(Desde izquierda) Carmen May Can, Luis Poot Pat, Angel Góngora May, Rosana Góngora May, José Góngora Pat y Luis Góngora May posan frente al puente Golden Gate bridge, 10 de enero de 2019. Foto: Adriana Camarena

Hipiles voladores

Me desperté el 2 de enero en el calor y la humedad invernal de Mérida, Yucatán. Tiesa por el viaje aéreo del día anterior, me estiré e hice ejercicio porque no pasaría ni 24 horas en esa ciudad cuando comenzaría el viaje de regreso a San Francisco. Estábamos en una carrera contra tiempo y distancia para cumplir con una orden de la corte federal de los EEUU.

A las 2:30 p.m., llegué en Uber al Aeropuerto Internacional Manuel Crescencio García Rejón de Mérida, nombrado por un representante del grupo federalista radical que se oponía firmemente a la firma del Tratado de Guadalupe. En ese tratado, en 1848, México cedería más de la mitad de su territorio a los EEUU después de perder ante los invasores, y trazaría la frontera que le da a Trump mucho de qué hablar.

En la entrada del aeropuerto, esperaba la familia del difunto Luis Demetrio Góngora Pat, quien fue asesinado por dos agentes de la policía de San Francisco el 7 de abril de 2016 en la calle Shotwell en el Distrito Misión. Un juez federal había emitido una orden que exigía que su viuda doña Carmen May Can, y los hijos de ambos, Luis, Ángel y Rosana Góngora May, quienes entablaron una demanda contra sus asesinos por violación de sus derechos civiles y homicidio culposo, prepararan y dieran sus declaraciones y asistieran a una conferencia de mediación, del 3 al 11 de enero.

Identifiqué a doña Carmen entre el grupo por el puntillismo florido de su hipil bordado. Junto a ella, también con vestimenta tradicional maya, estaban doña Estela Paat e Isabel Yeh Poot, madre y cuñada del difunto, respectivamente. Alrededor de ellas estaba la próxima generación de niños y nietos mayas vestidos a la moda moderna: jeans, camisetas y sudaderas con capucha.

Asesorados por el Consulado de México en San Francisco y Caléxico, el equipo legal de la familia había preparado el papeleo para solicitar que la familia de Luis obtuviera un permiso condicional para entrar a los EEUU a fin de cumplir con la orden del juez. Dichas peticiones especiales se realizan en los puntos de cruce peatonales en la frontera de México-EEUU. Me había ofrecido acompañar a la familia en su primer viaje nacional para llegar a la Unidad de Permisos Especiales de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP) de los EEUU en Caléxico, razón por la cual me encontraba en Mérida.

Los cuatro viajeros a los que estaría escoltando hasta la frontera habían empacado ligeramente, sabiendo que la agilidad para cruzar por puertas, rampas, túneles, detectores de metales, burócratas y guardias de seguridad garantizaría que estuviéramos en la frontera el 3 de enero, no antes, no después. Simultáneamente, en el lado de Caléxico, los abogados Adante Pointer y Melissa Nold llegarían para respaldar la solicitud del permiso condicional y recibir a sus clientes.

Fui testigo del coraje audaz con el que la esposa y los hijos de Luis Góngora Pat abandonaron la seguridad de su tierra natal, Yucatán, por primera vez, para desandar el viaje de Luis, en circunstancias muy diferentes. Luis Góngora Pat abandonó su ciudad natal de Teabo, Yucatán hace 18 años para asegurar su bienestar. Ahora seguirían sus pasos para entender su destino y exigir justicia. Después de un vuelo de seis horas con retraso desde Mérida, finalmente nos dirigimos hacia el norte. Alrededor de la medianoche, el avión se inclinó en su acercamiento a México-Tenochtitlán, colocando la prendida megalópolis mexica —El Ombligo de la Luna— a los pies de doña Carmen, forzándola a dar una sonrisa nerviosa aunque asombrada. Nuestra llegada tardía a la Ciudad de México aseguró apenas dos horas de sueño en un hotel cercano, cuando al amanecer estábamos de regreso en el aeropuerto para tomar nuestro próximo tramo a Mexicali. Una vez en Mexicali, nos quedamos sin aliento ante el frío aire contaminado mientras descendíamos las escaleras del avión sobre la pista, luchando por sacar la colección de sudaderas y chales que había colocado en mi equipaje de mano. A las 9:30 a.m., caminábamos por el túnel que lleva a la frontera a Caléxico, escoltados por un asistente consular de México, pasando la interminable línea peatonal, para entregarnos a la Patrulla Fronteriza.

