Hailee Steinfield y Jeff Bridges en la nueva versión de True Grit.

No es lo mismo the Duke que the Dude, así que la nueva versión de True Grit debe ser vista con afán de olvido, o de lo contrario la imagen de John Wayne estorbará la apreciación de la más reciente película de los hermanos Coen; aunque no es éste el único incoveniente del remake.

True Grit es una historia original del estadounidense Charles Portis, un escritor contemporáneo quien, de acuerdo a recientes reseñas publicadas por The New York Times, parece ajeno a este tiempo: detesta la fama.

En 1969, Henry Hattaway dirigió una versión de la novela de Portis. John Wayne interpretó al agente de la ley Reuben “Rooster” J. Cogburn, papel que le valió el único Oscar de su carrera.  Aquel libreto, escrito por Marguerite Roberts, daba a Cogburn el rol central en la historia, algo que, es de suponerse, habría ocurrido aun de haberse escogido una adaptación distinta de la novela de Portis. Wayne, llanamente, forjó un ícono tras el parche del tuerto y alcoholizado “Rooster” Cogburn.    El duelo contra la banda completa de “Lucky” Ned Pepper, interpretado por Robert Duvall, es una escena que bastaría para ilustrar el indomable arrojo de los héroes del western clásico, quienes llegado el momento se entregan desarmados de cinismo a la batalla final, inspirados por una causa simple: justicia.

El libreto de los Coen es más apegado a la novela de Portis, así que el personaje central es Matti Ross, la adolescente que contrata a Cogburn para que atrape al asesino de su padre, tarea que los lanza a ambos y a un agente de los Rangers de Texas, LaBoeuf, en búsqueda del fugitivo Tom Chaney.  La nueva versión de True Grit ahonda en las consecuencias que esta aventura tiene en Matti Ross –quien tiene la voz narradora en la novela–; es una historia que intenta contar más sobre cómo los entornos nos transforman.

La obsesión de los Coen con las voces narrativas y los diálogos, su regusto por las entonaciones se adivinan entre los motivos para hacer esta segunda versión de True Grit.  Barry Pepper, quien interpreta al bandido “Lucky” Ned Pepper en el nuevo film, dice del trabajo de Portis: “Los diálogos en la novela son como poesía de vaqueros escrita por Shakespeare”.

A Joel y Ethan Coen es difícil reprocharles algo como cineastas.  El conjunto de su obra los hace venerables.  Han construido un estilo propio, fundado en el noir y la comedia negra, básicamente.  Son detallistas, y más de una vez, han demostrado maestría, algo que en el cine se ha definido como la capacidad de presentar imágenes que ningún otro había imaginado.

True Grit, formalmente, es puntillosa, casi libre de defectos.  Todo está al servicio de la historia.  Fotografía, escenarios, ambientaciones, vestuarios, en cada aspecto hay cuidado.  Las actuaciones son relevantes –Matt Damon se luce como el arrogante LaBouf;  Jeff Bridges crea un Cogburn propio, sin un gesto que recuerde a Wayne; y la película toda pertenece a la novata Hailee Steinfield, una espectacularmente testaruda, brillante y valiente Matti Ross-. Y, sin embargo, el producto final no satisface.  Hay algo, quizá la verbalización excesiva, que resta energía a la acción.

Era previsible que Bridges no tendría la misma verosimilitud a caballo que poseía John Wayne, apodado en la vida real como the Duke.  Pero que conste, Bridges –quien creó, de la mano de los Coen, en The Big Lebowski (1998), un personaje que se hizo ya también un clásico de la cinematografía, The Dude, y quien apenas este año levantó el Oscar como mejor actor por Crazy Hart– no es el mayor problema de la nueva version de True Grit.

Para los Coen éste es su segundo remake –en 2004 hicieron una nueva versión de The Ladykillers, originalmente puesta en pantalla por Alexander Mackendrick, en 1955–, y como les sucedió con aquella, protagonizada por Tom Hanks, tropiezan, se quedan cortos, si se les compara con la versión anterior.

Si bien el True Grit de Hattaway carece en su producción de las virtudes que realzan la película de los Coen –incluso Steven Spilberg aparece como productor ejecutivo en la versión de 2010– tiene aquella la honestidad de no pretenderse más que como entretenimiento, rala película de vaqueros, y esa simpleza brutal –¿cuál era, sino, la aflicción de Barton Fink?– es de cierto modo impedida por los amaneramientos de Joel y Ethan Coen, dos brillantes cineastas que esta vez, sin embargo, toparon en duelo con un rival más fuerte.

Si lo que quiere es una recomendación, sí, asómese y véala.