[Ilustración por Bruno Ferreira]

Otra vez, ha llegado el tiempo de gastar. Digo, de celebrar las fiestas de fin de año.

Crecí en un país principalmente católico. Ahí, la locura adquisitiva navideña se asocia al nacimiento del Niño Jesús. Pero otro santo manda en la fiesta: Santa Claus. 

Es también la época del año para que ocurran varios milagros. Uno, el que una madre virgen dé a luz. Otro, el milagro de una noche nevada en pleno comienzo del verano, como sucede en los países del Hemisferio Sur. No sé cuál milagro es mayor, pero sí creo que el mejor vendedor es Santa Claus.

Tal vez el milagro más sorprendente es ver cómo muchos con problemas económicos encontramos el tiempo y el dinero para comprar la última novedad que el mercado nos empuja por la garganta.

Para las niñas, habrá madres y padres peleando por una muñeca que habla, canta y hace ‘pipi’.

Para los niños, la lucha puede ser por la última versión de un violento juego de video. ¿Tal vez sea una preparación a futuro, para cuando ellas sean madres y ellos defensores de “nuestro modo de vida” en algún país extranjero?

Antes de que alguien sugiera que debo ser excomulgado (no funcionaría, pues no soy miembro de ningún culto o religión), o antes de ser acusado de cínico o de semejar algún amargado personaje en una comedia musical de temporada —lo cual podría ser un buen regalo—, deseo clarificar un par de cosas. 

Voy a usar la palabra “confesar”, en vez de “clarificar”. Más apta para la temporada. Primero, confieso que he actuado en un par de esas comedias musicales de fin de año… y que la pasé muy bien. En mi pagana opinión, creo que me tocó el mejor papel, el más interesante: el del Diablote. Como tal, hice reír o pensar al público, o les saqué insultos, y el mostrar los furiosos dedos medios,  llamados dedos del corazón. Creo que no estaban realmente furiosos. Bromeaban. También bromeaba yo un par de veces, durante el saludo final, cuando me abucheaban. Me puse de espaldas al “respetable público”, me bajé los pantalones y les mostré mis calzoncillos. Eso me provocó un diabólico placer.

Además, confieso que por varios años fui un ferviente seguidor del culto de Santa Claus. Nunca fuí a alguna iglesia ni a otro sitio donde abundaran los santos, pero fui feliz visitando alguna tienda comercial del centro de la ciudad (¿una iglesia del capitalismo?), donde un sudoroso hombre de falsa barba me sentaba en sus rodillas y pretendía escuchar mis pedidos de regalos. En Chile, donde crecí, lo llamábamos ‘El Viejo Pascuero’, o ‘Viejo Pascual’, nombre que parece ser una traducción de ‘Old Man Christmas’.

Si persisten las dudas respecto a mi pasada creencia en ese jovial vendedor, contaré que guardé una carta que le escribí, en español, hace muchas lunas. ¡Por supuesto que ese Viejo habla español! Es algo incuestionable. Laminé esa carta, protegiéndola del paso del tiempo. Cuando la escribí tenía 6 años de edad y era el único de los pequeños que sabía escribir. Mis tres hermanas eran menores que yo. Fui el escritor designado.

Hoy tengo esa carta frente a mí, para inspirarme. Ella me transporta a tiempos más tiernos. 

La vida, a través de mis ojos de niño, era menos complicada. Revisando la lista de peticiones que hice al Viejito Pascuero, me parece ver una cápsula de tiempo reflejando una época cuando nuestros pedidos infantiles eran más baratos y accesibles.

Es una nota gramaticalmente correcta y respetuosa, donde pido cosas como estas: una muñeca para mi hermanita menor, de apenas un año de edad; una pelota y un osito para la segunda hermana; una patineta (¿solo una?) para la tercera. Para mi bisabuela Margarita, quien a pesar de su incesante proselitismo no logró enlistarme en su religión (me asustaban sus rezos nocturnos y esas figuras que sangraban en su velador), pedí al ‘Viejo Pascuero’ que le trajera un ‘servicio de grades’.  Creo que quise pedir un juego de cucharas, tenedores y cuchillos para adultos.

Para nuestra segunda madre, mi querida Nana Yolita, que me enseñó a leer y escribir, le pedí un delantal. Claro, pues siempre estaba limpiando cosas. Para mi padre, un par de calcetines. Ahí me faltó imaginación, creo. Para mi madre, un collar. Para mí, a pesar de mi eventual naturaleza antimilitar, pedí un rifle y una corneta.

A propósito, recuerdo claramente la única vez cuando logré formar a mis hermanas detrás mío, en una fila relativamente derecha. Después, usando una ramita de árbol, las guié por una breve marcha alrededor de la casa. Funcionó… por 5 minutos. Después de ese tiempo, esa marcha no se repitió. A pesar de mi flamante rifle y la corneta sonora, mis hermanas resistieron mi liderazgo, formando un sólido frente en mi contra. Tuve que hacerme experto en el arte de la negociación.

Tengo una última confesión: seguramente me verán buscando regalos de última hora para mis familiares. Especialmente para las nuevas generaciones. Trataré de ser creativo y frugal.

A la gente que lea esto: les deseo mucha felicidad en estos últimos días del año. Sugerencias:  escriban un poema original, hagan un dibujo, o un plato especial cocinado con amor. O una llamada por teléfono que hayan  postergado, Si puedo soñarlo, ¡escriban una carta a mano para alguien especial y mándenla por correo regular! El que hoy se conoce como correo tortuga”, o ‘snail mail’, en inglés.