Purgatorio fronterizo

Doña Carmen May Can escucha atentamente al auxiliar de vuelo en su primer viaje en avión, Merida, México, 2 de enero de 2019. Foto: Adriana Camarena

Las siguientes cuatro horas de nuestras vidas las pasamos en un limbo fronterizo. Fuera de la oficina de Permisos Especiales, me senté en un asiento de plástico negro unido por debajo con una barra de metal a otros asientos idénticos que rodeaban el área de espera. Mantenía un ojo sobre los integrantes de la familia de Luis dentro de la oficina mientras eran “procesados” a través de las lentas masticaciones de la burocracia de la frontera, que implicaba repetidas rondas de preguntas, huellas dactilares, fotografías y miradas a las pantallas. Después de tres horas de espera, justo cuando un movimiento de la oficina me dio esperanza de que el permiso sería otorgado, los dos oficiales allí asignados tomaron un descanso para almorzar. Las luces de la oficina se apagaron para abandonarnos junto a las filas crecientes de solicitantes especiales y entrar a un nuevo nivel de purgatorio fronterizo. En el lado de Caléxico, los abogados de la familia estaban desesperados dentro su propia trampa fronteriza: callados, imaginando lo peor, un viaje fallido y solitario de regreso a San Francisco…

La espera forzada reorientó mi atención hacia la fila continua de personas que a plena vista sucumbían ante un ritual de escrutinio cotidiano ante los oficiales de CBP parados en sus estaciones. La línea de peatones comenzaba del lado de México, más allá de la entrada del túnel, y nunca se detenía, nunca mostraba huecos, nunca paraba en su planeo espiritual hacia los EEUU. La fila era una cinta transportadora de peatones y fortunas en forma de visas “láser” fronterizas, tarjetas de residentes, visas de turista, pasaportes estadounidenses y pasaportes extranjeros preaprobados. El asistente consular me explicó que los inmigrantes peatonales en su mayoría eran jornaleros agrícolas en las granjas de los EEUU, estudiantes mexicanos que pagaban para colegiatura en las escuelas públicas de los EEUU, y miles de otros trabajadores domésticos o manuales que llenarían una multitud de tareas en tierra estadounidense cada día.

En 2018, aproximadamente 3 millones de peatones cruzaron los puentes de inmigración de Caléxico; más de 4 millones en 2017 (Fuente: datos de CBP). A lo largo de toda la frontera entre EEUU y México, casi un total de 34 millones de peatones cruzaron el año pasado. Si se agregan pasajeros de automóviles, autobuses y trenes, las decenas de millones de cruces fronterizos de ida y vuelta se multiplican: 144 millones de cruces terrestres en 2018 y 187 millones en 2017. La mera actividad en la frontera entre EEUU con México convierte a los 27 puestos de control de inmigración de este país del norte en puertas de molino glorificadas, embudos ineficaces para el torrente de personas que pulsan de un lado al otro de la frontera todos los días. Y si las personas no pueden cruzar legalmente, entonces cruzarán ilegalmente porque la migración es un derecho humano.

Después de una larga y apretada enmarañada por la burocracia estadounidense, un ecuánime oficial de casos de la CBP regresó con un permiso en mano, metiendo miedo en nuestros corazones con sus recitaciones de las terribles consecuencias que enfrentaríamos si no regresáramos al mismo punto de control fronterizo antes de la medianoche del 11 de enero, cuando se rompería el hechizo sobre el permiso condicional.

Las basuras del mundo

Fila de entrada a punto de migración peatonal, Mexicali, México, 3 de enero de 2019. Foto: Adriana Camarena

Del otro lado salimos a una calle tranquila y despoblada de Caléxico, de espaldas a la fachada rosada del edificio administrativo de los EEUU que aquí conformaba el muro fronterizo. Sentí un goteo lento de alivio que se filtraba por mi columna vertebral, y luego vino el agotamiento. Comenzamos las dos horas de viaje de Caléxico a San Diego con la abogada Nold al volante. Doña Carmen, Luis, Ángel y Rosana se maravillaban ante las granjas y los paisajes desérticos. Una hora después, pasamos por las pilas de rocas en el borde del Parque Estatal Rancho Cuyamaca en la Carretera 8. Rosana exclamó con asombro: “¿De dónde vienen todas estas rocas?” En 1775, como parte de la expedición de De Anza. El padre Pedro Font también se maravillaría en su diario: “El cañón está formado […] por grandes montañas o rocas, rocas y piedras más pequeñas que parecen haber sido traídas y amontonadas allí, como la basura del mundo”. Mis amigas y amigos mayas nunca serían los mismos después de viajar.

