Teatro Callejero

Los habitantes de los hoteles SRO (hoteles de habitación individual) han dejado los dominios reducidos de sus cuartos para sentarse bajo el cálido sol, en los escalones y bancos que rodean la plaza BART de la Calle 16. Cerca de nosotros, el radio de un afrocubano sin hogar toca melodías de conga. Más lejos, otro radio derrama canciones pop y un grupo de jóvenes negras cerca del barandal irrumpen en un improvisado coro; sus voces melodiosas y sintonizadas. El hombre de las palomas con bigote de Mark Twain porta un paliacate con pájaros sentados sobre su cabeza y sus brazos sirven como perchas para los que comen de sus manos.

José Calderón y yo nos hemos estado reuniendo aquí para componer un guión. Más de una vez en las horas en que hablamos y sólo a veces escribimos, estalla un pleito en la plaza. Una vez, una mujer embarazada casi a término persiguió al padre de su cría por nacer por la plaza con un palo. En otra ocasión, una mujer cubana de tercera edad golpeó a otra después tras un intercambio de palabras. Ayer, dos hombres lucharon por un bastón al otro lado de la calle. Cuando los conflictos se intensifican hasta el punto de que pueden atraer la atención de la policía, los habituales de la plaza intervienen para calmar y separar. Son los mediadores de sus propios conflictos comunitarios. La ráfaga de adrenalina pasa y la plaza vuelve a su tranquila convivencia.

En su grave acento cubano, José desaprueba la última distracción: “El drama que involucra a la policía no es un drama bien hecho”. José y yo volvemos a nuestro guión, pero levantando de nuevo la vista y agitando la mano en dirección a la plaza dice: “Quiero hacer algo más que esto”.

José sigue siendo un soñador inmigrante, casi a los 68 años de edad.

Con los ojos

José Calderón, caminando por las calles 18 y Misión el 25 de junio de 2019. Foto: Adriana Camarena

José nació en un hospital en La Habana, Cuba, en 1951, y se crió en Las Yaguas, un barrio marginado en las afueras al sureste de la ciudad. “Nuestra puerta siempre estaba abierta para permitir que el aire corriera. Por la mañana, me paraba quieto en el marco de la puerta, esperando a que mi madre se volteara. Sabía que ella ya me había sentido, pero me haría esperar mientras se ocupaba en la cocina. Finalmente giraba y me miraba a los ojos para darme la señal. Solo una señal con sus ojos con que me daba permiso para salir. Así es como nos comunicamos: con los ojos”, dice José, dibujando una línea entre nuestros ojos.

Su educación fue formada por las tradiciones y estrictas etiquetas Yoruba. Durante los primeros años de su vida, perteneció a su madre. Después de cumplir nueve años, debía aprender de su padre. Fue durante este proceso de intercambio cuando se paraba en la puerta, anhelando seguir a su padre para saber a dónde iba y qué hacía con su día. Su madre lo detenía, el tiempo suficiente para que siempre perdiera a su padre de vista en su camino al trabajo. Su día entonces se convertía en el suyo.

Se hizo una caja de limpia zapatos y se convirtió en zapatero de los pobres con materiales que encontraba en el tiradero. Hace una pausa pensativo: “Más tarde supe que yo era lo que en los EEUU se llama un ‘empresario’.”

La pieza faltante del rompecabezas

El padre de José era un hombre callado, disciplinario, un bebedor a veces, pero uno que nunca vacilaba en cuidar de su familia. De vez en cuando, llegaba a casa con un regalo para su hijo mayor: un libro o un rompecabezas. La primera vez que el padre de José trajo un rompecabezas, colocaron una alfombra en el piso de tierra de su choza, y su padre se sentó y fumó en su silla, observando cómo José le daba sentido a las piezas. “Sentí que quería que me esforzara, así que completé el rompecabezas tan rápido como pude, pero faltaba una pieza, la pieza en el medio. Esperé mirando a mi padre, hasta que me dio la señal para hablar con sus ojos. ‘Padre, mira aquí, falta una pieza’. ‘Ah, sí, hijo mío, lo olvidé’, dijo, metiendo la mano en el bolsillo de su camisa, ‘Aquí está’”. Esto se convirtió en parte de la educación de José, y un juego que jugaban. Su padre se sentaba con él en silencio y recompensaba a su hijo con la última pieza del rompecabezas después de completar la tarea a pesar de su travesura.

