“Llegas al jardín Ramón López Velarde [ubicado frente al Centro Médico Siglo XXI en al ciudad de México] cuando te topes con unas narices rojas, nos habrás encontrado, nosotros somos los payasos de Risaterapia”.

Fue la única pista que me dio la Dra. Iyari Nori, directora ejecutiva de ‘Risaterapia’,  una asociación civil mexicana conformada hace 10 años. Sus más de 600 voluntarios activos de diversas profesiones, colaboran con la asociación en sus tiempos libres para  brindar estímulo anímico a las personas enfermas o en desgracia a través de la risa.

Y sí, fue fácil dar con ellos. Llegué en el momento justo en que transformaban sus caras de civiles en doctores de la risa. Las pestañas kilométricas, los zapatos de colores, las mejillas coloradas. Una vez maquillados, se toman de las manos, hacen un círculo y se limpian de todas las “malas vibras” para entrar con el “alma limpia” al hospital.

Esta vez visitarán el área de pediatría del Centro Médico Nacional 20 de noviembre. Con la sonrisa tatuada en el rostro ingresamos al hospital. Únicamente me han pedido un favor, que si lo que veo es dramático y me dan ganas de llorar, por favor me retire, ya que el mostrar angustia va en contra de la filosofía de Risaterapia. Ante la solicitud me encojo de hombros , afirmo con la cabeza y entramos primero a la zona de niños con cáncer.

Los pequeños de este área tienen las defensas tan bajas que debemos usar cubrebocas. Algunos de ellos han salido de una sesión de quimioterapia y sus cuerpos están débiles, pero habría que estar allí para ver los rostros de los infantes cómo se iluminan cuando en vez de ver a una enfermera con aguja en la mano, ven un enorme sombrero de colores aproximarse. Empieza la diversión. Llueven risas, sonidos de silbatos y las versiones remasterizadas de “por qué la gallina cruzó la calle”.

La visita a esta zona es breve. Continuamos con los niños que padecen hidrocefalía, una enfermedad cuya característica principal es la acumulación excesiva de líquido en el cerebro.

Desde una cama al fondo de la habitación un niño observa con curiosidad mi cámara. Se llama Juan, viene de un pueblo de la periferia del DF. En unas horas ingresará al quirófano. Lamentablemente el único tratamiento de la hidrocefalia es quirúrgico. Juan le ha pedido al padre que lo ayude a incorporarse, me posa para la foto y luego con un hilo de voz dice: “perdóname, me pesa mucho la cabeza y me duele, quiero acostarme, me mareo.”

El padre lo ayuda y yo siento en la garganta el clarísimo anuncio de un dolor que crecerá vertiginosamente sobre mi pecho y estallará tarde o temprano en mi ojos. Me contengo, recuerdo la solicitud que me han hecho antes de llegar al hospital. Doy media vuelta y busco a otros miembros de Risaterapia.

Todas las historias son dolorosas, todas son dramáticas y todas duelen. Observo el gran esfuerzo que hacen los  doctores de la risa para lograr abstraer a los padres y pacientes del estado de angustia en que se encuentran. Hacer reír a un padre y a un hijo en desgracia no es cosa fácil.

Una de las últimas camas que visitamos es la de una pequeña cuyo nombre intencionalmente he olvidado, pero aquella mirada tierna y esperanzadora no me ha dejado, ni siquiera ahora un año después de la visita y que con gran esfuerzo me siento a escribir la historia.

La niña de un año de edad había sido ingresada una semana antes por golpes que le había propinado el padrastro. Nos informan las enfermeras del hospital que la paciente se encuentra restablecida. Le darán de alta, pero no regresará a casa. El DIF (sistema para el desarrollo integral de la familia) ha decidido retirarle la patria potestad a la madre e ingresar a la menor a una casa hogar.

Los rostros sonrientes se distorsionan, por instantes la imagen se congela y es el bello rostro de la chiquita quien nos saca a todos de nuestro estupor.  Los médicos se acercan a la pequeña, la besan, le piden les devuelva los besos, la abrazan y se despiden solo para sus adentros.

No puedo más, bajo la cámara y salgo de la sala. Uno a uno van saliendo y acompañándome en la entrada del hospital, nadie dice nada. En silencio caminamos y nos detenemos en un costado del edificio de pediatría.

Los médico se despojan del atuendo de payasos. Ahora entraremos a lo que ellos llaman “la lavadora” un sistema terapéutico para “sacar las experiencias vividas dentro, dejarlas allí y continuar con la vida” .

Ya no me permiten tomar fotos y creo que tampoco quiero hacerlo.