Más de 24 horas después de nuestra reunión inicial en el aeropuerto de Mérida, y tras un último viaje en avión desde San Diego, finalmente llegamos a San Francisco. En el aeropuerto, el cuarteto fue recibido por el trío de su tío José y sus primos Luis y Carlos Poot Pat. Habían pasado 19 años desde que José había visto a su familia. Luis, Ángel y Rosana eran niños, cuando él y luego Luis dejaron atrás la vida de agricultores de subsistencia en Teabo para forjar una vida mejor para sus familias trabajando como conserjes y lavaplatos en la ciudad de la Bahía. Rosana lloró mientras José la abrazaba: “Este abrazo que te doy”, logró decir entre lágrimas, “así es como esperaba un día abrazar a mi padre”.

Durante los últimos 2 años y 9 meses, la familia Góngora ha lamentado y sufrido el asesinato de Luis por parte de la policía separada por la frontera: siendo que San Francisco está lejos de Teabo y, según es política, a los pobres nunca se les otorgan visas para visitar los EEUU. Hubo una indescriptible reparación en ese momento de contacto físico entre los miembros de la familia. Escuchaba como los músculos cardíacos desgarrados y latentes se despertaban y volvían a crecer, sentí como la fragilidad del trauma se suavizaba ligeramente. En los preciados ocho días que siguieron, los viajeros, con la ayuda de José, Luis y Carlos, entenderían la vida de Luis Góngora Pat en San Francisco, explorando sus lugares y su muerte sin sentido y cruel a manos de Nate Steger y Michael Melone, oficiales del Departamento de Policía de San Francisco.

La conquista bovina de California

Mural de la Misión con una escena de rancho, calles 17 y South Van Ness, 19 de diciembre de 2018. Foto: Adriana Camarena

En 1777, un año después de la fundación de la Misión Dolores, un grupo de hombres Yelamu Ohlone regresaron a la Laguna de los Dolores para observar y probar a los españoles que habían tomado el control de su aldea de Chutchui. A fines de diciembre, dispararon una flecha cerca de un guardia, amenazaron con disparar a un indio neófito, y un hombre Yelamu besó a la esposa de un soldado. Un guerrero Yelamu fue capturado y azotado, mientras que sus dos compañeros que habían intentado su rescate fueron cazados. Los soldados los persiguieron hasta la bahía de la Misión donde los nativos montaron una defensa en retirada, lanzaron flechas a los españoles e hirieron a un caballo y un hombre. Un sargento ordenó a los soldados que dispararan, y un hombre Yelamu cayó muerto al agua. Sorprendidos por su primer encuentro con armas de fuego letales, los Yelamu se rindieron, arrojando sus arcos y flechas. Este fue el primer asesinato de un habitante original por la fuerza armada de la península de San Francisco. Los rebeldes supervivientes fueron azotados y amenazados de muerte si continuaban resistiéndose.

Hace una semana, Shaping San Francisco me invitó a hablar sobre los californios mexicanos que vivieron en San Francisco después del período de colonización española (1776-1821), y más específicamente, entre el momento en que México reclamó su independencia de España en 1821 y 1846 cuando los EEUU ocuparon San Francisco durante la guerra mexicano-estadounidense. Hacia el final de la charla, una mujer angloamericana confundida por la línea de tiempo de españoles y mexicanos en Alta California preguntó lo siguiente: “… realmente no había ningún conquistador en California […] ¿estaban [los indígenas …] esclavizados? ¿Se parecía eso a lo que los conquistadores habían establecido para obtener todo ese trabajo gratis?”

