[por Marianna Navarette; illustración por Bruno Ferreira]

‘¡Pero sigo siendo el rey!’, cantaba un español detrás de mí entre la audiencia, mientras escuchábamos al mariachi en la plaza del Centro Cívico. “El tiempo pasa, pero no tanto”, me dijo hace tiempo una profesora.

Hace 212 años México no existía, fue hasta después de la guerra de independencia, que se convirtió en una nación independiente de España, mas no de la iglesia ni de las élites en el poder. Estas fueron quienes pusieron la primera piedra para construir el proyecto del Estado-Nación.

Ambos grupos fueron los responsables de que venga a escuchar mariachi al centro de San Francisco el 15 de septiembre. Todo el día vi en mis redes sociales a amigxs y familiares en México y en los EEUU preparándose para acudir a una reunión o fiesta donde promocionaban la ‘Fiesta Mexicana’ con el típico sombrero y slogan ‘¡Viva México!’ También publicaban fotos y videos de estar orgullosos de sus ‘raíces’ y de la riqueza cultural de México.

Personalmente, no sé si estoy orgullosa de mis ‘raíces’ ya que en mi árbol genealógico  predominan los apellidos de origen español. Recientemente mi familia descubrió que un ancestro llegó con Hernán Cortés en el siglo XVI pero desconozco si tengo algún ancestro de origen indígena, aunque muy probablemente el mestizaje corre en mi familia.

Podría parecer que el discurso del mestizaje en México es amigable y que invita a la convivencia y la diversidad. Sin embargo, tiene un trasfondo mayor que esconde y legitima un proceso de aculturación forzada como argumenta Carlos López Beltrán en el libro Genómica mestiza. Raza, nación y ciencia en Latinoamérica.

Entonces, si no tengo raíces ni cultura autóctona, ¿qué se supone que deba celebrar el 15 de septiembre? Este año salí temprano de trabajar y tomé el camión 49 hacia el Centro Cívico para ver el festejo organizado por el Consulado mexicano. En cada parada se subía una que otra persona con un sombrero de charro, una playera de la selección mexicana de fútbol, tal vez un huipil, niñxs con matracas, y papás con cerveza en mano. Yo tenía puestos mis aretes patrióticos, en chaquira verde, blanco y rojo.

Cuando llegué al centro de la plaza, arriba de un escenario, Isabela ‘Chabelita’ Vázquez estaba cantando acompañada del Mariachi Nueva Generación. Eran las siete de la tarde, todavía había luz y a los asistentes nos tocó ver el atardecer detrás del Ayuntamiento de San Francisco mientras escuchábamos la música de mariachi, como si fuese una versión nuestra del Sueño Americano.

Algunas personas sin hogar que se encontraban en la plaza esa tarde tarareaban el mariachi y disfrutaban el ambiente, la gente los veía con gusto, no con desprecio ni siendo ignorados como pasa el resto del año. Era una realidad alterna. Todxs fueron bienvenidxs a la fiesta mexicana.

Me topé con el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, impreso en tamaño real. La gente se tomaba fotos con él, por admiración, juego, burla o todas esas posibilidades a la vez, supongo.

Unas horas después, en el Zócalo de la Ciudad de México, Andrés Manuel, (no el de cartón), agregó a su Grito de Independencia: “¡Muera el clasismo! ¡Muera el racismo! ¡Vivan los pueblos indígenas!” En pijama vi la transmisión del Grito y me asombré por esas declaraciones pues incluyó a los ‘pueblos indígenas’ en su discurso patriótico.

Ello me trajo como referencia lo que argumenta la activista, lingüista, escritora, traductora e investigadora en ayuujk —o mixe— Yásnaya Aguilar de la Sierra Norte de Oaxaca, quien en su libro Nosotros sin México: naciones indígenas y autonomía, expone cómo la cultura y el arte de los pueblos indígenas son usados como objetos de consumo por el Estado mexicano. Aguilar aclara que a lo largo de la historia de ese país se ha tratado de homogeneizar a los múltiples pueblos indígenas. Lo cual crea una identidad ‘mexicana’ imaginaria o falsa, que demuestra ante el mundo que si bien México es un país rico en culturas, el gobierno margina y desplaza a sus pueblos indígenas de sus lenguas, organizaciones políticas y territorios. 

Las y los nahuas, huicholes, mayas, mixtecas, purépechas y demás pueblos originarios del ahora territorio mexicano, no participaron en la composición del himno nacional ni en establecer los símbolos patrios de la nación. Por ende, las ‘raíces’ por las que tanto están orgullosos solo se utilizan para manifestaciones y apropiaciones culturales pero cuando se habla de autonomía y derechos humanos, no se alienta su protección.

Tan solo en el año pasado, 58 defensores de territorios fueron asesinados en México, la mayoría originarios de pueblos indígenas. Sin embargo, el 15 de septiembre se exhiben bailes zapotecas, rarámuri y mayas en los múltiples festejos alrededor del país y en el mundo mientras el gobierno mexicano viola derechos humanos en sus territorios.

Me es difícil ‘celebrar’ en esta fecha una identidad que en lo personal, está vacía. Pero el jueves después de los mariachis — el 15 también se celebra el día de la independencia en Guatemala, Honduras, El Salvador, ​​Nicaragua y Costa Rica — me fui a comer unos tacos y un agua de horchata. No celebro a la patria, sino su pozole, los salbutes, las tlayudas y los sopes; las quesadillas hechas a mano y el mole hecho desde cero. Celebro también el agua de jamaica y de tamarindo; y el pan dulce y a las abuelitas que me desean buenos días por la calle. De igual manera, celebro los ríos, las playas, los manglares y montañas que extraño de México, al igual que a los defensores ambientales que siguen en lucha.

Quizás la identidad mexicana está compuesta por un talento natural para decir ‘chido’, ‘wey’, ‘padre’ y ‘mande’ y no tanto por saberse el himno nacional. Tal vez el 15 sólo se trata de celebrar a una patria imaginaria con tequila y mariachi. Quizá sólo sea ocasión de festejo para los privilegiados que tienen tiempo de enfiestarse, o tal vez, solo sea un día más como cualquier otro.