Solo ayer, el mundo entero se preocupaba por un virus. Uno llamado COVID 19, alias Coronavirus. Casi todas las noticias publicadas en la prensa, discutidas en televisión y radio, o compartidas en los diversos medios sociales, estaban enfocadas en esa enfermedad. Un contagioso mal físico que sigue arrasando con nuestras vidas.

Carlos Barón

Hace dos semanas, el titular de mi última columna incluía la palabra “respiro”, relacionada con “pausa”. Con todo el mundo en cuarentena, aquellos que pudieran hacerlo recibían un útil momento para pausar, algo traído por la pandemia. El respiro permitiría que se pudiera pensar acerca de nuestras alternativas y prioridades, mientras nos preparábamos para lo que ha dado en llamar “la nueva realidad”. (Por supuesto, tenemos que decir que otros nunca pausaron. La pobreza no lo permite. Así, su nueva realidad de seguro será igual —o peor— a la vieja).

Eso fue ayer. De pronto, vertiginosamente, el enfoque ha cambiado. Un virus social, viejo y maligno, ocupa el centro del escenario: el racismo. Esta semana, la palabra “respirar” en un titular es una referencia con una urgencia mayor. Se refiere al angustioso llamado de auxilio hecho por un hombre negro, George Floyd, al pedir ayuda pues su vida era extinguida por un policía blanco de Minneapolis pues el “agente de paz” apretaba con su rodilla la garganta de Floyd. Hasta que éste falleció. Sin razón.

“¡No puedo respirar! ¡No puedo respirar! ¡Mamá! ¡No puedo respirar!”. Esas fueron algunas de las últimas palabras que George Floyd pudo decir, antes de exhalar su último respiro. Hoy día, esas palabras resuenan por todos los EEUU. Y por todo el mundo. Como ya pasó varias veces antes, mucha gente las repite en voz alta, las gritan en las calles, las pintan en los muros y las escriben en poemas. Se hacen canciones con ellas. “¡No puedo respirar!” se ha transformado en “¡No podemos respirar!”

Ahora, no solo se refieren a la rodilla de un hombre aplastando el cuello de otro: es la rodilla del racismo, que aplasta a una nación entera. Que impide su sanación. Que ataca y culpa a los sanadores y sanadoras. Mucha gente de los EEUU se sienten olvidados, asustados, divididos, engañados, confundidos, explotados, brutalizados. El país parece estar abandonado por sus líderes.

Un manifestante sostiene un letrero con la imagen de George Floyd y la frase “No puedo respirar”, el 3 de junio de 2020 en San Francisco. Foto: Benjamin Fanjoy

Pero un viento justiciero pareciera levantarse por toda la nación. Tal vez anuncian el despertar, después de un largo y tóxico estupor. En 50 estados de la nación revientan las protestas.

En tiempos como éstos, tanto un escritor de un periódico comunitario, un trabajador indocumentado, un estudiante de secundaria, una profesora universitaria, un doctor, un modesto jornalero, o un músico desempleado, de seguro hemos de sentir una gran urgencia. La urgencia de hablar, de gritar, de marchar, de luchar en contra de lo establecido, de expresar nuestras verdades, verdades que cuesta decirlas, pero que se sienten en el pecho como volcanes a punto de explotar. Una especie de viento que limpie la fea basura dejada por un sistema que presume de ser el mejor de todos, a sabiendas de que están vendiendo chatarra.

Y queremos tener éxito, tener la mente clara, queremos inspirar. Motivar, alentar. Queremos ser fuertes, pero también amorosos, pues uno de los sentimientos esenciales alimentando el fuego que se ha encendido, es un sentimiento de amor. Pareciera, ¡al fin!, ese tipo de amor que los que somos más viejos y viejas sentimos cuando marchábamos en los años sesenta, cuando oíamos canciones como la que cantaba el grupo The Youngbloods (Sangre Joven): “¡Vamos gente, ahora! ¡Sonrían al hermano! ¡Gente toda, únanse! ¡Traten de amarse, ahora! ¡Ahora! ¡Ahora!”.

Al planear lo que escribí, deseaba reflejar en mis palabras todo lo se lee arriba. ¡Quería inspirar! Y entonces ví a gente muy joven actuando como organizadores sorprendentes y capaces. También ví a gente con más edad que se les unían felices, aceptando esos nuevos líderes.

De pronto, surgieron marchas multitudinarias, con gente dispuesta a arriesgar sus cuerpos, desafiando no solo la bien entrenada brutalidad de las fuerzas policiales de todo el país, sino también sus propias dudas y temores. Personas de diversas razas e historias marchaban por las calles de los EEUU, enarbolando como bandera común la esperanza compartida por un mejor país.

¡Esas masas humanas ya estaban inspiradas! Tal vez inspiradas por una cita de Martin Lutero King: “El opresor nunca dará la libertad voluntariamente. ¡El oprimido tiene que arrebatársela!” O tal vez inspiradas por un durísimo video, que millones pudieron ver, captado por Darnella Frazier, una muchacha negra de 17 años, que se mantuvo firme mientras filmaba el horrible final de la vida de George Floyd. Con sus labios apretados, ella logró calmar su mano y su corazón. Así, Darnella se hizo la testigo de todos y todas.

El 2 de junio, su abogado, Seth Cobin, declaró al Daily News de Nueva York. “Ella hizo lo correcto (y) se dió cuenta y dijo “¡Tengo que hacer algo, tengo que mantenerme en pie!”, y así cambió la historia. Creo que Darnella es la Rosa Parks de su generación”. Para para ella no fué fácil mantenerse de pie. Para Rosa Parks no fue fácil mantenerse sentada. Ambas mujeres inspiran y motivan. Ayer y hoy.

O tal vez nos ha de inspirar el liderazgo mostrado por los estudiantes de la Escuela Secundaria Mission High, en San Francisco que —hace una semana— lograron organizar una exitosa y bulliciosa manifestación de más de 16 mil participantes. Así, señalaban al  mundo de que habían llegado, que se nos unían, que nos pueden liderar.

Hasta que todos y todas podamos respirar libremente, inspirémosnos mutuamente. Es una dura lucha en contra una dura realidad.