La participante del auditorio parecía confundida por la manera en que los pueblos ohlone del área de la bahía fueron subyugados a través del sistema de la Misión, y no por conquistadores genocidas portando cascos de metal y espadachines a caballo. Conquistadores es el nombre dado a los ejércitos de los imperios español y portugués en el siglo XVI. México-Tenochtitlán fue conquistada en 1519. Desde allí, una exploración española hacia el norte llegó a la punta de una península en 1533, que los exploradores tomaron por una isla. La llamaron California, presumiblemente por la isla de ese nombre que aparece en la novela romántica de 1510, Las aventuras de Esplandián, de Garci Rodríguez de Montalvo, que la describe habitada por mujeres negras de aspecto amazónico que montaban bestias salvajes engarzadas en oro. Subsecuentes exploraciones esporádicas refutarían la geografía de la isla, pero asegurarían el reclamo de la Corona española sobre las tierras costeras que abarcaban a las Baja y Alta Californias. Sin embargo, Alta California no sería colonizada hasta fines del siglo XVIII, cuando la incursión cada vez mayor de extranjeros (los cazadores de pieles rusos que se deslizaban desde Alaska y los británicos que se expandían por Canadá) presentaron una amenaza creíble al control de la Corona sobre las tierras del norte. El despliegue de colonizadores sucedió rápidamente.

En 1768, se establecieron los puertos, presidios y misiones de San Diego y Monterey. Un año más tarde, el explorador Gaspar de Portolá y Rovira, en un intento por encontrar una ruta terrestre hacia Monterrey, pasó de largo y, en cambio, divisó la enorme Bahía de San Francisco desde una colina. En 1772, el Virrey de Nueva España asignó al Territorio de Alta California como proyecto misionero de los frailes de la Orden de San Francisco de Asís. Poco después, en 1774, el explorador español Juan Bautista De Anza partió a pie y a caballo, acompañado por soldados de cuero, misioneros y algunos colonos para expandir los presidios costeros y misiones en Alta California, en una hilera de 21 asentamientos, de San Diego a Solano. El Presidio de San Francisco y la Misión Dolores se establecieron en 1776. En una línea de tiempo de los acontecimientos mundiales, ese mismo año, los EEUU reclamaron su independencia de Gran Bretaña, anunciando el inicio de las guerras de independencia de las poderes colonizadores en las Américas.

Quizás el sistema misionero del siglo XVIII pueda parecer (erróneamente) una conquista ligera en comparación con los relatos de batallas históricas que diezmaron a Tenochtitlán; una vez, el sofisticado centro de poder del imperio azteca que en 1519 tenía una población más de cien veces mayor que cualquiera de las ciudades europeas más grandes de la época. Pero más allá de la conquista, fueron los sistemas de control y reconfiguración cultural impuestos por los españoles los que harían el mayor daño en las Américas. Cuando los misioneros llegaron al Área de la Bahía, España había suplantado la sangrienta conquista con más de 250 años de experiencia en la subordinación masiva y la esclavitud de los pueblos indígenas a las industrias coloniales, en nombre del catolicismo, respaldada por los mosquetes de los soldados.

Con el paso del tiempo, a medida que las misiones aumentaron su productividad, los nuevos reclutas ohlone serían forzosamente recogidos por los soldados españoles, lo que fracturaría aún más a las comunidades locales. Durante las siguientes décadas, las poblaciones indígenas serían reducidas por oleadas de epidemias de enfermedades euroasiáticas como la sífilis, el sarampión y la viruela que afectaron particularmente a los neófitos de las misiones. Las vacas, sin embargo, fueron el arma biológica que dio el golpe fatal a las ecologías nativas de las que dependía la forma de vida de los pueblos originarios. Los misioneros y colonos españoles también introdujeron cultivos que eran productos básicos para su comercio internacional. Los historiadores Hunt Janin y Ursula Carlson escriben: “Para 1800, los rebaños de ganado en Alta California totalizaban 187,000 animales, de los cuales 153,000 estaban en los pastizales de las misiones. Para 1805, también había más de 130,000 ovejas, la mayoría de ellas propiedad de las misiones. La producción total de cultivos de 19 misiones era de casi 60,000 fanegas (es decir, aproximadamente 720,000 bushels imperiales, o 3,300,000 litros, de trigo, maíz, cebada y frijoles)” (Fuente: The Californios: A history, 1769-1890).

El daño causado a la forma de vida de los ohlone en solo 45 años de ocupación española de San Francisco es abrumador. Antes de la llegada de los españoles, los ohlone vivían en abundancia de fuentes de proteínas, incluyendo papilla de bellota y una variedad de animales desde moluscos hasta ballenas, salmón hasta nutria, conejos hasta alces, venados hasta osos, codornices y patos. Se hablaba una gran variedad de idiomas de tribu a tribu, y un sistema de alianzas a través del matrimonio garantizaba la seguridad y la ocupación permanente de las tierras ancestrales. Sus habilidades de tejido de tule eran incomparables en cuanto a calidad en chozas, cestería, naves y vestimenta. Después de que sus comunidades, la cultura y el entorno natural se vieron afectados por los españoles, la capacidad de los ohlones de vivir fuera del sistema de la misión se redujo con cada año que pasaba.

