Por Greg Zeman

Uno de los mejores elogios que cualquiera pudo haber recibido de Alfonso era “No jodas hombre”. Me honró con estas palabras cuando trabajamos juntos, y ahora honraré su memoria sin joder con mi homenaje hacia él.

Alfonso pensaba que los obituarios eran “mierda”, no estaba de acuerdo con los consejos “no hables mal de los muertos”. Él decía, “Mira, oye hombre, y qué pasa si el tipo que murió fue un cabrón?” Después de haber dicho eso todo su cuerpo temblaba con esa risa inimitable y explosiva —la risa jubilosa y áspera como ametralladora cargada que extraño.

Durante la época en la que crucé con él, Alfonso ya no se consideraba un revolucionario. Antes hablábamos de política por horas y horas, y durante algún momento en nuestra conversación, él invariablemente decía: “La revolución es para tontos, hombre”. Pero vivió la vida como revolucionario, del tipo que la mayoría de nosotros solo encontramos en libros.

Su punto de vista hacia el mundo era cínico a veces —casi al punto de ser nihilista— pero no bromeaba cuando se trataba de lo que le importaba. Desde huelgas de la universidad en Puerto Rico a las batallas en las calles con la policía en Manhattan hasta trabajar muy tarde en El Tecolote, peleó por lo que creía, y Alfonso creía en la gente.

Creía en El Tecolote y en toda la gente que lo produce. Eso demostró con su dedicación incansable hacia el calendario, o en la manera en la que diría a un nuevo escritor que había escrito un “artículo dinamita” durante una reunión editorial. Alfonso amaba la Misión, creía que el periódico la hacía un mejor lugar y de nuevo, nunca jugaba cuando se trataba de sus creencias.

Aunque había renunciado a las armas del combate revolucionario años antes de conocerlo, Alfonso nunca dejó de luchar por su comunidad. Uno de los honores de mi vida fue tener la oportunidad de luchar a su lado y compartir con él el pan en un cafetería de 24 horas después de terminada la batalla.
Como todos los hombres, Alfonso era multifacético: poeta revolucionario, iconoclasta, conservador de memorias, un payaso sagrado. Para mi era el Fonz: un amigo, maestro y el único hombre que he conocido que sabía llevar un sombrero mejor que yo y organizar un escritorio peor que yo. Lo extraño muchísimo.
Alfonso solía, a manera de broma, levantar un dedo en el aire y moverlo como Mussolini, sobre todo cuando me decía (como lo hacía a menudo) “¡cuando llegue la revolución, diré cosas buenas de ti!”

Pues, aquí lo tienes, Fonz. Escribí todas las cosas buenas que podía evocar y también algunas malas, porque sé que te gustaría eso. Si sigo escribiendo, voy a ponerme muy sentimental y esa mierda es para tontos.

¡Alfonso Texidor, Presente!

—Traducción Eleni Stephanides