Yo soy Cuba

José Calderón, de 68 años, en el Hotel Mission, en San Francisco, el 26 de junio de 2019, con una imagen de él mismo a los 11 años de la película ‘Yo soy Cuba’. Foto: Adriana Camarena

Uno de esos días en que José caminó por el pueblo de Las Yaguas rumbo al basurero, se encontró con una multitud de niños de la calle conmocionados. Un equipo de filmación había llegado e instalado sus relucientes camiones blancos y equipo a la salida del pueblo. “Eran actores rusos, vistiendo trajes”, describe José. Los niños formaron una fila y José se quedó allí durante horas. El director finalmente lo audicionó. Fue seleccionado como extra en la película, que pagaba $3 por día de filmación. Al ser uno de los niños mayores, también se le pidió que se asegurara que los niños más pequeños entendieran las instrucciones. Así es como José se convirtió en actor de una impresionante obra de arte cinematográfica: ‘Yo soy Cuba’.

Mikhail Kalatozov, el director, comenzó la producción de la película en 1962 con el director de fotografía Sergei Urusevsky. Juntos compusieron una obra de arte con tomas largas que parecían imposibles. La película fue encargada por los gobiernos soviético y cubano como propaganda para retratar a la Cuba pre-revolucionaria. Pero, lanzado en 1964, ‘Yo Soy Cuba’ no fue bien recibido por ninguna de las partes. Los soviéticos la consideraron demasiado artística y no lo suficientemente propagandista, mientras que los cubanos sintieron que la gente de la nación había sido plasmada con estereotipos.

En una escena al inicio la película, un estadounidense vividor arroja unos pocos dólares a la hermosa negra con quien se acostó. La dejamos sentada en vergüenza, cuando él comienza una salida sinuosa a través de Las Yaguas. Los niños de la calle comienzan a rastrearlo, suplicando: “Dinero, dinero, señor. “Dinero, dinero, señor, americano”. Es una de las tomas largas menos famosas de la película, pero el espectador es hechizado por los rostros de los habitantes pobres del barrio que comunican su desesperación, depresión, necesidad, dignidad y desprecio con ojos silenciosos y miradas fijas. Durante unos segundos de esa toma larga, se puede observar a José Calderón, actor infantil, extendiendo la mano y bajando la mirada para pedir dinero.

El reciclador y la Revolución

De grande, José supo que su padre había sido un reciclador en La Habana pre-revolucionaria. “Todos los días alquilaba una carreta de mano de reciclaje y hacía sus rondas buscando desechos. Depositaba sus hallazgos en dos talleres de reciclaje de propiedad de un par de hermanos. En esos tiempos en la ciudad, mi padre veía camiones de leche que chorreaban sangre de los cadáveres que llevaban dentro”, dice José, recordando las historias de su padre.

En diciembre de 1958, Fidel Castro estaba en su último ataque ofensivo, con tropas que avanzaban hacia Santa Clara y La Habana; las últimas ciudades sin caer. Los hermanos apartaron a José grande y le confesaron que lo habían utilizado para contrabandear armas en La Habana desde un taller de reciclaje al otro en su carreta. Las armas luego eran cargadas en un camión y llevadas a las colinas para armar a la guerrilla de Castro. Se les había informado a los hermanos que la policía iba a realizar una redada en los talleres y necesitaban sacar las armas. “José”, dijeron los hermanos, “tu vida estará en tus manos”. Las armas se cargaron en su carreta de reciclaje escondidas debajo de los escombros y le dieron $5 para su comida, para que se fuese a sentar todo el día en El Malecón y no regresar hasta que se le diera la señal de que la costa estaba libre. A las 4 de la tarde, llamó y fue autorizado a regresar.

