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Durante una reciente conferencia de prensa, el presidente mexicano Enrique Peña Nieto pidió un minuto de silencio en reconocimiento a los muchos periodistas —entre ellos seis este año— asesinados en México.

Mientras los funcionarios federales se levantaban de sus sillas, el silencio fue interrumpido por reporteros que cubrían la nota, quienes gritaban: “¡Justicia!” “¡No más discursos!” “¡Abran las carpetas de investigación!”

Y en un gesto que imitaba la reacción del gobierno ante tantos asesinatos sin resolver, los funcionarios simplemente permanecieron en silencio como si nada inusual estuviera ocurriendo.

Matar impunemente

Un increíble 98 por ciento de todos los asesinatos en México no se resuelven. Sólo en 2016, 11 reporteros fueron asesinados, lo que lo convierte en el año más fatal para la prensa mexicana en lo que va de este siglo.

Sin embargo, es difícil obtener un registro exacto de los periodistas asesinados, ya que los cargos varían entre las diferentes agencias. Un recuento de la organización no gubernamental Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés) lista 95 periodistas muertos en México desde 1994, mientras que un estimado del New York Times sitúa este número en 104 muertos y 25 desaparecidos desde 2000.

Los repetidos ataques brutales a la prensa colocan a México en el puesto 147 de 180 países, en cuanto a libertad de prensa, según el Índice Mundial de Libertad de Prensa.

“Ser periodista en México parece ser más una sentencia de muerte que una profesión”, escribió Tania Reneaum, directora de Amnistía Internacional México, en un comunicado de prensa. “El derramamiento continuo de sangre, que las autoridades prefieren ignorar, genera un vacío profundo que afecta el ejercicio de la libertad de expresión en el país”.

Cuando Miroslava Breach, periodista de El Norte de Juárez, fue asesinada a tiros fuera de su casa el 23 de marzo de 2017, dicha publicación, con sede en Ciudad Juárez, tomó la decisión de cerrar.

En una primera página titulada ‘Adiós’, el editor en jefe, Oscar Cantú Murguía, se dirigió a sus lectores: “Todo en la vida tiene un principio y un fin, un precio a pagar. No estoy listo para que uno más de mis colaboradores pague por ello y yo tampoco”.

La violencia, producto de la corrupción

La violencia que aflige a México suele atribuirse exclusivamente a los cárteles —una percepción comúnmente alimentada por programas de televisión, películas y corridos que representan a los narcotraficantes como hombres poderosos, que desafían al gobierno.

Pero, como dijo el profesor asociado de la Universidad de la Ciudad de Nueva York, Oswaldo Zavala, en una entrevista con Remezcla el año pasado, esta explicación caracteriza erróneamente la naturaleza de la relación entre los cárteles y el gobierno mexicano.

“México no es una cuestión de cárteles de la droga que amenazan al estado mexicano… sino una cuestión del estado que controla esas organizaciones”, dijo Zavala, quien nació en Ciudad Juárez y estudia el comercio de drogas entre los EEUU y México. “Estas drogas no sólo se evaporan y de repente aparecen en Nueva York. Hay esquemas más grandes y las rutas de tráfico dentro de los EEUU. Nadie quiere hablar de cómo alguien puede consumir drogas en Nueva York cuando hay vigilancia masiva realizada por la NSA y otros. Todos queremos hablar de los señores de la droga en México… sin el estado, estas organizaciones de drogas no existirían”.

La declaración de Zavala está corroborada por un informe sobre el Mecanismo para la Protección de los Defensores de los Derechos Humanos y Periodistas, publicado el año pasado por la Oficina de Washington de América Latina (WOLA) y las Brigadas de Paz Internacional.

El informe de WOLA encontró que de las 316 solicitudes de protección que el Mecanismo ha aceptado desde su fundación en 2012, el 38 por ciento de los supuestos agresores eran servidores públicos (mientras que el 31 por ciento eran privados y el otro 31 por ciento, no identificados).

También encontró que las estrategias de protección no se están implementando adecuadamente. En algunos casos, “el propio cuerpo de policía identificado como el agresor es la autoridad asignada para proteger a un periodista”.

Promesa de reforma del gobierno de México

El 4 de mayo, una delegación especial del CPJ se reunió con Peña Nieto para discutir su informe titulado ‘Sin excusas’ e instar al presidente a abordar la epidemia de “crímenes cometidos contra la libertad de expresión”.

Peña Nieto prometió reemplazar a Ricardo Nájera, el fiscal principal de los Delitos Cometidos en contra de la Libertad de Expresión (FEADLE), cuya oficina se ha fallado repetidamente en los casos (FEADLE ha logrado sólo tres condenas desde su creación en 2010.)

El informe del CPJ destaca los fracasos de la FEADLE a través del caso de Moisés Sánchez, editor del diario La Unión de Veracruz. Sánchez fue arrastrado hasta el interior de un coche que esperaba frente a su familia en enero de 2015. Tres semanas más tarde, su cuerpo fue encontrado decapitado y desmembrado.

