Vi el encabezado de las noticias y me cimbraron. Aunque la pena que me invadió ese primer día fue profunda, la ira y la frustración de la cobertura de la semana siguiente fueron abrumadoras. 

“No fue un ataque racista, lo dijo el asesino”, “Se dedicaba a una profesión peligrosa en el barrio rojo…”, “Estaba al borde del colapso”.

Cada nuevo comentario arroja una olla hirviente de ignorancia y amenaza con escaldar mi ya cruda y herida disposición. Al estar inmerso en las páginas de la historia asiático-estadounidenses el poco conocimiento de la violencia contra los asiáticos en este país siempre me golpea con fuerza. Uno de los mayores triunfos del espíritu de la supremacía blanca es la falta de impacto de las historias de los pueblos negros, indígenas, latinos, asiáticos y de las islas del Pacífico.

¿Cuántos barrios chinos han sido borrados del mapa, quemados por el fuego de los sentimientos nacionalistas? ¿Sabe la gente los nombres de los 18 inmigrantes chinos que fueron torturados y colgados en Los Ángeles en 1871? Tal vez la encarcelación de japoneses estadounidenses en 1942-45 sea ahora más conocida, pero ¿qué hay del bombardeo a las granjas japonesas en el Valle del Río Salado de Arizona en 1934? ¿O los disturbios antifilipinos de 1930 en Watsonville? ¿Cuántas personas recuerdan el tiroteo en una escuela de Stockton en 1989 que dejó cinco niños muertos en una comunidad del sudeste asiático? ¿Cuántas veces hay que invocar el nombre de Vincent Chin para que su historia sea recordada por el pueblo estadounidense?

Cientos se reunieron en la plaza Portsmouth de Chinatown el 20 de marzo, para mostrar su apoyo tras la reciente ola de violencia contra miembros de la comunidad AAPI. Los participantes pintaron obras de arte evocando la justicia y escribieron mensajes de solidaridad para la comunidad AAPI. Photo: Benjamin Fanjoy

El desconocimiento de las historias de lucha de los asiático-estadounidenses y de los agravios en su contra fomenta un contexto en el que la violencia actual sorprende a muchos, o les lleva a dejarla de lado como una aberración esporádica en lugar de un problema sistemático. La imagen del éxito de los inmigrantes asiáticos, utilizada como instrumento para justificar la discriminación, deja de lado estas realidades. Esta situación excluye las luchas y los temores vigentes de estas comunidades. Sólo en momentos de crisis se ven breves instantes de reconocimiento antes de volver a caer en el olvido.

Las declaraciones que llevan mi paciencia al límite no sólo provienen de personas ajenas a esta comunidad, aunque la detesto, también me he habituado a esperar la ignorancia de los comunicadores blancos de la prensa nacional. Además, los mensajes y las opiniones de los activistas de las redes sociales y de los autoproclamados defensores de la comunidad asiático-estadounidense están basados en la falta de conocimiento de esos ‘informadores’.

Piden que se ponga fin al silencio asiático-estadounidense, como si no hubiera habido un siglo de movimientos activistas y radicales miembros de esta comunidad exigiendo justicia y equidad. Piden más policías, castigos y procesos más duros, como si no hubiéramos pasado el último año exigiendo el fin de la injusta labor policial que trata de forma excesivamente brutal a los negros y morenos. Tales demandas son miopes y conducen a un enfrentamiento y a una enajenación que deja de lado los lazos de los movimientos de solidaridad interétnica.

¿Por dónde se puede comenzar en medio de todas las turbulencias? Hace apenas seis meses, en septiembre de 2020, 164 congresistas, todos ellos republicanos, votaron en contra de un proyecto de ley que condenaba la violencia antiasiática. Y esto después de años de un discurso presidencial alienando y convirtiendo a Asia en el chivo expiatorio de los males estadounidenses, desde la economía hasta la pandemia. Con el cambio radical en el gobierno, esperaría poder obtener algo mejor de Washington, pero no sé si realmente sea posible. ¿No se suponía que este cambio de liderazgo también dejaría de meter a los niños en jaulas?

Las declaraciones que llevan mi paciencia al límite no sólo provienen de personas ajenas a esta comunidad, aunque la detesto, también me he habituado a esperar la ignorancia de los comunicadores blancos de la prensa nacional.

En estos momentos de desesperación es cuando me pregunto cómo el análisis del pasado, mi propia profesión, pueden ayudar en el presente si la sociedad no recuerda. Pero también encuentro valor y corazón en ese mismo pasado. Pienso en la fuerza de Yuri Kochiyama cuando caminaba con Malcom X y en su dedicación a la justicia y los derechos humanos. Recuerdo los escritos de Grace Lee Boggs y James Boggs, entretejidos en todo momento con el espíritu de la revolución. Recuerdo las solidaridades de Larry Itliong, César Chávez y Dolores Huerta cuando exigían el fin de la explotación de los trabajadores agrícolas. Recuerdo estas cosas y me lleno de esperanza. Recientemente, California promulgó un requisito de estudios étnicos para todos los estudiantes de la CSU. Cada año, una nueva cohorte de estudiantes se encontrará con estas historias y quizás se decidan por hacer del mundo un lugar mejor que el que encontraron.

A pesar del dolor y la rabia, y de los momentos en los que me siento impotente e ignorado, siempre recuerdo que hay trabajo que hacer. Me tomo un momento para llorar, para desahogarme, para reorganizarme, y luego para levantarme de nuevo, empujado por las cuerdas de la solidaridad que se tejen con los hilos de numerosas coaliciones. Siento la fuerza de estos lazos y espero que, al tender mi propia cuerda, pueda compartir el peso. Bernice Johnson Regan advirtió que el trabajo en coalición para cambiar el mundo es duro, exigente y peligroso. Pero también dijo que era preciso recordar que es nuestro mundo. Así que pongámonos a cambiarlo.