Hace un par de días, mi nieto, que tiene dos añitos de edad, quiso abrazar un árbol. Su padre, un hombre joven y atento a los deseos y misterios infantiles, lo apoyó sin reparos. 

Juntos, encontraron el árbol más cercano. Para abrazarlo, mi nieto puso sus bracitos en el tronco del árbol. Sin embargo, una abeja se le había adelantado y estaba parada justo donde el nene posó sus brazos. La abeja, amenazada, lo picó. El niño lloró. La abeja murió.

¿Lección aprendida? ¿Cúal lección? ¿Que las abejas mueren cuando te pican? (No todas.) ¿Que no hay que abrazar a los árboles, por ser potencialmente peligrosos? ¿Que hay que revisarlos cuidadosamente antes de abrazarlos? ¿Que los árboles son peligrosos pues están llenos de hormigas, arañas, ardillas, osos… abejas? ¡Llenos de vida! ¡Horror de horrores!

¿Que abrazar árboles solo es algo para soñadores de desatinadas interacciones anti natura? ¿Anti natura? ¿Acaso abrazar a un árbol no es un gesto absolutamente pro natura, un acto celebratorio de nuestro deseo de comulgar en la más alta de las catedrales, la Catedral de la Madre Naturaleza? 

¡Ah! Es que usted no cree en eso. ¿En serio? A ver: ¿acaso no le habla a los gatos o a los perros? ¿A las flores? ¿A la luna? ¿No ha escuchado el sonido del mar cuando pone una concha marina en su oído? ¿Usted no hace esas cosas? ¡Uf! Lo siento mucho. ¡Qué triste!

Pienso que cuando te pica una abeja la lección es otra y tiene que ver con el reconocimiento y la aceptación de los altibajos que caracterizan nuestro existir. Una especie de sucesión entre lo cómodo y lo incómodo, entre lo claro y lo oscuro. 

La vida no es una línea continua, incambiable. Como dice una canción: “Cambia, todo cambia”. No estamos felices y tranquilos todos los días. Ni estamos infelices ni alterados. Fluctuamos. Nos ajustamos a nuestros cambiantes aconteceres. 

Según vamos aprendiendo a través de la experiencia, la vida puede ser peligrosa. Además de ser bella. Por ahí va la cosa con esa picada de abeja. La vida duele, pero eso también enseña. Recuerdo ese dicho antiguo, por suerte ya bastante desechado: “La letra con sangre, entra”. Esa frase se usaba mucho para justificar la costumbre, antes común y aceptada, de que el castigo físico fuera parte de la enseñanza.

Mucha gente aún exalta las virtudes de “la chancla voladora”, ese nefasto proyectil que muchas madres han usado o siguen usando para mantener en línea a sus hijas e hijos. Al arsenal pseudo-didáctico podemos agregar la temible correa paternal, o las varillas de distintas variedades de árboles, de esas que dejan dolorosas marcas en los infantiles pellejos transgresores. O en sus psiquis infantiles.

Hay una gran diferencia entre una picada de abeja o de araña y un golpe que un adulto da con una regla, chancla, cinto o puño, dizque para dar una lección al niño o a la niña.

Las abejas o las arañas reaccionan naturalmente, generalmente cuando se sienten amenazadas. El golpe dado por el adulto es un acto premeditado. En mi opinión, innecesario, incluso cruel. Los niños y las niñas responden a la interacción más inteligente y sosegada. Algo que deben aprender, con la guía de los mayores en sus vidas, es que —muchas veces— vivir duele.

Corre el rumor de que el nieto observó a su abuela abrazándose a un árbol. Es posible, pues los abuelos y abuelas son —esencialmente— niños que retornan.

Liberados de muchas, más no todas, por cierto, responsabilidades materno paternas, ahora podemos servir como agentes aliados de nuestros nietos y nietas, estableciendo una especie de conexión subversiva transgeneracional. 

En el caso del nieto que abraza árboles, por suerte hay un acuerdo entre nuestras diversas generaciones. A nadie se está culpando porque el dedo del nieto fuera picado por la abeja. 

Todos y todas muy de acuerdo en que abrazar árboles o hablar con los gatos por teléfono es algo normal. Puedo dar un ejemplo de cuándo mi nieto habló con un gato por teléfono, pues ha pasado un par de veces, pero solo pido que me crean. ¡Tengan fe, descreídos y descreídas!

Al final, lo importante es mantener nuestra capacidad de asombro frente a la vida y así ayudar a las nuevas generaciones a desarrollar su imaginación. Al mismo tiempo, explicar el cómo y el por qué la vida es agridulce. Como cuando nos pica una abeja. ¿Tal vez en el mismo dedo que usamos para probar un poco de la miel que esa difunta abeja ayudó a crear en vida?

Justo ahora, mi mujer me llama desde el otro cuarto, desde donde mejor se observa caer la tarde. Me dice “¡Guau! ¡Ven! ¡Hay un cocodrilo en el cielo!”. 

¿Cómo voy a seguir escribiendo? ¡Tengo que ir a ver ese cocodrilo! En la cruda y prosaica realidad, es una enorme nube pasajera en forma de cocodrilo. Un cocodrilo rosado y amarillo, adornado por el sol poniente.

Tal vez en estos días hablamos más con las computadoras que con otros seres humanos, pero pienso que mientras sigamos hablando con los animales o con las nubes, o aprender que una picada de abeja puede engendrar un poema, tenemos posibilidades de sobrevivir.