Elementos de la Guardia Civil golpean a manifestantes pacifistas que se organizaron en resistencia pasiva en Barcelona durante el referéndum del 1 de octubre de 2017. Foto: Robert Bonet/Eldiario.es. Via: Wikipedia Commons

Soy catalana. Hace 17 años que llegué a San Francisco por primera vez y desde entonces estoy a caballo entre América y Europa. Aunque llegué con mi mente abierta y sin prejuicios, mis raíces y cultura siempre me acompañaron.

Soy uno de los primeros niños nacidos con la democracia española y tuve la suerte de crecer hablando mi lengua materna, disfrutando de mi cultura sin miedos, aprendiendo mi historia y literatura en la escuela.

Desde España, nos llegan voces de mentes cerradas, muchas veces ignorantes, denunciando que estamos adoctrinando a nuestros niños desde su más tierna infancia, sin entender todavía que empaparse de la cultura propia desde pequeño es simplemente un derecho y libertad que no tendrían que estar expuestos a calificativos negativos, mucho menos robado.

La búsqueda por la independencia de Catalunya no es un capricho reciente, tiene una historia larga y compleja. Represiones violentas e ideológicas se han sucedido y van, desde el Decreto de Nueva Planta a principios de siglo XVIII que implicó la destrucción total de las instituciones catalanas, al fusilamiento de Lluís Companys en 1940, presidente de la Generalitat de Catalunya en el exilio, que años antes había declarado la República Catalana.

El pasado 1 de octubre los catalanes salieron a la calle a votar en un referéndum sobre dicha independencia, un referéndum que el gobierno de España hizo todo lo posible para detener.

La Guardia Civil usó la violencia con porras y balas de goma contra personas pacíficas, para callar la unidad y voz de un pueblo que estaba decidido a ejercer unos de los derechos más fundamentales de una democracia: votar.

“Hoy no ha habido un referéndum de autodeterminación de Cataluña”, dijo el presidente de España Mariano Rajoy, horas después de que el mundo entero viera como el pueblo catalán se las había ingeniado para votar.

“España, una democracia madura y avanzada, amable y tolerante”, volvió a decir después que todos viéramos horrorizados cómo la Guardia Civil actuaba violentamente contra una multitud cuya actitud ejemplar gritaba en silencio y de forma pacífica: ¡Tenemos el derecho a decidir y a la libertad!

Manifestantes en Barcelona luego de que la policía española llevara a cabo una redada en los edificios gubernamentales catalanes. Foto: Màrius Montón/ Wikipedia Commons

Mucho ha pasado desde que el presidente de Catalunya, Carles Puigdemont, declarara la creación de la nueva República de Catalunya el pasado 27 de octubre. En respuesta, el gobierno español aplicó el artículo 155, y disolvió el Parlamento catalán. Puigdemont y sus consejeros han sido exiliados a Bélgica y el presidente Rajoy ha asumido el poder de gobernar Catalunya desde Madrid. Cuando los representantes de un pueblo, elegidos democráticamente, acaban con penas de prisión, deberíamos plantearnos qué dirección está tomando España y por qué Europa decide callar…

Puede que la Constitución española prohíba de facto un referéndum como el que se quería llevar a cabo en Catalunya. Pero hace falta explicar que esta es una Constitución arcaica, escrita después de la muerte del dictador Franco, cuando Catalunya despertaba de una nueva pesadilla y valía la pena firmar cualquier visión de autogobierno sin darle demasiadas vueltas.

En España al día de hoy seguimos con la misma Constitución, redactada en 1978 y que no entiende de evolución. Totalmente obsoleta, hija de las circunstancias de la época, de una España que salía de una dictadura totalitaria hacia una democracia, pero todavía con el ejército y la ultra derecha respirando en sus páginas.

Muchos hablan de que es la crisis económica la que nos ha llevado a buscar la independencia, diciendo que un motor económico como Catalunya debería ser capaz de administrar sus riquezas, sin necesidad de dar todo el pastel a la capital y recibir solo un pedacito de éste, viendo cómo hay recortes en salud o educación, en manos de un partido político corrupto.

Sí, la crisis económica ha puesto al descubierto muchas de nuestras vergüenzas políticas, pero aunque este haya podido ser el detonante de esta revolución pacífica en busca de la independencia de Catalunya, no es la causa.

Catalunya quiere la independencia porque es un pueblo, una historia, una cultura, una lengua, un espíritu nacional, una manera de ser y de hacer que nos unen, más allá de la cuestión económica.

Todo país que haya pertenecido al Imperio Español en el pasado debería entender que Catalunya está en el mismo proceso de emancipación que ellos hace 200 años, aunque evidentemente las circunstancias sean muy diferentes. Catalunya tiene el derecho a la independencia, tiene el derecho a la construcción de un estado nuevo.

Por otro lado, el proceso independentista es también una crítica al sistema, y en eso encuentran muchas voces solidarias en España. En un país que lleva años sumido en una grave crisis económica, donde los jóvenes y no tan jóvenes se ven obligados a emigrar en busca de un futuro mejor, donde se rescatan bancos y no personas, donde la corrupción está a la orden del día, el rechazo actual hacia las instituciones, monarquía y políticos ha alimentado este movimiento.

“Hemos sufrido los Borbones, amenazas, mentiras, conspiraciones, insultos y, ahora, violencia y censura. Pero a un pueblo unido no se le calla tan fácilmente. Nosotros seguimos escribiendo historia y con este referéndum hemos puesto una piedra de inicio a una revolución pacífica. En una democracia moderna, el derecho a opinar, decidir y votar no debería ser un delito”.

Un pueblo dispuesto a sufrir hoy para poder ofrecer un futuro mejor a sus hijos, un pueblo pacífico que hace honor a su historia, orgulloso de su cultura y que quiere su propio Estado. Catalunya está frente y cerca de su deseo histórico, está escribiendo una página nueva y emocionante, y tiene muy claro que la represión nunca va a callar sus aspiraciones. Camina firme hacia su meta.