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Notas adhesivas, en reacción a la elección de Donald Trump, cubren el ‘Muro de la Empatía’. Foto: Ekevara Kitpowsong
Elizabeth Veras Holland

El mes pasado iba caminando cerca de la estación del BART en las calles 16 y Misión , poco tiempo después de que Trump ganó la elección. Había oído acerca de un “muro de la empatía” que había por allí, y quería atestiguarla por mi misma. Papelitos color rosa, azul, amarillo, conteniendo palabras de amor y apoyo permanecían colgados y esparcidos a lo largo de la pared. Iluminaban la pared con mensajes tales como: “Vas a estar bien”; “Cuídense los unos a los otros” o “El amor supera el odio”. Mis ojos se enfocaron en un mensaje escrito en letras grandes y negritas que decía: “A la mierda la supremacía blanca”.

De repente, me sentí cohibida acerca del color de mi piel. Muchas personas me han comentado que no soy “blanca de verdad” debido a que soy bicultural (soy mitad herencia latina). Pero no hay que confundirse: mi piel es blanca y por eso mi vida ha sido más fácil. No es que me sienta orgullosa de eso, sino que, es una realidad. Y pienso que aceptar esta realidad es mi modo de respetar a las personas cuyas vidas han sido oprimidas debido al color de su piel. Es una realidad que pone incómodas a muchas personas, especialmente a las que me conocen bien y conocen mi historia. Ellos no quieren ponerme en la categoría de “una persona blanca” pero la verdad es que yo pertenezco a esa categoría.

Las preguntas que han venido circulado por mi mente mucho antes de que Trump ganara la elección han sido: “¿Cómo puedo ayudar?” y “¿Cómo lograr que mi voz importe?”, y pienso que estas son preguntas que todos necesitamos hacernos. Necesitamos ser honestos respecto a cómo la sociedad nos percibe y cómo esta percepción influye en el tipo de acciones que tomamos para garantizar nuestros derechos inalienables.

No podemos pensar que está bien quedarnos sentados y no hacer nada. Hacer eso es contribuir a que este movimiento de odio se fortalezca.

Pensé en cómo los seres humanos son agrupados demográficamente —nuestra apariencia fisica, los servicios a los que accedemos, nuestras círculos sociales. Yo acudo con regularidad a Planned Parenthood para recibir servicios de salud. Mi madre era indocumentada cuando llegó a este país en los 80. Mis mejores amigos son parte de la comunidad LGBT. Pero no podrías saber esto de mi con solo mirarme. Necesitaría decirlo. Muchos de nosotros, por primera vez, tendremos que ser más directos en cuanto a lo que hacemos y con quién nos asociamos. ¿Realmente quiero que todos sepan que voy a Planned Parenthood? ¿O que creo que necesitamos leyes más estrictas sobre el control de armas de fuego? Realmente no. ¿Pero, es importante que yo exteriorice estas creencias? Sí. Es una tarea que se tiene que hacer.

El papelito de color pegado en el muro me aterrorizó. Me aterrorizó porque yo sé que la supremacía blanca es real y que nunca será algo con lo que quiero estar relacionada. Quiero poner toda la distancia que sea posible entre mi persona y ese concepto.

Fácilmente podría dejar que se me incluya en el grupo demográfico seguro. Podría ser la “chica bonita y blanca” en el fondo, quien revolotea sus pestañas en el medio de todo esto. Pero no puedo, y no voy a hacerlo. Yo sé que tengo una responsabilidad, ahora más que nunca. Es muy fácil ser esa chica, pero fui criada para no siempre seguir la senda más sencilla.

Mi padre creció como un niño blanco de clase media, en la ciudad segregada de Chicago en la década de los 70. Me dijo: “Peleé con los chicos que se burlaban de las minorías. Aun cuando era sólo un chico, no podía entender porqué el color de nuestra piel nos separaba tanto”. Mi padre no eligió la complicidad, no era un espectador. Sus acciones transmitieron el mensaje: “Sí, soy blanco y sí, mi vida es más fácil… lo reconozco… pero estoy con ustedes. Pelearé para ustedes”.

Es importante que no seamos cómplices. Esta es nuestra oportunidad.

—Traducida por Eleni Stephanides