Se acaban de cumplir cincuenta años del deleznable Golpe Militar en Chile, ocurrido el martes 11 de septiembre de 1973. 

Para quienes lo vivimos, ese día sigue latiendo en nuestro interior, como un tambor que no deja de redoblar en nuestra memoria colectiva. Un tambor que resuena con nuestros recuerdos y que a la vez nos recuerda a quienes murieron o fueron «desaparecidos». 

Desaparecidos por la perversa «magia» de aquellos que decidieron que los mil días de frágil esperanza sembrados por Salvador Allende y su gobierno eran demasiado respiro para el pueblo chileno. Tanta esperanza no convenía a los tradicionales dueños del sistema, históricamente manipulado por los más ricos y los más violentos de Chile. La esperanza es peligrosa. Puede ser contagiosa. 

Cincuenta años después, ese redoble colectivo se acompaña de dos cortas frases: ¡Ni perdón ni olvido!

Viví en Chile los últimos catorce meses del gobierno de Salvador Allende. Fueron una mezcla de sensaciones y vivencias sin paralelo en la historia de Chile. Era la primera vez que se elegía a través del voto a un presidente socialista. El mundo entero observaba lo que pasaba en el país. ¿Podría ocurrir un cambio verdadero en su historia? 

Lamentablemente, no sucedió. Incluso antes de que el triunfo de la Unidad Popular fuera ratificado por el Congreso Pleno de Chile, los EEUU, con la traicionera ayuda de los derechistas chilenos, complotaron contra del triunfo democrático del doctor Allende. Hasta que lo derrocaron, a sólo tres años de su mandato.

Ese golpe arrasó con algo muy especial, algo que noté apenas llegué de vuelta a Chile después de estudiar en la Universidad de California, en Berkeley. Lo que fue arrasado con una espeluznante crueldad, fue la esperanza. En toda la historia de Chile, no había existido esperanza como la cual fui testigo y partícipe. La esperanza se veía, se palpaba, ¡se olía la esperanza!

Me tocó vivir dos épocas muy especiales, en dos países distintos. En los EEUU, viví gran parte de los años sesenta, tal vez los mejores años en la vida del pueblo estadounidense. Más de una década de posibilidades esperanzadoras, que vieron el crecimiento de varios movimientos sociales. Surgió el Partido de las Panteras Negras, el Movimiento de Libertad de Expresión, el crecimiento o afianzamiento de los movimientos pro libertades e igualdades sexuales y sociales, además del amoroso aporte de los hippies. Todo eso en el marco de un gran movimiento nacional anti Guerra en Vietnam. 

Hoy, tanto en Chile como en los EEUU, no huele a esperanza. Huele a incertidumbre y a temor. Es posible que ambos países elijan como presidente a personajes odiosos y fascistoides. En los EEUU, se habla de otra posible guerra civil. En Chile, de la posible repetición del golpe militar. 

Atizando las llamas del miedo, en los EEUU se prohíben libros o temas que cuestionen la versión «oficial» de su historia, o libros que ayuden a pensar críticamente a la población. ¡Incluso algunos proponen que la esclavitud fue algo positivo!

En Chile, una actitud negacionista se ha instalado entre quienes pretenden implantar que el Golpe Militar de 1973 no fue tan fatídico, o que simplemente gran parte de sus terribles realidades no ocurrieron. Que son «inventos de los comunistas y otros exaltados».

Los que promovieron ese golpe y muchos descendientes de los que promovieron y siguen defendiendo la esclavitud en los EEUU, están de común acuerdo: «Hay que dar vuelta la página. Hay que saber perdonar y olvidar». ¿Será posible?

En Chile, a Ana González de Recabarren, (QEPD) gran luchadora social, los negacionistas y otros perversos le dijeron que tratara de olvidar y perdonar. Así, ella calmaría el dolor y la rabia que sentía: los militares del general Augusto Pinochet le habían desaparecido a su marido, a sus dos hijos, a su nuera. «¿Perdonar qué cosa?», respondió ella. «¿El aire? ¿El agua? Si me dicen qué les hicieron, dónde los dejaron y quién lo hizo, entonces tendré alguna base para pensar si puedo llegar a perdonar». 

Seguiremos buscando a nuestra gente «desaparecida». Seguiremos iluminando la historia secreta de los pueblos. Ojalá nunca más la maldad se instale en nuestros pueblos. Sembraremos la solidaridad, acompañados de nuestra gente, presentes y ausentes. La ternura está de nuestra parte, está en las canciones, en la poesía. La que escribimos y cantamos hoy y la que guardamos en nuestro recuerdo.

Me despido con un cálido suceso, que recuerda el 10 de septiembre de 1973. Fue la última vez que vi y conversé con el músico chileno Víctor Jara. Era la noche anterior al Golpe Militar. Con su mujer, Joan, Víctor iba de vuelta a su casa. Nuestro grupo de Teatro/Danza, llegaba a ensayar. «¡Hablemos uno de estos días, Víctor!» Nunca pasó: seis días después fue masacrado por los soldados de Pinochet.

El 10 de septiembre de este año, cincuenta años después, cuando desayunaba con mi mujer, miré por la ventana del patio trasero. Contemplé un árbol que ahí crece. Pensé en un colibrí, amigo de mi mujer. No lo veíamos hace casi tres meses. De seguro ya no seguiría alegrándonos con su vuelo fugaz, o con el brillo de su pecho cuando se paraba en la rama más alta de ese árbol. Sentí pena. Pensé que tal vez escribiría un poema a ese pajarillo desaparecido. 

En la radio, que transmitía música en inglés, de pronto surgió la inconfundible voz de Víctor Jara. Una canción menos conocida, pero no menos bella. ¡Fue entonces cuando surgió un colibrí y se paró en el árbol! Como si la canción de Víctor Jara lo llamara. Tal vez no era el mismo colibrí, pero, ¿tal vez lo era?

Y vino otra revelación: ese colibrí ¡era Víctor! Cincuenta años después venía a decirme, a decirnos, con su voz y transformado en brillante avecita, que seguía entre nosotros. Y me eché a llorar como un niño dolido, pero también agradecido, aliviado.

¿Cómo perdonar? ¿Cómo olvidar? ¡Por favor! No podemos ni queremos hacerlo.