Por Carlos Barón

Columna, El Abogado del Diablo

Hace un par de semanas me encontraba tomando un café en uno de mis sitios favoritos, uno que prefiero porque es poca la gente que acude para abstraerse en sus computadores, sin mostrar interés aparente de desear interactuar con otros.

Carlos Barón

Admito que cada día leo una copia impresa del periódico, de esos que están casi desaparecidos. Comienzo por la parte más creativa: la sección deportiva. Aunque, generalmente, estoy dispuesto a conversar, a menos que aparezca alguien que prefiero evitar, y para ello utilizo el periódico como escudo protector.

Ese día, una pareja compartía el espacio conmigo. Hablaban poco, pero sonreían mucho: el amor flotaba en el aire. De pronto, dos hombres entraron, juntos. Parecían tener unos sesenta años. Uno de ellos era euromericano y el otro, asiático. Ocuparon una mesa próxima a la mía y antes de ordenar comida, entablaron una amistosa conversación. Parecían ser compañeros de trabajo, lo que me hizo recordar a mis colegas de la universidad.

Pronto, entraron dos mujeres asiáticas, también bordeando los sesenta años. Los hombres se levantaron a saludar, con grandes sonrisas. Juntos, el grupo se acercó al mostrador para ordenar. Acto seguido, ya en su mesa, comenzaron una animada conversación. Mucha sonrisa, incluyendo un par de risotadas, llenaron el café.

Sentí una repentina urgencia de participar en esa conversación, en esa cálida amistad entre cuatro personas de diversos grupos étnicos. Controlé ese deseo y volví a mi periódico.

Un afroamericano, también sesentón, entró entonces al café y se sentó enseguida mío. Con una sonrisa ordenó con una corta frase: “¡Lo de siempre!”. Sin duda, un cliente habitual. A este recién llegado sí le hablé, él se mostró receptivo e intercambiamos historias de común interés. Al oír de mi carrera teatral, como actor y profesor de actuación, sonrió y dijo: “Yo actué una vez, en la secundaria. Un papel pequeño. ¡Me encantó la experiencia!” Al dejar el café, intercambiamos teléfonos y quedamos de contactarnos para ir a alguna obra de teatro.

Ilustración: Bruno Ferreira

Retorné a mi periódico. Cada día, los titulares nos asaltan con noticias sobre diversas catástrofes. Continuas, pasadas, presentes o futuras, no importa el tipo: lo catastrófico vende. Las noticias tal vez refieran a la más reciente masacre, una ocurrencia común en un país con más armas que gente. Imágenes e historias de una horrible violencia acaparan la atención por un par de días, hasta que una nueva tragedia, causada por humanos o por la naturaleza, ocupa el centro del escenario, desplazando lo que entonces pasa a ser “noticia vieja”. Los periódicos de ayer solo sirven para envolver pescados.

Sin embargo, al examinar un poco esas noticias, hay muchas lecciones en ellas. Recientemente, en Buffalo, Nueva York, un joven blanco fue condenado a cadena perpetua, sin posibilidad de libertad bajo palabra. En mayo de 2022, asesinó a diez personas negras, en un ataque con tintes racistas. Antes de ese terrible hecho, el joven asesino publicó un manifiesto racista en Internet, explicando que su meta era “matar a todos los negros que pudiera”. Después, fué a un supermercado y usó un rifle AR-15 semi-automático para conseguir su cometido. Para esto, transmitió en vivo a través de las redes sociales su ataque.

Cuando fué sentenciado, dramáticas escenas ocurrieron en el tribunal, cuando familiares de las víctimas confrontaron al asesino. La hermana de una de las víctimas se enfrentó al joven racista y le dijo: “Usted decidió que no le gustaba la gente negra… pero usted no sabe nada de nosotros […]. Somos humanos… amamos a nuestros niños. Nunca vamos a otros vecindarios a matar a otra gente”. (SF Chronicle, febrero de 2023).

Luego, la nieta de Ruth Whitfield, otra de las víctimas, le dijo: “Conocemos el odio que le motivó a cometer ese horrible crimen y estamos aquí para decirle que ha fallado. Continuaremos mejorando cada día, siendo todo lo que usted no es, todo eso que usted odia y trató de destruir […]. Bien sabemos que usted no es “un lobo solitario”, sino sólo un peón en una organización terrorista doméstica. A esos terroristas les decimos que ¡somos un pueblo que no será derrotado!” 

El asesino se disculpó y dijo: “No quiero inspirar a nadie a ser lo que soy o hacer lo que hice”.

Se me ocurrió que tal vez el intercambio entre el asesino y los familiares de las víctimas fue la primera conversación significativa y real con gente negra que el joven asesino había tenido. No puedo imaginar a un joven seguidor de un torcido movimiento de supremacía blanca sentado en un café, conversando amigablemente con un desconocido negro, latino o asiático. Debió hacerlo porque la ignorancia crea miedo y el miedo la violencia.

Apaguemos nuestras computadoras, doblemos nuestros periódicos y tengamos conversaciones necesarias y saludables con gente desconocida. Gente de diversos colores, diferentes historias, que tal vez hablan distintos idiomas.

Descubriremos que —después de todo— tal vez no somos tan distintos como creemos o como tememos.