[su_label type=»info»]El Abogado del Diablo[/su_label]

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Tuve la buena suerte de estudiar en la Universidad de California, en Berkeley, justo en medio de la icónica década que comenzó en 1960.

Fueron años asombrosos, que me permitieron ser testigo o participante en los diversos movimientos que marcaron esa década: el Movimiento por la Libre Expresión, el comienzo del Partido de las Panteras Negras, las protestas en contra de la Guerra en Viet Nam, la mágica aparición de los ‘hippies’ con su breve ‘Verano del Amor’. ¡Tremenda época de activismo! El aire olía a esperanza y mariguana.

En 1972, después de vivir seis años en California, volví a Chile, mi país de origen. En 1970, Salvador Allende fue elegido presidente, entonces, la atención del mundo se enfocó en ese largo y estrecho lugar. Por primera vez en la historia mundial, un socialista había sido democráticamente elegido. Yo quería ver y saborear esos espectaculares momentos.

De vuelta en Chile, me introduje inmediatamente en esa vertiginosa, bella —y peligrosa— realidad.

Por todo el país había un entusiasmo palpable, especialmente entre la juventud y en la clase trabajadora, incluyendo a gran parte de la entonces bien educada y dinámica clase media. Reinaba la creatividad. La música, el baile, el teatro y había grandes marchas  en apoyo de la política del gobierno.

Tal como pasara en los años 60 en los EEUU, volví a sentir, ver y oler un penetrante olor a esperanza. La esperanza puede ser un tangible sentimiento. Una creciente mayoría del pueblo chileno, históricamente marginada y explotada, se atrevían a soñar, a creer que un mundo mejor era posible.

Al mismo tiempo, era una época potencialmente peligrosa. Los enemigos de Allende, internos y externos (éstos últimos liderados por el gobierno de los EEUU, encabezados por Nixon y Kissinger), conspiraron en contra del gobierno desde el principio. Hubo boicot económicos y ataques armados de la extrema derecha.

Así, la esperanza no era el único sentimiento en el aire chileno: también pululaban sentimientos de miedo y nerviosismo. Aquellos que tradicionalmente habían controlado el país no se iban a rendir y soltar las riendas. Una peligrosa coexistencia entre el miedo a la muerte y la promesa de una vida mejor, que vendría de la mano de una verdadera democracia.

Por supuesto, esa difícil coexistencia terminó el 11 de septiembre de 1973, cuando las fuerzas armadas chilenas dieron un golpe militar, instalando la dictadura cruel de Augusto Pinochet, que duró diecisiete años.

En su tercer intento contendiendo para la presidencia de México, AMLO logró el 1 de diciembre de 2018, tomar posesión como nuevo presidente. Cortesía: Rodrigo Jardon

El recién pasado sábado primero de diciembre, Andrés  Manuel López Obrador (AMLO) fue juramentado como el nuevo presidente de México, reemplazando al casi universalmente criticado gobierno de Enrique Peña Nieto.

Fue su tercera intentona por conseguir la presidencia. Esta vez, en 2018, recibió cerca del 60% de los votos. Su partido de tendencia izquierdista (MORENA) pasó a controlar el nuevo gobierno.

Como sucediera en Chile en 1970, en el 2018 una gran mayoría del pueblo mexicano, históricamente marginado y explotado, hoy se atreven a soñar, a pensar que un mundo mejor es posible.

Con mi mujer, Azucena, (que es mexicana) observamos en televisión la ceremonia de toma del poder. Me sentí impactado por las similitudes que parecían surgir al comparar el nuevo gobierno de México con el gobierno de Salvador Allende… quién también había llegado al poder en su tercer intento.

Azucena, mucho más joven que yo, no vivió los excitantes años sesenta en Berkeley, ni los breves, bellos y eventualmente trágicos sucesos de los años de Allende y post-Allende en Chile. A ella no le tocó oler la esperanza.

Por eso, cuando López Obrador leía una impresionante lista de promesas para un México mejor (“Bajaremos los salarios de los de arriba y subiremos los salarios de los de abajo… El gobierno ya no será un comité al servicio de una minoría rapaz… ¡Terminaremos con la corrupción!”) Azucena mostraba un saludable escepticismo. Después de todo, México ha sufrido gobiernos corruptos por mas de 70 años.

Sin embargo, no se podía negar la atracción y el drama de la ceremonia en El Zócalo, la Plaza principal de la Ciudad de México, que antecedió a la ‘ceremonia oficial’ celebrada en el congreso mexicano. En El Zócalo, AMLO fue homenajeado en una ceremonia indigenista sin precedentes.

Algunas bellas imágenes fueron sembradas por todo el mundo, tal vez el comienzo del cumplimiento de otra de sus promesas: el colocar a las grandes minorías indígenas de México al frente de su campaña de erradicación de injusticias históricas. Así, representantes de algunos de los casi 68 grupos indígenas mexicanos ocuparon el centro del solemne escenario.

Tal vez el momento más conmovedor ocurrió cuando López Obrador, mientras era purificado con incienso por un conmovido líder indígena arrodillado frente a él, también se arrodilló, colocándose al mismo nivel, ojo con ojo. Una clara señal de respeto.

¿Qué pasará con AMLO y su nuevo gobierno? ¿Logrará cumplir sus muchas promesas?  ¿Tal vez los EEUU, como ha sido tradicional, intervendrá e impedirá los cambios que México requiere?

México es un maravilloso país, que históricamente ha otorgado asilo a gente que procede de todo el mundo. ¿Acaso el nuevo gobierno mexicano tratará con valentía y respeto a los refugiados de hoy, aquellos que provienen de Centroamérica? ¿Acaso el respeto mostrado a los pueblos indígenas en la ceremonia del Zócalo se transformará en una realidad tangible?

¿Acaso el olor a esperanza que llena hoy el aire de México se hará una realidad tangible?

Ojalá así sea.