Hay un dicho famoso que dice: “… en este mundo nada es seguro excepto la muerte y los impuestos”. Se le atribuye a Benjamín Franklin, el hombre cuyo rostro adorna el escurridizo billete de 100 dólares.

Por supuesto, sabemos con certeza que no todo el mundo paga impuestos. Entre los que logran eludir ese obstinado deber civil contamos a las iglesias de cualquier denominación y aquél que todavía es presidente de este país (escribo estos pensamientos antes del 3 de noviembre).

Por lo tanto citamos esa frase que dice: solo la muerte permanece como una certeza.

Por todas partes, aquellos quienes representan las religiones, tal vez queriendo exhibir una pizca de solidaridad cívica con los que llenan sus bolsillos sin fondo o —mejor todavía— con la esperanza de seguir recibiendo las limosnas que sustentan sus cuentos, plantean la posibilidad de una vida en el más allá. Varias religiones fomentan la vida después de la muerte que viene envuelta en un paquete con música calmante, innumerables vírgenes, para aquellos a quienes los placeres carnales terrenales los han pasado por alto, o las promesas de otros beneficios que no tengo la urgencia de enumerar ni compartir. Puede buscarlos en Google quizás bajo la entrada ‘Cielo’.

Por supuesto, que no solo la promesa de un paraíso idílico aparece en los dogmas de la mayoría de las narraciones religiosas. A los vivos también se les amenaza con la posibilidad de ir a parar al Infierno, un plato imprescindible en el menú del más allá. Nadie quiere ir al infierno, aunque a muchos de nosotros nos han enviado —o hemos enviado a otros— muchas veces, al menos verbalmente.

Creo que es más probable que encontremos ambos, el cielo y el infierno, aquí mismo en la Tierra. Durante el curso de nuestra vida. Y eso hace que la vida sea mucho más apetecible e intrigante. Nos da la oportunidad de luchar para amoldar nuestro breve paso por esta tierra.

Mis primeras frases irónicas están dirigidas a las religiones organizadas. No están escritas para cuestionar las profundas conexiones espirituales que la celebración del Día de Muertos puede proporcionarnos. Por lo tanto, no tengo duda que nuestros invitados, o antepasados, vienen a visitarnos el 2 de noviembre y les doy la bienvenida. De lo contrario, mi altar, que adorno con flores de cempasúchil (caléndula, en inglés) y “pan de muertos” al llegar noviembre, sería una mentira. No lo es.

Sé que no debo llorar durante ese día (¡haría el camino resbaladizo para las almas viajeras!) Y también sé que se les debe ofrecer su comida favorita, la que ellos probarán antes de que nos llegue nuestro turno de comerla.

Necesitamos descubrir lo más posible sobre aquellos que vinieron antes que nosotros a nuestras familias. Nos informan de lo que fueron e iluminan nuestros caminos sobre lo que somos o podríamos llegar a ser. Siempre hay alguien en nuestro árbol genealógico con quien tenemos “una conexión espiritual”. No solo estamos hechos de ADN físico. También tenemos rasgos espirituales ancestrales.

En San Francisco, específicamente en el Distrito de la Misión, desde la década de 1970, se lleva a cabo un evento una vez al año durante el 2 de noviembre. Es la Fiesta y Procesión del Día de los Muertos. Esta celebración tiene profundas raíces en San Francisco. No solo en los corazones y las mentes de quienes viven en el barrio de la Misión, sino también en los corazones y las mentes de quienes viven en toda el Área de la Bahía.

Este año 2020 no se llevó a cabo la procesión, que suele atraer a miles de personas. En su lugar, debido a la pandemia por el COVID 19, hubo una celebración virtual, con algunas y limitadas reuniones en persona, para así evitar la propagación del virus.

Mi participación en el evento me ha hecho consciente de un hecho muy claro: la comunidad de la Misión, a través de muchas de sus actividades culturales, como la Celebración del Día de los Muertos, el Carnaval, el arte mural, la comida, la música, juega un papel muy importante en el bienestar general de San Francisco. Específicamente, en la salud mental. Esas actividades culturales son mensajes de esperanza, de protesta o simplemente celebran la vida. O de aceptar y honrar a la Muerte, como destino final común.

La frase, que creo tiene su origen en el trabajo que realizó la reconocida curandera Concha Saucedo, en el Instituto Familiar de la Raza, es un mantra muy positivo: “La cultura cura”. La cultura no es algo con lo que nacemos: nacemos en ella. Necesitamos aprenderla, practicarla, compartirla. Puede ser un viaje hacia la mejoría.  

Volviendo al título de esta columna: No debemos temerle a la Muerte. ¡Debemos temer no vivir la vida! La muerte es solo un momento en nuestras vidas. No vivir plenamente puede ser un destino terrible. Esta es nuestra vida: ¡Examinémosla detenidamente! ¡Vivamos! ¡Hay montañas muy altas y valles muy bajos! Hay muchos giros llenos de trucos en todas partes. Hay muchos altibajos. La vida es un reto. También una posibilidad.

Finalmente, seamos conscientes de que no todo el mundo tiene el lujo de vivir la vida que le gustaría, o el tiempo para imaginársela. Están atareados en sobrevivirla. Con suerte, aquellos de nosotros que tenemos tiempo para pensar y celebrar la poesía, la música y las actividades culturales como el Día de los Muertos, también podemos trabajar para hacer que la vida en la tierra sea más agradable para todos.