Cuando la casa rodante de Carlos Brito fue remolcada en septiembre de 2024, no pudo evitar que lágrimas corrieran por su rostro, pues no sólo se llevaban su vehículo, sino el último refugio que le quedaba.
Este hombre de 72 años, acababa de perder a su madre tras una batalla de dieciocho años contra el cáncer de ovario. Se había aferrado a la idea de quedarse en su apartamento subvencionado para personas mayores en el Distrito Misión, pero el desalojo no se hizo esperar poco después de la muerte de su madre.
Sin un lugar adónde ir, su única esperanza para evitar la calle fue comprar un RV destartalado por 600 dólares a un vecino. Para muchas personas migrantes y adultas mayores, estos vehículos se han convertido en un último refugio, una frágil y precaria red de seguridad contra la indigencia cuando ya no existe otra alternativa.

Originario de El Salvador, Carlos Brito migró a los EEUU desde Venezuela en 1978 tras divorciarse de su primera esposa. Se forjó una vida como contratista, trabajando en la construcción durante casi tres décadas. Cinco años después, a consecuencia de un accidente automovilístico requirió una cirugía de columna con varillas metálicas que le dejó cicatrices permanentes. A la fecha sufre de dolor crónico intenso, que se agrava en invierno. Conforme su salud fue empeorando, su capacidad para trabajar disminuyó. «Solo quiero vivir el resto de mis años con dignidad», manifestó.



Apoyado en su experiencia en construcción, logró reparar el piso de su RV y trabajó en la renovación de su matrícula. Sin embargo, el trabajo fue agotador y tan solo 33 días después, la ciudad remolcó su casa rodante por tener las placas vencidas, según afirma, una señal clara de la inminente prohibición en San Francisco contra estos refugios sobre ruedas.
“Lloré tantas veces por la tristeza y por que me siento solo así. Cuando en la mañana, me levantaba y mi mamita me daba la comida, me sentía feliz”, recuerda. “Cuando hablo de mi madre me siento bien triste”.
Envejecer sin hogar
La historia de Brito refleja una tendencia más amplia: un estudio de 2023 de la UCSF reporta que el 48 por ciento de personas adultas sin hogar están en la edad de más de cincuenta. Muchos han tenido vidas estables hasta que un momento de crisis los lleva a la indigencia.
“Solían ser [personas] trabajadoras pobres que hacían lo que podían cuando algo sucedió”, expresó Margot Kushel, la doctora a cargo de la investigación. “La gente piensa que todo se reduce al consumo de sustancias o a la salud mental, pero a menudo se trata de la asequibilidad, la salud o la pérdida de apoyo”.
La situación de sinhogarismo en personas adultas mayores es especialmente grave. Los estudios demuestran que, en comparación con quienes ya estaban en situación de calle, tienen un 60% más de probabilidades de morir.



En San Francisco, más de mil residentes sin hogar tienen 65 años o más, y otros 2,200 tienen entre 55 y 64 años. La población latina representa un tercio de la población sin hogar de la ciudad.
En abril, la ciudad inauguró Jerrold Commons en Bayview, el primer albergue diseñado para personas adultas mayores, equipado con 68 camas y estacionamiento seguro limitado para casas rodantes. Los planes de expansión de este sitio quedaron estancados tras disputas políticas. Desde entonces, el alcalde Daniel Lurie abandonó su promesa de campaña de añadir 1500 camas al albergue.
El panorama general es desalentador: según el Plan de Implementación de Vivienda Asequible para Personas Mayores y con Discapacidad de San Francisco, el 42% de esta población en la ciudad son inquilinos y más de tres cuartas partes son de bajos ingresos. Casi la mitad vive sola, sobreviviendo con un ingreso medio de tan solo $17,313 dólares al año. Entre las personas inquilinas mayores con ingresos extremadamente bajos, el 42% gasta más de tres cuartas partes de sus ingresos en vivienda. De esas, quienes tienen algún tipo de discapacidad se enfrentan a dificultades aún mayores, con ingresos medios inferiores a $14 mil dólares.
“Le estamos fallando a nuestros adultos mayores al permitirles dormir en la calle y en camas de albergues durante sus últimos años”, lamentó Kushel. Por su parte, Mónica Dávalos, analista de políticas del Centro de Presupuesto y Política de California, fue más contundente: “En el fondo, se trata simplemente de una falla moral. Cuando una persona de nuestra comunidad no tiene hogar, nos afecta a todos”.
Aislamiento y pérdida en la vejez
Aunque Brito recuperó su RV pocas horas después de que la ciudad la remolcara, no lo sintió como un alivio: se encontró con que estaba infestada de ratas y que el techo tenía goteras. Mientras la reparaba, se cayó de una escalera y, poco después, le robaron sus herramientas. Agotado por tantos problemas, decidió venderla. «Tener esa cosa se estaba convirtiendo en una carga y no en un lugar de descanso», afirmó.
Actualmente se aloja con un amigo en otro vehículo. Los vecinos lo cuidan, pero ahora lucha contra la soledad, el alcoholismo y la depresión: “He pensado en entrar a la autopista y chocar contra un camión”, reconoció, mientras acariciaba su cigarrillo entre lágrimas. “Nunca pensé que estaría tan solo en esta situación, especialmente sin mi mamá”.

Su aislamiento es profundo comparado con el de muchas familias latinas que dependen de cuidados intergeneracionales. Sus dos hermanos viven en el Área de la Bahía, pero él dice que no se han comunicado: “No tengo a nadie. Mi mamá era todo lo que me quedaba. Éramos tan unidos y mi propósito era cuidarla todos los días. Eso era todo lo que importaba. Fui su cuidador durante catorce años”.


Brito ha solicitado vales de vivienda asequible, pero dice que ha esperado tres años sin obtener resultados. Su cheque mensual del Seguro Social es de $900 y con él podría cubrir parte de un apartamento tipo estudio si se aprobara el vale. Pero el tiempo se agota.
Con el paso de los años, anhela una vida más sencilla y económica en El Salvador, donde posee una pequeña casa y un terreno en el que sueña con cultivar aguacates y mangos para vender. A pesar de este deseo, todavía no está listo para irse. Le gustaría pasar parte de sus ochenta años en San Francisco para estar cerca de su madre, quien está enterrada en Colma.
“Mi madre está enterrada allí, así que no puedo irme todavía”, dijo. “Pero a cómo va la vida, mis ganas de quedarme se debilitan. Quiero vivir en paz”.
