“Volver, con la frente marchita,

¡las nieves del tiempo platearon mi sien!

Sentir, que es un soplo la vida

¡que 20 años no es nada!…”

Volver, tango argentino, Carlos Gardel y Alfredo Lepera.

Crecí al sur del continente americano. «Volver», ese tango cantado por el famoso argentino Carlos Gardel, me acompañó más a menudo que el «Volver, Volver», del también icónico mexicano Vicente Fernández. 

Mi padre y mi madre cantaban ese tango muy bien. Desde pequeño, el oír «¡que 20 años no es nada!» me daba vueltas por la cabeza. Me resistía un poco a lo que decía esa apasionada letra. «¿Cómo que 20 años no es nada?», me decía. Es comprensible que pensara así. A los 8 años de edad, la vida parece un infinito. Con suerte, un sinnúmero de emociones y sitios por descubrir. 20 años, en la infancia, es un largo espacio. Una eternidad.

Pero, a medida que vivimos, las nuevas vivencias nos regalan nuevas perspectivas.

Este 11 de septiembre se cumplen cincuenta años del Golpe Militar en Chile. ¡50 años!

En verdad parece una eternidad. Hoy puedo cantar esos versos del «Volver» de Gardel y sentirlos pequeños. ¡20 años no es nada! Sobre todo cantando los recuerdos de ese fatídico 11 de septiembre. Vivos, aún candentes en la memoria. «Nuestro Once chiquito», decimos muchos chilenos, con cierta ironía al compararlo con «El Otro Once», el que ocurrió en los EEUU en 2001. 

Por todo el mundo, chilenos y no chilenos se preparan a conmemorar ese 11 «chiquito», el que dió paso a 17 años de la dictadura de Augusto Pinochet en Chile. Hoy, esa dictadura ha sido reemplazada por una fragilísima democracia. No tan representativa como muchos la soñamos.

Desde Europa, una amiga exiliada chilena me preguntó si podía escribir acerca de algo que hubiera escondido cuando se desató el Golpe en Chile. Algo que simplemente no pude abandonar. ¿Libros, música, fotografías, armas?

¡Claro que escondí cosas! Creo que mucha gente que se vé obligada a disfrazar, rápida y radicalmente lo que piensan o hacen, porque la Muerte acecha, igual se toma el tiempo para salvaguardar algo significativo.

Ilustración: Bruno Ferreira

Sin embargo, antes de mencionar objetos, pienso que debemos recordar a la gente, a los seres humanos, que también se debieron esconder. O disfrazar. Para tratar de salir del país, para seguir luchando en una militante clandestinidad, o solo para sobrevivir el fascismo desatado, capaz de matar a alguien por el solo hecho de llevar barba, tener el pelo largo o poseer algún libro «peligroso», un adjetivo de uso amenazantemente amplio. Un libro como El arte del Cubismo, (¡Cubano!), o un pelo largo, o un acento extranjero, llevaron a la muerte a muchos y muchas. Sé de varios ejemplos.

Pocos días después del 11 chileno, estando entonces en Chile y siendo un jovenzuelo de poco más de 25 años de edad, descubrí lo precaria que era la situación de quienes defendíamos el gobierno de Salvador Allende. La segunda noche de toque de queda, cuando se acercaba la hora en que ya no se podia circular por la calle, so pena de muerte, diversas personas golpearon en la puerta de mi casa. Esa primera noche (y por tres semanas seguidas), muchos jóvenes izquierdistas, algunas y algunos importantes líderes en sus varios partidos, buscaron asilo en mi casa. Nunca supe cómo «se corrió la bola» de que yo era un «Ayudista confiable». A las tres semanas, por razones que también ignoro, los golpes en mi puerta cesaron.

Gran parte del problema que tuvo (y sigue teniendo) la izquierda, tanto chilena como mundial, es la falta de confianza mutua, la falta de franca comunicación, el sectarismo. Sin embargo, en esas tres semanas después del 11 de septiembre, cuando mi casa fue misteriosamente designada como «Casa de seguridad», hubo interesantísimas discusiones políticas entre mis huéspedes. Esas conversaciones debieron haberse tenido mucho antes y siguen siendo necesarias. En el precario asilo de esa casa se discutió con pasión, pero en voz baja, pues el vecino era un militar retirado, partidario del nuevo régimen.

Lamento contar que varias de esas amistades que llegaron a esconderse a mi casa después perdieron la vida. Algunos asesinados vilmente, otros luchando hasta el fin, en encuentros muy desiguales con las fuerzas armadas y policiales del dictador Augusto Pinochet.

Cuando vino «el Golpe», aprendimos de inmediato que —más importante que cualquier cosa— es salvar la vida. Casas, automóviles, libros, todo, fueron abandonados sin muchas dudas ni arrepentimientos. 

No solo ayudé a esconder gente. También me tocó ayudar a esconder libros, pinturas, incluso armas. En este último caso, recuerdo una noche cuando una compañera de mi grupo de danza llegó con su anciana madre, quien deseaba enterrar un par de armas antiguas. Eran dos pistolas, que esa familia de exiliados de la Guerra Civil Española de 1936 había atesorado por largos años. Armas ya inservibles, reliquias de otro evento que había creado la necesidad de abandonarlo todo, menos la vida. Aunque esas armas se habían guardado.

El enterrar esas armas nos dió más pena que nerviosismo. Fue un emocionante «Adiós a las armas», como el título del libro de Ernest Hemingway.

Muchos y muchas logramos sobrevivir y rehacer nuestras vidas. Dentro o fuera de Chile.

A 50 años de esa terrible fecha, cuando esparcidos por el mundo recordamos esos cruentos sucesos, la lección no se olvida: ningún objeto vale más que la vida misma.

(Recordando a Bautista, Alejandro y Carmen, que pasaron por esa «Casa de seguridad»)