La familia y los colegas creen que la muerte de Sánchez fue en represalia por su cobertura de Omar Cruz Reyes, alcalde de Medellín, Veracruz.

Pero Nájera rechazó el caso, sosteniendo que Sánchez era un taxista y que su muerte no estaba vinculada a actividades periodísticas.

Los investigadores más tarde obtuvieron el testimonio de uno de los guardaespaldas del alcalde, quien dijo que Reyes ordenó el asesinato. Pero cuando Nájera tomó el caso, Reyes ya había huido del estado.

Nájera fue finalmente reemplazado el 10 de mayo por Ricardo Sánchez Pérez del Pozo, abogado con un título de Derecho Internacional y Derechos Humanos de la Northwestern University de Chicago.

La última tragedia

El 15 de mayo, Javier Valdez, veterano periodista y fundador del periódico de Sinaloa, Ríodoce, fue asesinado. Valdez había sido reconocido en 2011 por el CPJ por su “valentía e inflexible periodismo frente a las amenazas”. Pero las amenazas lo alcanzaron, a sólo una cuadra de la redacción Ríodoce, fue extraído de su vehículo en plena luz del día y asesinado por pistoleros no identificados que dejaron su cuerpo sin vida en medio de la calle.

El asesinato de Valdez envió una ola de miedo entre la comunidad de periodistas de México. Muchos se preocuparon de lo que el asesinato de un periodista de la talla y el reconocimiento de Valdez podría significar para la seguridad del reportero local promedio.

El viernes 19 de mayo, un pequeño grupo de personas se reunieron en San Francisco en la plaza BART de la calle 24 para lamentarse por la muerte de Valdez y la de los muchos otros periodistas mexicanos asesinados antes que él.

Chelis López, conocida presentadora de radio y productora de KPOO, quien organizó la reunión, reconoció que normalmente se celebraría un minuto de silencio en honor de los acaecidos. Pero, como los periodistas en México que le gritaron a Peña Nieto, ella cree que negarse a seguir el gesto hace una declaración poderosa.

“No estamos como para guardar silencio, debemos denunciar. Javier nos enseñó a no ser periodistas amordazados”.

Semanas antes de su muerte, Valdez twitteó sus sentimientos sobre el asesinato de Miroslava Breach, periodista de El Norte de Juárez, quien fue asesinada el 23 de marzo: “Que nos maten a todos, si esa es la condena de muerte por reportar este infierno. No al silencio”.

Martín Méndez Pineda

Periodista en peligro tras serle negado el asilo en los EEUU

En febrero de 2016, Martín Méndez Pineda, reportero de Novedades Acapulco, de 26 años, fue testigo de abusos por parte del ejército mexicano durante un accidente de tráfico y comenzó a tomar fotos.

Agentes federales lo atacaron, tomaron su cámara y credenciales, diciéndole que abandonara el área. Tras presentar una queja ante la Comisión Nacional para los Derechos Humanos, comenzó a recibir amenazas vía telefónica. Unas pocas semanas después, varios hombres armados llegaron a su casa y le dijeron que guardara silencio, así que tuvo que mudarse por todo el país, sin embargo, las llamadas telefónicas amenazantes continuaron.

Después de un año de temor, Méndez Pineda tuvo suficiente: “Decidí hacer lo que la ley indica: caminé hasta la frontera, me presenté ante las autoridades en El Paso y les dije que temía por mi seguridad”, escribió en una carta al The Washington Post el 25 de mayo.

“Los agentes de Aduanas y Protección Fronteriza me detuvieron y me mantuvieron bajo custodia federal por más de 100 días, a pesar de que había presentado todos los documentos legales necesarios y aprobado una ‘entrevista de miedo creíble’ en marzo, mostrando que enfrentaba un verdadero peligro en casa”.

A pocos días de su detención, la organización internacional Reporteros sin Fronteras (RSF, por sus siglas en francés) escribió una carta de apoyo al asilo de Méndez Pineda. RSF lleva a cabo investigaciones para corroborar las declaraciones de amenazas contra periodistas y “verificar sus testimonios con nuestras propias fuentes”.

“Nuestra organización está convencida de que en caso de que Méndez Pineda se vea obligado a regresar a su país, quedará sujeto a represalias… Esperamos que sus servicios le permitan trasladarse a los EEUU y permanecer seguro”, decía la carta.

Pero incluso con el apoyo internacional, y siguiendo el proceso requerido por ley, su solicitud fue rechazada dos veces, por el hecho de que carecía de “vínculos con la comunidad y por lo tanto se consideraba un riesgo en vuelos”.

Frente a la perspectiva de la detención indefinida en condiciones que llamó “como el infierno”, Méndez Pineda eligió ser deportado. Hasta el cierre de edición, su ubicación exacta en México sigue siendo confidencial por razones de seguridad.

“Mi vida está en peligro de nuevo, ahora que estoy de vuelta en México”, escribió. “Pero mi esperanza para otros periodistas que buscan refugio en los EEUU continuará”.