Gran parte de mis primeros veinte años los pasé en Chile, acompañado por seis mujeres.

Carlos Barón

En esa casa, que mis padres arrendaban en el campo, éramos ocho. Margarita, mi bisabuela por parte de madre, era la más veterana.

Elba, mi madre, era una mujer ocupada: profesora de Educación Física y reconocida atleta. Trabajaba en un Liceo de Niñas de Santiago, a casi 45 kilómetros de nuestro hogar. Mi padre también era un ocupado abogado laboral, que estaba poco en casa, excepto en los fines de semana. Mis tres hermanas y yo sumábamos siete.

Nuestra querida Nana Yolita era la pieza final. La sexta mujer en la casa. A los catorce años, quedó huérfana. También era de raíces campesinas, sin embargo, a diferencia de mi bisabuela Margarita, que era analfabeta, Yolita aprendió a leer y escribir en un orfanato dirigido por monjas.

Al cumplir 16 años de edad, Yolita se vino a vivir con mi familia. Al principio, ella cuidaba de mi bisabuela. Luego, cuando mis tres hermanas y yo nacimos, se transformó en nuestra querida segunda madre. 

Era una gran cocinera, maestra y amiga. Antes de que yo cumpliera 5 años, me enseñó a leer y escribir, a dar de comer a nuestras pocas gallinas, a buscar y encontrar los huevos que esas gallinas escondían en el patio, a subirme al techo de la casa a secar los damascos (o chabacanos, como dicen en México) de nuestro par de árboles, o a montar el pequeño caballo del vecino. Yolita también tenía una risa fácil. Le encantaba hacer bromas y fuí un blanco favorito de su fértil imaginación.

Aunque mi padre tuviera el título de “jefe de familia”, nuestra esencia familiar fue femenina. Según recuerdo, era Yolita quien realmente administraba nuestra vida diaria. Es también la primera mujer que surge en mi mente cuando pienso en imborrables recuerdos femeninos. Pero ella merece un artículo especial, o un libro.

Ilustración: Bruno Ferreira

Sin embargo, en esta columna, quiero plasmar un par de breves pero inolvidables encuentros con otras mujeres. Experiencias de una mágica realidad que me han acompañado toda mi vida.

El primer encuentro sucedió en Asunción, capital de Paraguay. Yo tenía 16 años de edad y viajé representando a Chile en un Campeonato Sud Americano de Tenis. Paraguay estaba bajo el control del dictador anti comunista Alfredo Stroessner, quién reinó por 35 años, desde 1954 al 1989. Un duro período, también llamado como El Stronato.

Mis ideas políticas maduraban rápidamente. Según mis aún incipientes posiciones, Stroessner era un despreciable ser humano. ¡Imagínese mi horror cuando el jefe de nuestra delegación nos dijo que “Mañana iremos a visitar el Palacio Presidencial y conoceremos al Presidente Stroessner”! Me quedé mudo, pero algo supe de inmediato: no podía ir. No hice ningún discurso político: solo me hice el enfermo. Al siguiente día, la delegación partió a conocer a Stroessner. Yo me quedé en mi cuarto.

Estaba nervioso. Aunque un tanto tímida, fue una de mis primeras decisiones políticas. Solo en mi cuarto fuí hacia el balcón, imaginando repercusiones negativas por esa leve falsedad.

Arriba, el cielo era una oscura amenaza. Tres pisos más abajo, la calle estaba llena de peatones. Al contrario de la mayoría de las calles importantes del mundo en esa época, por esa calle no transitaban vehículos. Por solo dos cuadras. El hotel se erguía en una de ellas. De pronto, las oscuras nubes dieron paso a una lluvia torrencial. Los peatones desaparecieron rápidamente, buscando refugio debajo de los toldos de las tiendas que enmarcaban la calle.

Todos desaparecieron, excepto una persona. Avanzando hacia donde yo me ubicaba en mi privilegiado balcón, una mujer caminaba por el medio de la calle. Estaba empapándose, pero no parecía importarle. Era una bella mujer y lo sabía. Una lluvia de gotas y palabras de admiración, mezcla de castellano y guaraní (segundo idioma oficial en Paraguay), acompañaban su tranquilo caminar, un confiado velero en ese alterado mar. Al pasar frente a mi balcón, ella levantó su mirada hacia mí, que la miraba, embelesado. Encontró mis ojos, sonrió y siguió su camino.

En la esquina, desapareció. Sin embargo logró entrar, por siempre, en el más profundo rincón de mi corazón. Casi de inmediato, apenas dejé de verla, supe que todo estaría bien. Esa mujer maravillosa era mi recompensa, por haber evitado estrechar la mano del dictador.

Muchos años después, caminando bajo el caliente sol caribeño de San Juan, Puerto Rico, noté que —justo delante mío— iba una escultural mujer negra. Caminaba sin prisa, segura de sí misma, con un supremo aire de diosa terrenal.

No pude resistir mis deseos de acercarme y hablarle. Apuré un poco mis pasos y cuando estuve a su lado, le hablé: “Discúlpeme, pero tengo que preguntarle. Usted parece tan segura de sí misma, alguien que debe ser importante. ¿Quién es usted?” Ella se detuvo, me dedicó una minúscula sonrisa y dijo: “Soy la mejor bailarina de ‘bomba’ de Puerto Rico”. No me dijo su nombre, y no se lo pregunté. Quedé parado en la vereda ardiente y ella siguió su camino con ese paso elegante. Y así se adentró en mi galería de imborrables recuerdos femeninos.

¿Tiene usted imborrables recuerdos femeninos? Si es así, visítelos. En persona o en su memoria.