Chile, donde tenía su oficina. Usaba un sombrero de sobrio color gris, con una plumita en el ala derecha. Yo, entre los 8 y los 9 años de edad, también lucía un sombrero similar. Ahí aprendí a saludar a los hombres con un leve toque de mano en el ala del sombrero. Si era una mujer, se sacaba el sombrero para saludar. Yo lo copiaba fielmente.
Como ya dije, mi padre no era un gritón ni un golpeador. No tenía que serlo, bastaba su mirada severa y una frase, especie de mantra disciplinario: «¡No me conteste!» A veces, cuando yo intentaba una respuesta y decía, por ejemplo, «Pero, papá…», me cortaba la inspiración con su «¡No me con…!» Yo acataba. Hubiera preferido el diálogo, pero no pasó así.
Tal vez, como suele suceder, su orden extremado y su actitud severa (y estoica) fue una reacción natural a la vida más desordenada de su propio padre, mi abuelo Ulises. A Ulises solo lo conocí por referencias negativas, por su fama de borrachín y donjuanesco. Murió cuando yo era muy niño. Desearía saber más de ese Ulises de aventuras de mucho menor vuelo que las del Ulises de La Odisea griega, pero mis posibles informantes ya han muerto.
Creo que mi padre hubiera querido ser escritor, amar más de lo que amó, ser más aventurero, pero la vida lo empujó a la abogacía. Tal vez una forma de salir de una relativa pobreza. Una vez me confesó que no le gustaba ser abogado. Sin embargo, quiso embarcarme en ese mismo velero. Tuve que salir de Chile para atreverme a decir que el teatro era lo mío.
Termino con el recuerdo de un evento teatral que ocurrió en ese campamento donde veraneábamos, llamado Guayápolis, que pertenecía al YMCA. La letra Y, al castellanizarla, se escribe como se pronuncia: Y = Guay. Guayápolis: Ciudad de la Y.
En ese campamento se hacían fogatas, con cuentacuentos y canciones alrededor del fuego y eventos teatrales, donde participaban pequeños y adultos.
La sorpresa de la noche que evoco la dieron los padres. Sentado en el piso, primera fila, me costó creer lo que pasó: de pronto se escuchó la inconfundible música de la ópera cómica ‘Orfeo en el Inframundo’, de Offenbach. La última parte de la obertura es mejor conocida como Can Can, ese baile erótico y desenfrenado hecho famoso por las bailarinas del Folies Bergere, en Francia. Cuando sonó esa música, en vez de bellas mujeres casi desnudas, quienes entraron bailando eran todos hombres, vestidos de mujeres. ¡Mi primer show travesti! Muy peludos. Entre ellos el estoico de mi padre.
Me gusta pensar que ese baile inesperado y febril plantó en mí el deseo de hacer teatro. Me gustaría habérselo dicho a mi padre alguna vez, y darle las gracias por la inspiración.