El 1 de enero de 1959, Batista huyó a la República Dominicana. Al día siguiente, las fuerzas de Castro tomaron La Habana y ordenaron un alto el fuego. El 8 de enero, Castro entró triunfante en la ciudad.

“Los hermanos”, me dice José, “se convirtieron en generales en el gobierno de Castro”. Y con un brillo en sus ojos y una sonrisa, agrega: “Y así es como aprendí que un hombre rico en un país capitalista puede hacerse hombre rico en un país comunista”.

Comunista pobre

Foto: Adriana Camarena

Durante las siguientes dos décadas, José roló por una serie de instituciones cubanas. Me cuenta su historia: “Un día, la policía me pescó de la calle y me envió a la Escuela Reformatoria Fulgencio Oroz Gómez, igual que mi padre, quien también había ido a un reformatorio. Fue una buena escuela, donde aprendí una variedad de cosas: arte, pintura, atletismo, baile, matemáticas, literatura… Después de botar de escuela en escuela, me enviaron a los campos para trabajar: trabajaba 4 horas y estudiaba 4 horas. En la Cuba de Castro, los ingenieros, los médicos, también hacían su parte en los campos. No había quien se escondiera detrás de un escritorio… Luego me enviaron al ejército y allí deserté. Así que me encarcelaron por 3 años”. Le pregunto por qué desertó. Con firmeza, José me dice: “Porque si eres un soldado al que se te pide que arriesgues tu vida por tu país, entonces debes ser tratado con el mayor respeto”. En cambio, José descubrió que la vida de un soldado se pasaba mal alimentado, mal vestido y maltratado.

Al salir de la cárcel, José fue asignado al matadero cerca de La Habana. “No puedes entender la pobreza tan imperante que estábamos pasando en ese momento. Algunos de nosotros nos sentimos envalentonados de robar una vaca de los campesinos para matarla y venderla en nuestros barrios pobres. Durante ese período, todavía iba a los basureros para encontrar materiales para trabajar como zapatero. Nunca tomaba comida, pero había mucha gente buscando comida allí. Un día, sí tomé comida. Llegó un camión y arrojó una carga de pollos congelados. Tomé un pollo como lo hicieron muchos otros, y corrí. Nos dispararon mientras corríamos, temiendo que, de alguna manera, pudiéramos avergonzar al gobierno por comer pollos congelados desperdiciados mientras nuestras familias se morían de hambre. A menudo pienso en los tiempos de pobreza que he sobrevivido, y a veces siento que amo mi pobreza porque me ha permitido saber que soy capaz de sobrevivir a tanta necesidad”.

José me cuenta estas historias, mientras navegamos a pie desde la taquería Los Coyotes cerca de las calles 16 y Misión (donde él ordena alitas de pollo y yo una quesadilla) a una tienda para comprar un té helado Arizona que le gusta disfrutar con su cigarro. Luego cruzamos la frontera invisible entre las calles Misión y Valencia para tomar un mini chocolate caliente que se me antoja de postre. Nos instalamos en el parquecito construido sobre un espacio de parqueo frente a la tienda de chocolates Dandelion. José no se aventura mucho a este lado de la frontera de la clase. Pero ahora, sentado agradablemente a la sombra del parklet, mirando a la calle, me dice: “Esto es libertad para mí. Poder sentarme en paz en la calle teniendo una conversación ininterrumpida”. Fuma, yo escribo, pero no puedo evitar preguntarme si sería dejado en paz si no estuviéramos juntos.

Comunista rico

De 1977 a 1979, algunos cubanos hicieron varios intentos infructuosos de buscar asilo en las embajadas de Argentina, Venezuela y Perú. El gobierno de Castro desplegó oficiales para patrullar el exterior de las embajadas para bloquear a los solicitantes de asilo, lo que provocó una disputa política con las embajadas.

