“¿Quieres hacer teatro? ¡Pero si eso es para maricas y pobretones!”

Desde chico, escuché esa frase. Un repetido y prejuicioso mantra que oíamos quienes expresáramos interés por dedicarnos al arte escénico. Incluso en las secundarias más ‘progresistas’, a quienes nos inclinamos por los estudios humanistas se nos presentaban dos claras alternativas: primero, la abogacía. En segundo plano, la docencia. O abogado, o profesor. ¡Y se acabó!

Las artes no eran una alternativa apoyada por las familias. Tanto en Chile (donde estudié mi secundaria), como en los EEUU. En ambos países, soñar con el teatro era una especie de traición para la familia del futuro actor, algo que se había de evitar a toda costa. 

“¡Todo el esfuerzo que hicimos para que fueras a la universidad y ahora quieres dedicarte al teatro!” 

Mala fama tiene la profesión de dramaturgo. Acobardado, no me atreví a enfrentar a mi padre, ni a los prejuicios predominantes. De hecho, mi hermana Margarita se atrevió a ser actriz antes que yo. Una valiente. Sin embargo, cuando llegué  a estudiar (con una beca deportiva) a la Universidad de California, en Berkeley, logré alzar mi voz y comencé, tímidamente, a estudiar teatro. Era el año 1966.

Carlos Barón y Rick Halpern en El rehén, obra teatral presentada en el Berkeley Repertory Theater, 1968.

Otro actor chileno fue una gran inspiración en mi decisión de estudiar teatro. Se llamaba Tomás Vidiella. Hoy me llegó la noticia de su muerte, víctima del COVID19. Vidiella tenía 83 años, pero estaba lleno de vida, ensayando nuevas obras, siempre ocurrente. Siempre vigente. Pero así es ese maldito virus: sorprendentemente maligno.

Tomás Vidiella fue un gran actor. Aunque poco lo viera, su trabajo me marcó fuertemente. La primera vez que lo ví actuar, era parte del elenco de El Rehén, una obra montada por el Instituto de Teatro de la Universidad de Chile. Yo estaba de paso en el país, de vacaciones. Aún no había declarado oficialmente que el teatro era mi norte. Era el año 1967.

Porque Tomás Vidiella era un torbellino de exuberante energía. Un sol de mediodía.

El personaje que hacía Vidiella era un prostituto gay en un burdel irlandés. En la ‘vida real’, Tomás Vidiella era gay. Abierta y alegremente gay, aunque tal vez eso de ‘alegremente’ no sea muy cierto, de seguro no lo pasó muy bien en un país que sigue siendo tóxicamente machista y patriarcal.

Sin embargo, en el teatro, derrochaba una fuerza innegable, positiva y atrayente. En esa obra que vi, cada vez que él entraba a escena, casi opacaba al resto del elenco, gente toda con mucha experiencia y talento. Porque Tomás Vidiella era un torbellino de exuberante energía. Un sol de mediodía. Esa noche del 1967 salí deslumbrado. Sonriente. ¡Así se actuaba! 

Carlos Barón, como ‘Tiny Alice’. En la puesta en escena de El rehén, en el Berkeley Repertory Theater, 1968

Al volver a Berkeley, el destino quiso que —en 1968— un reciente teatro, el hoy nacionalmente famoso Berkeley Repertory Theater, montara esa misma obra, El Rehén. ¡Y mi profesor de actuación, Jean Bernard Bucky, iba a dirigirla! 

Le dije a ‘Bernie’ Bucky que quería probarme para uno de los papeles, ¿tal vez uno de los prostitutos gay del burdel? Me respondió: “Pero, Carlos, no tienes acento irlandés”. Aunque pensé que a varios de los otros actores les costaba hacer ese acento, solo le respondí, inspirado: “¿Y si hago que el personaje sea mudo?”.

Aceptó que lo intentara. Comencé a armar el personaje, con el recuerdo de la energía de Tomás Vidiella fresca en mi memoria. Aprendí a tejer con palillos, memoricé varias palabras y frases en el lenguaje de señas, ayudé a diseñar un vestuario de brillantes colores y apretados pantalones, usé un maquillaje muy atrayente. En otras palabras, “me solté las trenzas” actoriles. Como era un atleta de apenas 22 años, grandote y musculoso, el contraste funcionó muy bien.

Sin embargo, más que lo externo, lo que me motivó fue el recuerdo de esa exuberante y —para mí— valiente energía de Vidiella. Acordarme de eso y atreverme a explorar las complejidades del papel, con cariño y respeto, fue la clave del éxito que tuvo mi interpretación. 

Desde ahí, la palabra ‘atreverse’ ha sido clave en mi trabajo actoral y para las clases de actuación que enseñé por más de 25 años. Atreverse a ser heroico, ‘sexy’, malo, ¡lo que fuera! El teatro no es para cobardes.

Sorpresivamente, al día siguiente del debut de El rehén, me llamó el jefe del Departamento de Teatro de la Universidad de UC Berkeley, quien junto a un par de profesores, había visto la presentación. ¡Les gustó mi trabajo y me ofrecieron una beca para hacer un postgrado en teatro! 

Los actores Carlos Barón y Tomás Vidiella. Viña del Mar, Chile, 2019.Photo: René Castro

Para entonces, mi beca deportiva había terminado y no sabía lo que haría con mi futuro. Ese papel me ayudó a decidirlo. A atreverme, por así decirlo, “a salir del closet” y declararme actor. Cuando lo hice, aunque me temblaran las piernas, me sentí feliz.

En marzo del 2019, de paso por Chile, fuí de nuevo al teatro a ver a Tomás Vidiella. Era una obra divertidísima, llamada Viejos de mierda. Al salir del teatro, esperé a Tomás Vidiella y al fin pude decirle la gran estima que sentía por su trabajo y cómo le admiraba. Fue muy gentil, aceptó tomarse una foto conmigo y nos despedimos. Fue la última vez que lo ví.

En sitios donde el machismo sigue vigente, los más valiosos y valientes ejemplos de lo que tradicionalmente se llama ‘hombría’, pueden ser entregados por personas que desafían los estereotipos. Así fue el ejemplo que recibí de parte de Tomás Vidiella. 

Aceptar y celebrar lo que somos es clave para nuestra salud mental y nuestro éxito en la vida.

Como dice el lema: “El amor es amor”.