Cambio de terratenientes en la Alta California

El estilo de vida de los californios mexicanos en los 25 años que siguieron a la ocupación española de Alta California a menudo se presenta como un paraíso pastoral idílico mexicano de familias hacendadas que socializaban en fandangos, y vaqueros famosos por sus habilidades para enlazar. En verdad era una continuación de la economía y la cultura ganaderas españolas, ahora en manos de los terratenientes aristocráticos de California. En 1823, el capitán-teniente ruso Andrey Lazarev, mientras pasaba el invierno en San Francisco a bordo de la balandra Ladoga (y con un desprecio palpable por los californios locales) escribió: “No se puede decir nada sobre la fauna acuática debido a la abundancia de ganado, que ofrece su mejor comida, desviando a los perezosos de la pesca”. Describió el camino a la Misión Dolores “… como fácilmente reconocible por las cabezas de toros y los huesos y cadáveres de caballos muertos esparcidos por todas partes; el olor fétido de ellos y las bandadas de cuervos, gaviotas y varios halcones que devoran toda esta carroña generalmente significa la proximidad de la habitación. Creo que esta provincia está en deuda únicamente con el reino de las plumas para la protección contra enfermedades infecciosas y epidémicas”.

Desde 1824 hasta 1828, México como una república federal de reciente creación dictó leyes y reglas coloniales para otorgar concesiones de tierras en California. El Gobernador de Alta California tenía el poder de otorgar tierras estatales, lo que resultó en una distribución nepotista que afirmaba la posición de un cuadro rico de hacendados. Los terratenientes californios continuaron con la explotación de castas sociales inferiores de raza mixta (mestizos) y poblaciones nativas como sirvientes contratados o esclavos en sus ranchos. En 1833, como un medio para cortar aún más los lazos entre los leales a los españoles, el gobierno mexicano secularizó a las misiones y recuperó aproximadamente un millón de acres (400 mil ha) por cada una de las 21 misiones de California. El decreto de secularización ordenó la distribución de las tierras de la misión (no más de 28 y no menos de 7 acres) a cada jefe de familia indígena que en ese momento vivía en una misión, más una porción de ganado, muebles, herramientas y semillas. La mayoría de estas tierras no fueron reclamadas cuando los neófitos huyeron por la libertad o fueron expulsados ​​por otros partidos más poderosos. Las tierras de la Misión Dolores se distribuyeron por partes a varios beneficiarios, entre ellos, José Manuel Valencia, José Cornelio Bernal, Francisco De Haro y José de Jesús Noé; los dos últimos dos veces gobernadores del Pueblo de San Francisco en diferentes períodos.

Mientras que la vida en Alta California continuaba como de costumbre, el gobierno central de México luchaba para mantener el control de su territorio nacional. Casi tan pronto como México declaró su independencia en 1821, perdió tierras, comenzando por el Reino de Guatemala y el territorio al sur de allí. El conflicto entre 1835 y 1840 entre liberales, que buscaban una democracia federal representativa, y los conservadores que querían el control centralizado del gobierno, dio lugar a la declaración de independencia de Tejas, la República de Río Grande (Coahuila, Nuevo León, Tamaulipas, partes de Texas) y Yucatán. En 1838, México combatiría a los franceses en Veracruz, mientras rechazaba las incursiones de los comanches y las guerras yaqui de independencia en el norte, secuestrando a yaquis rebeldes y enviándolos a haciendas de henequén en Yucatán.

Una década antes, el gobierno de los EEUU había comenzado a aplicar su doctrina del Destino Manifiesto, marchando hacia el oeste con la intención de integrar más tierra. En 1846, el gobierno mexicano, a pesar de carecer de recursos, se vio obligado a luchar contra las tropas invasoras estadounidenses que habían cruzado de Tejas a territorio mexicano. Tan pronto como se extendió la noticia de la guerra entre México y EEUU, los soldados estadounidenses ocuparon Sonoma y el puerto de Yerba Buena (que más tarde pasaría a llamarse San Francisco). En 1848, México capituló ante los términos del Tratado de Guadalupe Hidalgo, evitando apenas la pérdida mayor de territorio. Ese año, Yucatán se vio forzado a reintegrarse a México, solo para verse inmediatamente involucrado en las Guerras de Castas (1847-1901) con la revuelta de los nativos mayas contra la población de descendientes europeos.

