Desde nuestra infancia comenzamos a escuchar y aprender frases. Algunas nos acompañarán toda la vida.

Por supuesto, no todas pueden ser memorables. Muchas caerán en oídos sordos, dependiendo de quién nos las diga, o dependiendo de nuestra capacidad o deseo de aprenderlas y de qué es lo que sentimos al escucharlas. ¿Fue una frase dicha en un momento positivo o negativo? ¿Fue dicha en buena fe? Y lo más importante: ¿nos sonó cierta?

Al crecer, interactuamos con otros niños y jóvenes, o recibimos consejos e instrucciones de gente adulta. Además, debemos enfrentar el peligro de la omnipresente pantalla de la televisión, la radio, los ‘teléfonos inteligentes’, los medios de comunicación en general. O nos hacemos lectores de libros, revistas o periódicos. En todos esos espacios, aprendemos nuevas frases.

Atesoramos ciertas frases porque representan hitos importantes en nuestras vidas. Frases que nos causaron risa, que nos sonaron ‘verdaderas’ desde el primer instante que las oímos. Una verdad que nos puede ayudar a avanzar en nuestras vidas, que abren puertas, que nos ayudan en nuestra autodefinición, o frases que que nos sirven para salir de problemas.

Las adoptamos, las hacemos propias, se hacen parte de nuestras vidas. Algunas las transmitiremos a nuestra familia, a nuestros estudiantes o a nuestros lectores. Decimos frases que deseamos que esa gente recuerde. O para que esa gente sea recordada por decirlas.

Se dice que —si tenemos suerte— y además somos merecedores de recibir atención, seremos relativamente recordados después de dejar este mundo. Se nos recordará con fragmentos de la totalidad: con un par de anécdotas o con un par de muy repetidas frases. Solo una porción de la infinidad de cosas que hicimos en el largo (¡ojalá!) y tortuoso camino de nuestra vida.

Si la cosa es así, nos conviene ser más conscientes de lo que decimos, de lo que a veces repetimos como un mantra. De cierta modo, estamos plantando semillas para la posteridad, ya que una modesta porción de inmortalidad se gana con lo que decimos y hacemos en vida. Con el hacer siendo lo más importante. Por supuesto, es necesario ser coherente o consistente entre lo que decimos y lo que hacemos. Recordemos: “Del dicho al hecho hay mucho trecho!”

Un par de semanas atrás, cuando nos reunimos para recordar a Juan Pablo Gutiérrez, un artista y líder comunitario, a algunos se nos pidió decir algunas frases acerca de él y de su trabajo.

Entonces,  recordamos una frase suya que siempre repitió, su mantra: “¡Nuestros muertos no se venden, ¡pero sí se recuerdan!” Con esa frase, se refería a su trabajo en la Procesión del Día de Muertos, que ayudó a organizar por cerca de 40 años. El usó la frase para rechazar las ofertas de dinero que recibía de los negociantes de alcohol o nicotina, siempre interesados en secuestrar los espacios públicos exitosos. La Procesión del Día de Muertos era exitosa y esos mercaderes querían usarla para vender sus insalubres productos. Juan Pablo siempre respondió: “¡Nuestros muertos no se venden!”

La doctora y activista  Concha Saucedo, mítica co-fundadora del Instituto Familiar de la Raza, también estaba ahí. Ella es la representación —algunos dicen la creadora— de otra icónica frase: “La cultura cura”. Esa frase ha sido casi universalmente adoptada en nuestra comunidad. Es usada por educadores, sanadores, creadores artísticos y activistas. Hoy, es del uso de todos.

Esas frases provienen de individuos que son o fueron figuras públicas. En el curso de sus carreras, de seguro hubo un momento de inspiración, una epifanía, cuando dijeron esa frase en  voz alta, sintieron su poder y quienes la oyeron, respondieron positivamente.

A veces, frases como esas se trasladan del espacio personal al espacio público. Ahí, pueden llegar a ser adoptadas por toda una comunidad, por todo un país, ¡o por el mundo entero!

Aquí, pienso en un cántico que creo se origina en las grandes marchas que defendían el gobierno de Salvador Allende, en Chile. Allende gobernó brevemente, de 1970 a 1973, cuando fue derrocado por un golpe militar. Su frase,  ¡El pueblo, unido, jamás será vencido!”

Esa proclama se hizo canción, compuesta por el chileno Sergio Ortega y el grupo musical Quilapayún, en junio de 1970. ‘El pueblo unido, jamás será vencido’ es una de las canciones más reconocidas internacionalmente del Movimiento de la Nueva Canción Chilena.

Esa frase, es dicha y coreada por todo el  mundo, en muchas lenguas. Cuando se escribió la canción, el compositor, reunido con algunas amistades, evocó los cánticos que se oían de la gente, de la calle. Si escuchamos la canción, oímos que evoca, claramente, un ritmo de marcha. La marcha de gente que va avanzando, cantando una frase que entusiasma.

Yo estaba en Chile en esos años. Para mí, en lo personal, ha sido una maravillosa revelación del poder de una frase inspiradora, que nació destinada a ser compartida con el mundo.

Toda nuestra vida atesoramos frases, pequeñas o grandes. Básicas verdades que, aunque pensemos que solo viven dentro de los muros de nuestros hogares, terminan revelándose como verdades universales, compartidas en todas las culturas.

¿Pueden pensar en alguna? Estoy seguro de que sí.