El 1 de abril de 1980, José estaba en su hora de almuerzo de un trabajo de construcción, cuando presenció desde lejos que un autobús giraba bruscamente en la Quinta Avenida hacia el camino de tierra junto a la embajada peruana y embestía la puerta lateral. En los días siguientes, la embajada peruana declaró que no entregaría a los seis solicitantes de asilo, y Castro retiró sus fuerzas armadas de las embajadas, para que organizaran su propia seguridad. El 4 de abril, cincuenta cubanos entraron al territorio de la embajada. Al día siguiente, dos mil. Para el 6 de abril, había diez mil cubanos buscando asilo. Castro se vio obligado a contener el flujo creando un perímetro policial.

José recuerda que no se presentó a trabajar esos días y, en cambio, paseó por la parte rica de la ciudad. “Estaba tan enojado que encendí un cigarrillo de marihuana grande y caminé entre las avenidas de las mansiones, tentando al destino de que me arrestaran”.

“¿Por qué estabas tan enojado?”, le pregunté a José.

“Mientras trabajaba con los pobres y entre los pobres, nunca pensé nada. Luego me enviaron a trabajar a las zonas ricas de la ciudad. Nunca deberían haberme dejado trabajar allí, donde un rico comunista con traje se sentaba en una silla vigilándonos, mientras nos rompíamos la espalda desnuda trabajando… Una vez vi dentro de un contenedor que transportaba equipo en anticipación a la cumbre de las naciones No Alineadas, y todo lo que vi fueron televisiones con la etiqueta ‘Made in USA’, ‘Made in USA’. Nos estaban mintiendo”.

Un día, José tomó un taxi con dos vecinos a la baya de policía que rodeaba la Embajada peruana para intentar negociar su cruce. Fueron apresados y encarcelados. “Hasta entonces las cárceles estaban vacías, ahora las cárceles estaban llenas”, informa José.

Castro llamaría a los disidentes gusanos, escoria, delincuentes, inadaptados sociales, parásitos, vagos… Sin embargo, en el recuento de José, todo lo que oigo es el relato de un pobre joven negro desilusionado por la disonancia entre la realidad y las promesas de la Revolución que le fueron martilladas sobre su cabeza en la escuela, en los campos y en el ejército.

Marielito, ¡bienvenido a la tierra de la libertad!

Los prisioneros fueron enfilados uno por uno por una puerta. “Dijeron que tomarían nuestra foto para nuestros pasaportes y papeles, pero lo mismo creíamos que podría ser para contar los muertos después de que nos fusilaran”, recuenta José. Cuando fue su turno, a José le dieron una camisa amarilla para que se la pusiera sobre el torso desnudo. “Apestaba a olores corporales. Me quedé allí respirando el hedor mientras me tomaban la foto. Luego me quité la camisa y se la pasé al siguiente hombre”.

El 20 de abril, Castro, mostrando su disgusto ante el número de cubanos que buscaban asilo, declaró que cualquiera que quisiera salir de las costas de Cuba podía hacerlo desde el puerto de Mariel, es decir, si tenía alguien que lo recogiera. 1,700 embarcaciones se lanzaron desde la costa de Florida para transportar a cerca de 124,779 cubanos a las costas de los Estados Unidos desde el 21 de abril hasta el septiembre de 1980.

El 1 de mayo, ante los cambiantes colores del alba, de pie, en condiciones atiborradas a bordo de uno de esos barcos, José, de 29 años, divisó la costa de Florida desde lejos. Una escuela de peces voladores se arqueaba sobre el barco en un arco iris iridiscente. Un pez se dejó caer en el bote, y antes de que fuera arrojado, José vio que tenía alas. Asombrado por los esplendores de la naturaleza, sintió que le gritaba: “¡Bienvenido a la tierra de la libertad!”

