Se ha hecho mucho ruido ante los métodos seguidos por la policía de Minneapolis frente a los disturbios civiles ocurridos luego del asesinato de George Floyd en mayo. Incluso ahora, conforme las manifestaciones continúan en ciudades como Portland, las críticas no cesan. Muchos usan la destrucción de la propiedad para condenar el movimiento Black Lives Matter mientras pregonan citando palabras del Dr. Martin Luther King Jr. el llamado a la resistencia pacífica.

King creía que la protesta pacífica era una cuestión práctica para la comunidad de color de los EEUU en los años sesenta, pero no estamos en aquella época. “Creo que América debe ver que los disturbios no se desarrollan de la nada”, dijo el Dr. King en 1967. “Ciertas condiciones continúan existiendo en nuestra sociedad que deben ser condenadas tan vigorosamente como nosotros condenamos los disturbios. Y en el análisis final, un motín es el lenguaje de lo inaudito… los veranos de motines de nuestra nación son causados por sus inviernos de retraso. Mientras América posponga la justicia, estamos en la posición de tener estas recurrencias de violencia y disturbios una y otra vez”.

#BlackLivesMatter surgió en 2013 como respuesta a la absolución de George Zimmerman por el asesinato de Trayvon Martin de 17 años de edad. En 2014, el asesinato de Michael Brown, se convirtió en un grito de guerra. Las manifestaciones en Ferguson, Missouri, se enfrentaron a una fuerza policial militarizada que utilizó de forma indiscriminada balas de goma, gas lacrimógeno, granadas de fragmentación y tanques para dispersar a las multitudes.

Luego el mundo observó durante 8 minutos y 46 segundos a un George Floyd morir sometido por la rodilla de un oficial de policía. Atestiguó a transeúntes intentando intervenir, sólo para ser amenazados e impedidos de hacerlo. Y lo que siguió fue la erupción de protestas, disturbios, y en algunos casos, el caos.

Pero lo que hizo que la muerte de Floyd fuera diferente fue que ocurrió en medio de una pandemia. En el tiempo transcurrido entre el inicio de la marcha por la COVID-19 a lo largo del país, que causó el cierre de muchas ciudades y estados, oímos hablar de Breonna Taylor, la trabajadora esencial asesinada a tiros, en medio de la noche y en su casa, por la policía; y vimos cómo Ahmaud Arbery fue perseguido por hombres blancos vinculados a la policía. En ambos casos, no hubo arrestos iniciales.

Mientras esto sucedía en Louisville y Georgia, el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades publicó datos que revelaban que la comunidad Latinx —que constituye el 18% de la población nacional— representaba el 38% de los pacientes infectados, mientras que los afroamericanos —el 13% de la población— representaban el 29% de los pacientes. Estas cifras pusieron de manifiesto que las comunidades de color se han visto afectadas de manera desproporcionada por el virus por diversas razones, entre ellas, fallos en el sistema de atención de la salud y el hecho de desempeñar empleos que no pueden realizar desde casa.

Estas estadísticas fueron tan sorprendentes que el 19 de mayo, seis días antes de la muerte de George Floyd, el representante de Pensilvania, Malcolm Kenyatta, pronunció un apasionado discurso en el recinto de la Cámara de Representantes del estado, desafiando el proyecto de ley 2513, anulando las órdenes de confinamiento emitidas por el gobernador y permitiendo a los restaurantes abrir al 50 por ciento su capacidad.

“Lo que estamos exigiendo ahora mismo, y lo que la gente está exigiendo es que se les sirva, que puedan ir a un restaurante, sentarse y ser atendidos por un empleado al que le niegan un salario mínimo de 15 dólares”, dijo Kenyatta.

La violencia contra las comunidades asiáticas también aumentó durante este período. KPIX informó tan sólo en California, la denuncia de más de 800 delitos de odio entre marzo y junio, que iban desde la discriminación en el lugar de trabajo hasta ataques físicos, todos relacionados con la pandemia.

Incitada por el presidente, una multitud predominantemente blanca —la mayoría sin máscaras y sin procurar el distanciamiento físico— irrumpió en la Casa del Estado de Michigan a finales de abril, protestando por la orden de confinamiento en el hogar establecida por la gobernadora Gretchen Whitmer. No había tanques, ni policías con equipo antidisturbios, ni balas de goma o gases lacrimógenos, ni agentes del gobierno con uniformes no identificados o coches sin marcas para disolverlos. En su lugar, a estos ‘patriotas’ se les hizo una revisión de su temperatura antes de permitirles deambular por la galería del Senado portando armas, mientras que algunos representantes en sesión llevaban chalecos antibalas para su seguridad.

Imagínese a alguien cargando un bidón de gasolina, con el pecho erguido, pavoneándose con la obstinada confianza que un macho blanco mediocre puede reunir, derramando gasolina alrededor de su casa. Se detiene, saca un cigarrillo y, sin darse cuenta del peligro que lo rodea, encenderlo. Después de dar una buena y larga bocanada y de sacudir descuidadamente las cenizas, sobresaltarse al encontrar ambos, los escombros, que no le importan, y la casa incendiada. Si la yesca es la queja de la gente de color, el combustible sería el asedio armado en Michigan.

George Floyd fue la ceniza.

El mundo, indignado por lo que presenció, detonó. Personas de todos los orígenes salieron a las calles a protestar y marchar, y sí, en algunos casos, a amotinarse. Algunas ciudades fueron incendiadas. Y prácticamente en cada paso del camino, los organismos encargados de hacer cumplir la ley en varios niveles tomaron las decisiones espectacularmente mediocres de enfrentar la protesta contra la violencia policial con más violencia policial. Decisiones que en lugar de detener la marea, causaron una reacción aún mayor y renovaron un ferviente llamado a la desfinanciación de las organizaciones policiales.

Se trata del valor de la vida. Valorar la vida es lo mínimo. Valorar la vida en una sociedad es un requisito básico para un cambio sistémico generalizado.

O como dice W. Kamau Bell, presentador del programa United Shades of America, “Es difícil empezar un motín cuando todos tienen un buen trabajo, tienen acceso a la atención médica, tienen acceso a la educación, y se sienten representados por sus políticos y bien protegidos por su fuerza policial”.

El discurso público no comienza con un entendimiento común de que la gente no debe morir por cargar caramelos o vender cigarrillos ni por hablar por teléfono en la sección de juguetes de una tienda, o dormir en su propia cama. Si no es así, no hay posibilidad de arreglar nada más; no hay posibilidad de compensar a los trabajadores esenciales de acuerdo con su riesgo; o de detener la creciente militarización de las organizaciones civiles como la policía; el hecho de no entender la raza percibida de una persona no la hace responsable de la pandemia. 

El Coronavirus se reflejó en los EEUU, exponiendo sus defectos profundamente arraigados y sus dobles estándares. La gente buscó maneras de articular su ira y angustia, y tradujo su impotencia en movimiento. Así que finalmente se decidieron por tres palabras; palabras cuyo significado en ese momento trascendió su origen para concentrar los miedos y esperanzas de los muchos que se unen cada vez que se pronuncian: BLM, “Las vidas negras importan”.