De un árbol caído, todos hacen leña
¿Y quién no tiene en su alma
uno, dos, muchos árboles caídos? 
¿Quién no vio en cada árbol caído
la simbólica imagen de un hombre abandonado
sin fuerza ni ilusión?
— José Santos Chocano

Hace pocos días, durante otra fuerte tormenta e intensos vientos, cayó parte de un gran árbol. En su caída, arrastró a cables eléctricos y aplastó algunos carros. Por fortuna, en lo físico, no hubo pérdidas humanas. Lo emocional, es otra historia. Mucha gente está de duelo.

Carlos Barón. Ilustración: Bruno Ferreira

Era un joven árbol secoya, que vivía en el popular Parque Garfield, del Distrito Misión. Algunos dicen que tenía casi 200 años de vida, tal vez más. A lo mejor tenía la edad del mismo Parque Garfield, tal vez tenía la edad de la ciudad de San Francisco o más.

Comparado a otros árboles secoya, era un adolescente en la alborada de su potencia. Los secoyas pueden vivir hasta 2 mil años y pueden alcanzar casi 100 metros de altura. El planeta Tierra tiene 4.543 billones de años de vida, pero los orígenes de los secoyas también llegan a una edad venerable: se remontan a casi 7, 000, 000 años atrás. ¡Daban sombra a los dinosaurios!

En 1847, un botánico alemán llamado Stephen Endlicher, nombró como Sequoias sempervirens a los árboles de madera roja de las costas. Seguro en honor del Jefe Cheroki Sequoya, o Sikwayi, quien inventó el alfabeto fonético de 86 símbolos del lenguaje Cheroki. Los secoyas simbolizan la salud, el crecimiento y la protección. Tienen una capacidad natural para resistir el fuego y otros tipos de descomposición. Eso explica, en parte, su longevidad.

A pesar de todo esto, según la activista comunitaria Brooke Oliver: “El Departamento de Parques de San Francisco decidió cortar todo el árbol, pues podía caer y herir a alguien. Una perspectiva fea y muy miope. Muchos pensamos que este descuidado trabajo no es (era) necesario. Este tipo de árboles es muy orgulloso y vuelve a crecer, después de perder ramas. La parte central tal vez pudiera haberse reconectado y así, salvarlo”.

A fines de febrero, San Francisco fue azotada por una serie de fuertes vientos que derribaron muchos árboles, incluido el amado árbol secoya gigante ubicado en el Parque Garfield en la Misión. Foto: Fátima Ramírez

Al cortar lo restante del árbol, tal vez el Departamento de Parques de San Francisco decidió ser cauteloso, aunque de seguro hubo consideraciones económicas. Hoy día, en la esquina de la calle 25 y Harrison, solo queda la gran base del árbol, aún bello, más allá de la muerte.

Compartiré porciones de un maravilloso recuerdo, escrito por T Dea Robertson Gutiérrez, residente de larga data en el Distrito Misión: “Desde mi Tercera Elemental (en 1959) volviendo a casa después de mi Escuela Elemental San Pedro, muchas veces me detenía a visitar a nuestro viejo amigo, el árbol. ¡Podía trepar a su cima en menos de dos minutos! Ese árbol era una fuente de poderes mágicos […]. Invitaba a mis dos hermanos y a otras amistades […]. Allá arriba, contábamos historias y el árbol era un excelente escucha, nunca interrumpiendo, criticándonos ni condenándonos por pasar nuestro tiempo allá arriba […]. Se organizaban grupos de búsqueda, para devolvernos a la realidad… ¡pero nunca nos encontraban! El árbol tiene dos hermanos en el mismo parque y a veces los visitábamos. Pero este árbol era el refugio favorito para nuestros diarios embrollos, ganándose nuestro respeto. Si hubiera oído que estaba enfermo, ¡entregaría mi propia vida para salvarle!”

En 1960, Amadou Hampaté Bá (1901-1991), un escritor y etnólogo de Malia, Creta, hablando en la UNESCO, dijo: “En Afrique, quand un vieillard meurt, c’est une bibliothèque qui brûle” (“En África, cuando muere un viejo, es como si se incendiara una biblioteca”).

El amado árbol secoya gigante ubicado en el Parque Garfield en 2018. Cortesía: Urban Hiker SF Facebook
El tocón del árbol secoya, el 23 de marzo, 2023. Foto: Alexis Terrazas

El corte de ese árbol, derribado por una mezcla de razones humanas y de la naturaleza, me recuerda ese proverbio africano. La muerte de ese árbol secoya es más que la muerte de un solo árbol. Es también la muerte de muchos hábitats para aves, insectos, gusanos, frutas… y humanos. Cuando desaparece, también desaparece su sombra protectora y el espacio que reunía una gran variedad de memorias. Buenas, no tan buenas o terribles. La interconección de la vida y la muerte del que ese árbol fue testigo o participante durante su existencia.

Al envejecer, nos asalta la urgencia de compartir nuestras historias, nuestras vidas, especialmente si hemos vivido largamente y hemos tenido experiencias maravillosas. Si tenemos el tiempo y la salud necesaria. Y con una tribuna como la que esta columna me provee, esa urgencia se transforma en deber. No porque seamos muy especiales, sino porque tal vez queremos compartir lo bueno, lo malo y lo feo. Todo eso, que es bellamente común. 

“¡Amiga! ¡Extraño! ¡Sentémonos debajo de ese árbol y contemos historias! ¿Has escuchado acerca de ese árbol caído?”

Les dejo con un pensamiento que picotea en mi cerebro, como un pájaro carpintero picotea la corteza de un árbol: “¿Por qué aceptar que árboles y humanos fallen, pero los bancos no?”