“Lo único de lo que me arrepiento es haberme ido sin despedirme de mi madre”, lamenta José.

El doble grillete

Un retrato de José (de un fotógrafo desconocido) en su atuendo Yoruba. Foto: Adriana Camarena

Al llegar a los EEUU, las autoridades de inmigración lo hicieron cursar por instituciones que pretendían ayudarlo a integrarse. Pasó 6 meses en un centro de detención de inmigrantes en Little Rock, Arkansas, antes de ser enviado al Área de la Bahía, donde encontró su primer hogar en un centro de refugiados. Era 1981. A través del centro accedió a clases de inglés y pronto, rebosando de arrogancia juvenil, José se sintió listo para buscar y construir su Sueño Americano. “Quizás ese fue mi primer error, tal vez debería haber permanecido en su programa por más tiempo. Pero quería comenzar a ganarme la vida”. José comenzó su vida laboral como obrero de la construcción, retomando el lugar que había dejado en La Habana. Luego reflexiona sobre cuál fue quizás su segundo error. Cada fibra cultural de su ser le decía que la familia era el principio y el fin de todo, por lo que pronto conoció a una mujer e hizo una niña con ella. “A veces pienso que estaba demasiado ansioso por formar una familia”. Entonces José cometió un tercer error, uno terrible. Le pregunto, cómo habría manejado esta situación en Cuba. Él respondió: “Ni siquiera hubiera sucedido, porque a nadie se hubiera ocurrido comportarse de esa manera”.

José y su nueva familia vivían en una habitación de alquiler en lo que él describe como un hotel clandestino en San Francisco. Poco después de que naciera su hija, un tipo recién salido de la cárcel fue colocado ahí para administrar el lugar. “Ahora conozco esta palabra ‘bully’. Era un bully. ¿Cómo enviaron a un hombre recién salido de la cárcel a supervisar una residencia?” José no podía entender el comportamiento de su nuevo torturador, quien lo insultaba todos los días: ‘perra’, ‘pendejo’; quien retaba su autoestima y valor como hombre; quien se burlaba de José al tratar de hacerse entender en su inglés quebrado. “El tipo tumbaba nuestra puerta, gritándonos que bajáramos la música. Ahí me encontraba acurrucando a mi beba. Allí estaba yo, abrazándola, muy orgulloso, un nuevo padre sonriente. Y, él simplemente me atacaba: ‘perra’, ‘pendejo’.” A veces, el hombre hacía insinuaciones a la compañera de José. Él, un nuevo padre protegiendo a una recién nacida y la madre que la amamantaba, se dio cuenta de que las palabras no servían con este bruto. Empezó a sentirse fuera de sí, y comenzó a porta un cuchillo. El gerente amenazó con llamar a la policía si José lo enfrentaba. Dejando una situación mala, la joven familia se mudó. Había encontrado un maravilloso nuevo trabajo como jardinero al sur de San Francisco. Pero aún tenían que regresar para recoger los cheques de ella, hasta que confirmaran una nueva dirección de correo.

Un día después del trabajo, fueron a recoger sus cheques, y José portaba un machete de su trabajo, se encontró agitando el machete en el cuello del hombre que lo atacaba antes de que pudiera siquiera pensarlo. No mató al tipo, solo lo hirió. Después de un juicio rápido que resultó en una sentencia de seis años por asalto con un arma mortal y una orden de reparación, José fue lanzado en espiral lejos de su nueva familia de ensueño hacia las mazmorras de la prisión estadounidense. Fue en 1984, cuando comenzó a ser negro en los EEUU.

