Hace cinco años que me jubilé como profesor de la Universidad Estatal de San Francisco e ingresé al recinto de este querido periódico comunitario y me ofrecí para escribir esta columna.

Todos esos años trabajando en el maravilloso y protegido mundo universitario me habían enseñado mucho. Ahora, quería compartir los frutos ahí cosechados con ‘el mundo exterior’.

No estaba seguro si mi oferta sería aceptada, aunque tenía la esperanza de que lo fuera. Tenía una buena historia con El Tecolote y pensaba que mis reflexiones bimensuales calzarían bien en el periódico.

Ya no estaba enseñando y por ende había perdido una cantidad aproximada de cien estudiantes cada semestre. Mi ‘audiencia cautiva’. Así las cosas, una pregunta predominaba en mi mente: “¿A quién llegaría con mis genialidades?” Por si acaso, bromeo. Un poco.

La verdad es que necesitaba una constante comunicación creativa. Esta columna era una respuesta. Para mi suerte, fui recibido con los brazos abiertos.

Lo único que pedí del periódico fue regularidad para mis escritos y libertad de expresión. Es decir, yo deseaba proponer el contenido de las columnas. ¡Me otorgaron ese gran privilegio!

Carlos Barón y sus limones. Photo: Diana Azucena Hernandez Franco

Con el Editor en Jefe (un título que impresiona), establecimos una simple fórmula: yo propongo un tema, lo discutimos un poco, conversamos acerca de imágenes acompañantes y acordamos una fecha de entrega. Hasta ahora, la cosa ha funcionado bien.

Tal vez el mayor desafío en la creación de esta columna, es la elección de algo que me inspire.

No es fácil encontrar cada dos semanas un tema que entusiasme. Admiro sinceramente a las personas que pueden escribir fluida, rápida e inteligentemente, con más regularidad que yo.

En los últimos días estuve pegado en neutro. Indeciso acerca del tema al que añadiría mis palabras. ¡Tantos temas urgentes! Entre ellos, la supresión de los votantes por parte de los republicanos; la promoción de la supremacía blanca; el desastre de la política migratoria en este país; la guerra contra el pueblo palestino; la necesaria distinción entre judaísmo y sionismo; el COVID-19 y sus incertidumbres, o el rebrote de la violencia anti asiática. Entre otros temas. ¿Por dónde empezar?

Y de pronto, ¡otro asesinato masivo! Esta vez en San José, California. Nueve víctimas mortales de alguien que ejercía su cuasi sagrado derecho a portar armas. ¿Tal vez el asesino quiso hacer un macabro exorcismo de sus xenófobos? Como inmigrante europeo blanco, ¿acaso temía ser reemplazado por hordas invasoras multiétnicas?

Mi columna sufría una especie de ‘superabundancia’ de posibilidades. ¿Qué hacer? El fantasma de la incertidumbre roía mi cerebro.

Como a veces sucede, el destino intervino: ayer, aún hipnotizado por la pantalla vacía del computador, alguien tocó la puerta. Al abrirla, una joven mujer china me sonreía. Era nuestra vecina, cargando una gran bolsa de limones.

Hace un par de meses, cuando había mirado hacia el patio vecino desde mi ventana, vi como ella y su marido recogían una gran cantidad de limones de su generoso árbol. Cuando vieron que les observaba, les hice un gesto aprobatorio con mi dedo pulgar. Creo que lo tomaron como una señal (¿tal vez lo fué?) y ese día fue el primer día para recibir limones.

Con estos vecinos nos comunicamos con muchos gestos. Su inglés está creciendo, de a poco. Muchas sonrisas y gestos afirmativos, pero pocas frases largas. Sus niños, de siete y cuatro años de edad, se manejan muy bien y —a veces— han servido de intérpretes.

Ayer conversé un poco más con la mujer de los limones. Me contó que estaba próximo el cumpleaños de su hija. Hice un apunte mental: les llevaría un regalo. Era mi turno de golpear a su puerta.

Un par de horas más tarde, aún indeciso respecto a lo que escribiría, de nuevo sonó la puerta. Al abrirla, ahí estaba el marido de la vecina. También lucía una gran sonrisa y cargaba ¡dos grandes bolsas de limones! “¡Para usted! ¡Limones!”, me dijo. En un principio, enmudecí. ¿Por qué este asalto limonero? Claro, los acepté, muy sonriente. Además, balbuceé una frase que aprendí años atrás, cuando recién llegué a este país: “Si la vida te da limones…” “Yes, yes!”, me interrumpió el vecino, con entusiasmo: “¡Limones!”. Y se fue corriendo a su casa.

Aún parado en el umbral de mi puerta con las dos grandes bolsas de limones, otros vecinos, esta vez filipinos, llegaban a su casa. Hemos sido vecinos por un tiempo más largo. Ellos habían observado la despedida de ‘León’ (el vecino chino) y aproveché para hacerle señas a Jeanette, mi vecina filipina. “¡Ven!” le dije, en voz baja, pues no quería ofender a León si regalaba algunos de sus limones. “¿Te gustan los limones?” ¡Por supuesto ! Y así, Jeanette, agradecida y sonriente, se llevó una de las dos grandes bolsas de limones a su casa.

“Si la vida te da limones…¡haz limonada!”.

Tal vez León y su mujer aún no hablen un inglés fluido y no capten el significado de ese dicho acerca de limones y limonada. Sin embargo, no hay dudas al respecto de la gran carga de bondad que esa simple pero profunda conexión vecinal con olor a limón nos regaló a todos los que interactuamos en esos cortos minutos.

Y, para broche de oro, esta columna finalmente se escribió.