[su_label type=»info»]El Abogado del Diablo[/su_label]

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Poco después de la elección del Gran Jefe Agarra-ch*chis, hubo una interesante reunión de varios funcionarios del gobierno local, que incluyó a algunos miembros del Consejo de Supervisores, al alguacil de San Francisco, algunos eclesiásticos y varios “ciudadanos comunes”.

Debajo de la impresionante rotonda de la alcaldía, nuestro resbaladizo alcalde Ed Lee parecía gozar de la oportunidad de pararse frente “al pueblo” sin ser abucheado.

Ese día, Lee sonaba como una versión moderna de San Francisco, con un toque de Ché Guevara: “Siempre hemos sido y seremos una ciudad refugio, una ciudad santuario, una ciudad de amor”.

Después, el Abogado de la Ciudad, Dennis Herrera, anunció un juicio en contra de la administración ‘Del menos racista que hayan conocido’, denunciando el cruel plan de castigar a las ciudades que otorguen refugio a los inmigrantes indocumentados.

Según Herrera, en San Francisco hay 30 mil residentes indocumentados, “muchos de ellos viviendo con miedo a las redadas federales que puedan suceder en sus comunidades”. Así, el comienzo de esta columna muestra algo positivo. ¿Cierto?

Bueno… hay ciertas realidades que empañan ese rosado cuadro de compasión. La vida es una complicada sucesión de olas que suben y bajan, van y vienen en un mar de contradicciones. Con eso en mente, mencionaré lo bueno, lo malo y lo bello, en referencia al tema del santuario.

Primero, respecto a lo bueno, en estos momentos duros para los inmigrantes, surge la oportunidad (o el deber, mejor dicho) de que organizaciones seculares y religiosas de todo el país adopten posiciones firmes respecto al tema. Hoy por hoy, al escribir esta columna, hay más de 800 diversos sitios religiosos que se han declarado santuario para los inmigrantes indocumentados, incluyendo sinagogas.

San Francisco ha sido una Ciudad Santuario desde 1989, en la época de los Conflictos Civiles Centroamericanos, cuando mucha gente de El Salvador, Guatemala y Nicaragua llegaron escapando a la violencia. Recientemente, Kris Kobach, el principal consejero de inmigración para el El Gran Jefe Naranja y coautor de la controversial ley de inmigración de Arizona, expresó: “Ellos (las ciudades refugio y sus alcaldes) solo están burlándose de la ley federal y arriesgando a sus propios ciudadanos. Trump ha aclarado que le preocupan las víctimas de estas ilegales ciudades santuario”. Entonces, la reafirmación de San Francisco como un santuario es algo bueno y que puede servir de ejemplo para la nación.

En lo negativo, la continua y, al parecer, inacabable transformación y “gentrificación” de San Francisco, dada la especulación de los bienes raíces, provee los ejemplos. Hace una semana, Vicki Hennessy, la alguacil de San Francisco, procedió a expulsar de su casa arrendada a una de las habitantes más ancianas del Distrito Fillmore, rebautizado como ‘Western Addition’ por las fuerzas del ‘Progreso’. Iris Canada, una afroamericana de casi 100 años de edad, que había vivido 70 de esos años en esa casa, simplemente fue encerrada afuera de su hogar. En nombre de las religiones que dominan en este sistema: la propiedad privada y la ganancia.

Semánticos matices se usaron para defender lo indefendible. De nuevo, ‘La Ley’, esa pariente lejana de La Justicia, se usó como árbitro supremo en defensa de los dueños de propiedades… y de Hennesy. Sin embargo, hasta el cielo llega el mal olor. Ojalá así sea: en el cielo deben oírse los lamentos y olerse lo podrido.

Así no debiera actuar una ‘Ciudad Santuario. Hennesy se paró frente a su oficina a oír las duras críticas de los activistas comunitarios. También dijo sentir “tristeza” por la expulsión de la anciana, pero no quiso arriesgar que se le acusara de desobediencia legal. Claro, la caridad empieza por casa. ¿No?

Iris Canada —otro miembro de la cada vez menor población afroamericana de San Francisco— fue víctima de las variantes olas de esta Ciudad Refugio. Su desplazamiento echa por tierra esas declaraciones positivas de solidaridad del alcalde Lee y de otros. ¿Ciudad Rechazo, acaso suena mejor?

Pero he prometido una bella referencia respecto al tema. Aquí va.

El viernes pasado, 17 de febrero, en otro sitio de culto, en la Iglesia Ortodoxa del Oeste Africano, Jurisdicción Occidental, mejor conocida como la Iglesia de San John Coltrane, muchos nos reunimos a celebrar la vida de Michael Roman. Michael dejó recientemente lo terrenal y —más que seguro— hoy está pintando y grabando en El Otro Barrio, como el poeta Alejandro Murguía llamó al Más Allá.

Por cierto, fue una bella noche de memorias compartidas, de color y música. No soy asiduo de las iglesias (como buen Abogado del Diablo), pero fui feliz ahí esa noche, escuchando la música inspirada en John Coltrane y las muchas anécdotas que relataban cuán hondo nos había calado Michael Roman. Por toda la sala, su arte cubría las paredes. Muchos de los presentes modelaban ropas que Michael había intervenido creativamente con sus variadas y mágicas imágenes.

Así, esta columna acerca del concepto y realidad del santuario termina con la referencia a esa celebración colorida y multicultural, en la cual nos sentimos más cercanos al verdadero significado de la palabra santuario.

En estos duros tiempos, necesitamos compartir lugares y eventos que nos hagan sentir protegidos e iluminados. El Amor Supremo, como dijo Coltrane, nos puede inspirar a todos.