Su padre le había enseñado a resolver rompecabezas con piezas faltantes. Pieza a pieza, reflexionó sobre sus errores y adquirió el inglés y, lo que es más importante, la inteligencia callejera estadounidense. Ahora entendía que ser un niño negro de la calle en La Habana no era como ser un niño de la calle en los EEUU. Aprendió acerca de las pandillas y el orden jerárquico en las calles. Tomó clases y cursos disponibles en prisión de cocinero, carpintería, arte y más. Aprendió sobre el sistema de justicia penal y estudió el Islam, “… lo que me dio la paz para salir de la cárcel”. En tres años salió, reducida su estancia por buena conducta, y fue entregado de inmediato a las autoridades de inmigración. Últimamente al ver las noticias sobre niños en jaulas, José tiene vívidos recuerdos de su tiempo detenido con miles de cubanos en proceso de deportación.

Un par de abogados de derechos civiles lo ayudaron a concluir su solicitud de asilo. Se quedó con ellos durante un tiempo en Arizona, cuando se produjo la noticia del terremoto de San Francisco en 1989, y regresó hacia la bahía para encontrar a su hija.

Soñando en la encrucijada

Alrededor del mediodía, todos los días, José saca rodando su gran altavoz, una silla y una bandeja de manualidades a la calle Misión en un carrito de su propia creación. Tocando música a un nivel de sonido razonable, inicia el ritual diario de socializar con otros Marielitos de la tercera edad que forman un Club Social de la Pequeña Habana en la acera. A menudo saca algún proyecto de artesanía. Últimamente, está trabajando en un par de pantalones yoruba para completar el hermoso conjunto que ha creado a lo largo de los años. Otras veces pinta o escribe reflexiones o decora su tambor. Siempre está soñando.

José aún tiene que lograr todo lo que se propuso hacer. A veces, se ha acercado. Como esa vez que se fue a Los Ángeles para seguir una carrera como extra de cine. Descubrió cómo crear un perfil de actor en línea y comprar un auto que le permitiera correr de una audición a otra. Su sueño se hizo realidad cuando apareció en un comercial de cerveza, animando a un equipo en el estadio junto a su hija ficticia. Luego, se esforzó por ingresar al sindicato de músicos, Local 6, pero no lo logró, y regresó al Área de la Bahía. Aquí, pasó por todo tipo de trabajo físico: cocinero, obrero de la construcción, pintor, etc., hasta que su pierna derecha quedó inválida. Ahora está deshabilitado y depende del seguro social. A veces se siente muy deprimido y la bebida lo supera, pero encuentra la fuerza para recuperarse. Él se pone de nuevo bajo control y sobre la marcha. “Quiero hacer algo más que esto”, dice.

Gracias a su implacable resistencia, hizo realidad algunos sueños importantes: mantiene el contacto con su hija y sus dos nietos, tiene un techo firme sobre su cabeza, comida todos los días y un tesoro de habilidades creativas para mantenerlo ocupado. Aquí es donde vierte su energía estos días: a volver a crear.

Dados los giros y las vueltas de su vida, especialmente a manos de las agencias gubernamentales, me parece apropiado que José tenga una medida de seguridad hoy por cortesía del “socialismo estadounidense”. Y a la vez me provoca preguntarle a un hombre que ha vivido pobre en un país comunista y país capitalista: “¿Crees que los pobres viven mejor en Cuba o en los EEUU?”. Responde muy cuidadosamente: “En Cuba es fácil saber quién tiene necesidad. Nos mantenemos atentos a la necesidad del otro. En este país de abundancia, se supone que todo el mundo tiene todo o al menos debería poder tenerlo. Por lo tanto, aquellos que tienen no sienten la obligación de ayudar a los que no tienen. Es la manera en que nos apoyamos dentro de una comunidad”.

José enseguida me cuenta una historia de cómo fue educado para comer en silencio en Las Yaguas. Bajo la mirada de su madre, no podía hacer un solo tintineo de la cuchara contra el tazón, en caso de que sus vecinos no tuvieran nada para comer ese día.

Finalmente, me despido, caminando a casa esa noche, pasando frente al estruendo del creciente número de restaurantes caros en la calle Misión, las cuadras pintadas con las siluetas de los indigentes que duermen sin cobijo, en la tierra de la libertad.