El albergue para inmigrantes Pro Amore Dei se llena de entusiasmo ante la celebración del Domingo de Resurrección: el barullo incesante de niños jugando, el llanto de los bebés, las decenas de conversaciones y la comida que se prepara para los aproximadamente cien habitantes del albergue, resuenan a lo largo de toda la manzana. Situado en lo más profundo de uno de los barrios obreros de Tijuana, Pro Amore Dei es uno de entre docenas de refugios para inmigrantes que hay en el extenso paisaje de la ciudad fronteriza.

En el interior del refugio, Sandra me dice: «Pa’ tras no puedo ir» mientras mece a su hija de dos años en su regazo. Sandra es una más de cientos de migrantes capturados en la última semana por los agentes de la Patrulla Fronteriza, que intentaban cruzar clandestinamente hacia los EEUU por el Valle del Río Grande, muy al este de Tijuana. Desde mediados de marzo hay aproximadamente un centenar de candidatos al asilo, todos ellos detenidos por la Patrulla Fronteriza, trasladados en avión de Texas a San Diego y posteriormente a Tijuana, sin que se les dijera a dónde se les llevaba. Pro Amore Dei ha acogido recientemente a 35 de esos migrantes deportados.

Migrantes varados en el puerto de ingreso en Tijuana, viven en un campamento de tiendas de campaña improvisado ubicado justo al sur del muro fronterizo, mientras esperan migrar a los EEUU. . Photo: Benjamin Fanjoy

En los últimos dos meses, los medios de comunicación han estado saturados de informes de una nueva crisis en la frontera, su atención está enfocada en los miles de menores no acompañados que se encuentran en los centros de detención de los EEUU. Por tal razón, se ha dado menor atención a los miles de migrantes que actualmente residen en campamentos y refugios en las ciudades fronterizas de México. 

Muchos de estos migrantes, que huyen de una violencia sin precedentes y de la inseguridad económica en Centroamérica, están esperando una señal del gobierno de Biden para que sus solicitudes de asilo sean atendidas en los tribunales estadounidenses. Pero otros están tomando una decisión más arriesgada, cruzan sin autorización, con la esperanza de que no los atrapen o de que sus solicitudes de asilo sean tomadas en serio por los agentes. La mayoría de los que intentan este viaje no son tan afortunados, pero como Sandra, mantienen la esperanza.

Sandra es de Apopa, un barrio de la capital salvadoreña con un alto índice de asesinatos derivados de la rivalidad territorial entre cinco pandillas o maras. Al igual que otros miles de centroamericanos —la mayoría de Honduras, El Salvador y Guatemala—, Sandra y su familia se han visto amenazados por estas pandillas asociadas al narcotráfico. Explica que, de regresar a El Salvador, se llevarían a su hijo y lo matarían. Además, desde que salió de su país ha tenido que enviar dinero a miembros de las pandillas para evitar que maten a los miembros de su familia que se quedaron. De no pagar, matarán a un integrante de la familia cada vez. Este pago se conoce localmente como ‘impuesto de guerra’: el precio de que te perdonen la vida mientras vives en una zona de guerra.

Migrantes varados en el puerto de ingreso en Tijuana, viven en un campamento de tiendas de campaña improvisado ubicado justo al sur del muro fronterizo, mientras esperan migrar a los EEUU. . Photo: Benjamin Fanjoy

En su desesperación, Sandra intentó cruzar hacia los EEUU con la ayuda de un coyote cerca de Reynosa, Tamaulipas. Esperaba reunirse con una prima que vive en Boston. Incluso después de ser capturada, de que le quitaran sus pertenencias y de que la metieran en un frío centro de detención, esperaba que su caso de asilo fuera escuchado. 

Los agentes del centro de detención mantuvieron viva su esperanza, diciéndole a ella y a los demás que serían liberados y se reunirían con sus familias en los EEUU. Tras dos días de detención, Sandra y un centenar de personas fueron subidas a un avión sin saber que volverían a México. A pesar de la gravedad de su situación, ella nunca tuvo la oportunidad de exponer su caso ante un oficial de migración. 

Cuando pregunté a un funcionario que trabaja en un refugio financiado por la Organización Internacional para las Migraciones por qué los EEUU enviaba a las personas capturadas en Texas hasta Tijuana, me respondió: «quién sabe, probablemente para torturarlas». Ser deportado a Tijuana, una ciudad por la que la mayoría de los migrantes, que actualmente intentan cruzar, ni siquiera han pasado, es absolutamente desorientador. Muchos están siendo llevados a refugios como Pro Amore Dei, mientras que otros están terminando en un campamento de tiendas de campaña, cada vez más grande, que se instaló en febrero, cerca de uno de los puntos peatonales de entrada a los EEUU en Tijuana.

Independientemente de dónde acaben o de cómo hayan llegado allí, los migrantes en Tijuana viven una situación muy precaria. Muchos temen que las pandillas de las que intentan huir puedan alcanzarlos. Algunos se han visto sometidos a la violencia de las organizaciones locales de narcotraficantes, que han librado sus propias batallas por el control territorial, lo que ha hecho que esta ciudad mexicana fronteriza tenga el desafortunado honor de ser designada la ciudad más violenta del mundo durante dos años consecutivos.

La esperanza que alimentó el viaje de Sandra y el de otros cientos de migrantes en los últimos meses se basó en la creencia de que la administración de Biden eliminaría las duras medidas de Trump sobre el sistema de inmigración. Lamentablemente, ahora conocen de primera mano la falta de voluntad que ha definido la agenda migratoria del actual presidente. Aunque anunció planes para poner fin al programa de Protocolos de Protección de Migrantes (MPP) de la era Trump, que obligó a miles de solicitantes de asilo a esperar sus procedimientos judiciales en México, el mandatario no ha eliminado el arma menos conocida de la administración anterior contra el asilo: el artículo 42.  

Este artículo, emitido por los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades a raíz de la COVID-19, permite a los agentes fronterizos expulsar inmediatamente a los migrantes y a los solicitantes de asilo que intentan cruzar hacia los EEUU tan pronto como los encuentran, eliminando así el proceso tradicional y la posibilidad de presentar solicitudes de asilo. 

Aparentemente dirigido a la lucha contra la propagación del COVID-19, el Artículo 42 reforzó dramáticamente la represión del sistema de asilo por parte de la Administración Trump. Sandra y los cien migrantes que son trasladados a Tijuana cada día están siendo deportados bajo este artículo. Aunque los grupos de defensa legal lo han impugnado y varios líderes de la salud pública han argumentado que la medida tiene poco impacto en la progresión de la pandemia por el COVID-19, la administración de Biden no ha ofrecido ningún plan para eliminarlo. 

A pesar de que las probabilidades están en su contra, migrantes como Sandra dicen que no tienen más alternativa que mantener la esperanza y seguir adelante. Mientras tanto, siguen encontrando formas de rehacer sus vidas y nuevas relaciones en medio de su presente incierto. Incluso mientras escuchan los desgarradores detalles de las circunstancias de las que huyen, se pueden vislumbrar destellos de alegría y risas como los que presencié este Domingo de Resurrección.

Carlos Martínez, MPH es candidato a doctor en el programa adjunto de Antropología Médica de la UC San Francisco y la UC Berkeley, y actualmente está realizando un trabajo de campo etnográfico en Tijuana.