El Tratado de Guadalupe establecía que los derechos de propiedad de los sujetos mexicanos se mantendrían inviolables; una norma que, en términos prácticos, fue anulada cuando los EEUU promulgaron la Ley de 1851 para determinar y resolver reclamos de tierras privadas en el estado de California. La nueva ley colocó la carga de la prueba de propiedad sobre los concesionarios de tierras españolas y mexicanas al exigirles que presentarán sus títulos para su confirmación ante la Junta de Comisionados de la Tierra de California. Los californios perdieron enormes franjas de tierras debido a los extensos litigios y todo tipo de mañas de los nuevos colonos americanos, incluido el asesinato. Infamemente, los hijos gemelos de 19 años de Francisco De Haro y Emiliana de los Reyes, Francisco y Ramón, fueron presuntamente asesinados por Kit Carson por orden del comandante del Ejército de los EEUU, John C. Fremont al comienzo de la Revuelta de la Bandera del Oso. Los hijos de De Haro habían recibido una concesión en 1844 para el Rancho Potrero de San Francisco en el cerro Potrero. Su afligido padre optó por vender la tierra en lugar de luchar contra los colonos oportunistas.

El uso genocida de la fuerza en California

La familia del difunto Luis Góngora Pat posa en el patio de su rancho común, 10 de junio de 2018. Foto: Adriana Camarena

A diferencia de los españoles y los mexicanos que dependían de la mano de obra endeudada o esclavizada de las poblaciones indígenas o mestizas, los colonos estadounidenses consideraban a las poblaciones nativas americanas sobrevivientes como un inconveniente para sus objetivos expansionistas. El ejercicio descarrilado de violación, asesinato, secuestro y masacre de los indios de California sumió sus ya diezmados números de aproximadamente 150 mil en 1848 a 30 mil en 1870. La riqueza y sofisticación de la cosmología, los idiomas y las habilidades de las tribus del Área de la Bahía fue casi completamente destruida por el acaparamiento de tierras.

Las leyes de uso de la fuerza de California que permiten a los oficiales usar la fuerza “razonable” para hacer un arresto o superar la resistencia se establecieron poco después en 1782. Permanecen sin cambios a pesar de los esfuerzos para aprobar un proyecto de modificación de ley en Sacramento el año pasado. Se ignoran los movimientos de justicia social vocales y activos que claman por una mayor rendición de cuentas por la policía. De hecho, la conservadora Corte Suprema de los EEUU ha resuelto una serie de casos que garantizarán que los oficiales permanezcan inmunes a la responsabilidad por violaciones constitucionales, como la toma injustificada de una vida, en un futuro previsible. Las personas de color y los pobres están asegurados por el sistema de justicia que ni la policía ni la ley les sirven. Pero esto también significa que los pueblos indígenas y otros pueblos discriminados, como la familia de Luis, continuarán sobreviviendo y desarrollando sus culturas a través de estrategias y tácticas de resistencia ancestrales.

El 10 de enero, la abogada Melissa Nold y yo acompañamos a doña Carmen, Luis, Ángel y Rosana a San Diego, para asegurarnos de cruzar oportunamente a Mexicali a primera hora de la mañana del 11 de enero. Su tío Wilberto nos llevó en su camioneta al aeropuerto de San Francisco para tomar el primer tramo de nuestro viaje. En nuestro camino, hicimos una última y breve parada en el lugar del asesinato de Luis. Era apodado ‘El Sapo’ por su familia. Durante toda la semana yo llevaba un joyero tallado en madera en forma de sapo a todas sus citas de procedimientos legales. Lo saqué de nuevo estando en el altar y abrí la gruesa boca del sapo, llamando a Luis Demetrio Góngora Pat, “¡Vámonos, Sapo! Es hora de irnos a casa”.  Y tan pronto como lo sentí saltar al auto, cerré la tapa con una palmada y le entregué la caja a doña Carmen. En Mexicali, les di un abrazo a cada uno. Esta vez no acompañaría a la familia de regreso a Mérida, porque ya sabían cómo volar.