Una bandera estadounidense formada por tiras de tela colocadas en el lado mexicano del muro fronterizo, fue incendiada por un aficionado el viernes 15 de marzo de 2019 en Playas de Tijuana, la sección más occidental del cerco fronterizo. Foto: Mabel Jimenez

El otoño pasado estuve pendiente de las noticias sobre la caravana de migrantes que viajó hacia el norte a través de México. Si bien las autoridades de inmigración mexicanas no facilitaron su viaje, fue alentador ver a los mexicanos apoyando a la caravana a lo largo de su viaje, proporcionando comida, refugio y apoyo en general.

Mi expectativa creció conforme la caravana se acercaba a Tijuana, la ciudad donde crecí. Me emocionó el pensar que mi ciudad natal los apoyaría a su llegada a la última parte de su viaje: la frontera con los EE.UU.

Pero ese sentimiento se tornó en vergüenza el 15 de noviembre, cuando vi en las noticias a un grupo de unos 300 tijuanenses gritando a los inmigrantes recién llegados de América Central exigiéndoles regresar a su origen.

Ese mismo día, el alcalde de Tijuana, Juan Manuel Gastelum, había dicho que “seguro, hay algunas personas buenas en la caravana, pero algunas son muy malas para la ciudad”. En caso de que hubiera alguna duda sobre quién inspiró su discurso, Gastelum apareció en público portando una versión modificada de la gorra MAGA que decía “Make Tijuana Great Again” (Haz que Tijuana sea genial otra vez). Las actitudes que vi de mi ciudad me dejaron con el corazón roto. ¿Cómo podrían los mexicanos, sabiendo lo que es ser el blanco de este odio, usar la misma retórica contra los centroamericanos?

La situación estaba a punto de empeorar: el domingo 18 de noviembre, varias docenas de tijuanenses se reunieron una vez más para protestar contra la llegada de los migrantes centroamericanos, agitando banderas mexicanas y sosteniendo carteles que decían ‘México primero’ y ‘No ilegales’. Muchos, en esta multitud de nacionalistas mexicanos, cubrieron su rostros con pañuelos. Uno de ellos, un hombre con la cabeza rapada y una camisa que decía ‘DefenSSores 1911’, un grupo inspirado en la ideología nazi.

Una semana más tarde, me sorprendió una vez más ver fotos de noticias sobre agentes de la patrulla fronteriza estadounidense disparando gas lacrimógeno sobre el muro fronterizo a una multitud de migrantes, entre ellos niños, reunidos cerca de la frontera. Mi mente no lo pudo comprender. Estaba mirando fotos de lugares familiares que eran el telón de fondo de mi adolescencia, pero sentí que estaba mirando fotos de Siria o Palestina.

Saber que todo esto estaba sucediendo en mi ciudad natal me llenó de impotencia. Resulta que estaba planeando un viaje a San Diego y Tijuana para visitar a mi familia, y me di cuenta que, por lo menos, debía ser testigo de esta histórica crisis. Comencé a escuchar acerca de las personas que simplemente fueron allí y comenzaron a ofrecerse como voluntarios o a realizar donaciones. Pensé que tendría que alquilar un auto para conducir hasta San Diego de todos modos, ¿por qué no pedirle a mis conocidos algunas donaciones y ver si podíamos llenar la cajuela?

Amigos en el Café Temo’s, Casa Bonampak y en el Centro Cultural de Artes Latinas de la Misión me permitieron colocar una caja y un letrero para recolectar donaciones. La gente dejó libros para niños, ropa y zapatos, pañales y calcetines. La carga mayor (aproximadamente el 80 por ciento del total de las donaciones) llegó a Casa Bonampak, cuya dueña, Nancy Charraga me permitió guardar todo en el sótano de su negocio.

Pensé que obtener una cantidad significativa de donaciones sería la parte más difícil, pero con el volumen inesperado de donaciones de la comunidad surgieron algunos desafíos inesperados. Necesitaría un espacio para ordenar, organizar todo y almacenarlo durante unas semanas.

El Distrito Cultural Latino de Calle 24 se estaba mudando a su nueva oficina en las calles 24 y Capp, el espacio perfecto para esto y amablemente me dejaron usarlo. El propio John Mendoza de Calle 24 fue de gran ayuda para organizar las donaciones, no puedo agradecerle lo suficiente por su apoyo por todo.

Durante los siguientes días, varios voluntarios me ayudaron a transportar y organizar donaciones. La gente donó pañales, alimentos enlatados, medicinas, artículos de tocador, libros para niños, ropa y zapatos.

Me puse en contacto con personas que habían estado trabajando como voluntarios en Tijuana para recibir algunos consejos: escuché de un grupo de voluntarios que intentaron conducir una camioneta llena de donaciones pero fueron detenidos. Las autoridades aduaneras mexicanas los interrogaron y retuvieron por varias horas. Pagaron una multa de $400 dólares sin entender completamente por qué, pero al menos pudieron quedarse con las donaciones.

Alquilé una camioneta y trasladé las donaciones de San Francisco a San Diego sin ningún problema. Pero me di cuenta que no podía arriesgarme a cruzar el punto de control internacional en una camioneta empacada hasta los codos con cajas. Una vez que llegué a la casa de mis padres en San Diego, dividí la carga para llevarla a Tijuana en tres viajes y evitar ser detenida para una inspección.

Las dos primeras veces que crucé fueron sin novedad. Pero cuando hice el tercer y último viaje, un oficial de aduanas de México me detuvo para una inspección. Tan pronto como la agente comenzó a hacerme preguntas, me puse nerviosa, aunque sabía que no estaba haciendo nada ilegal. Me preguntó qué había en las cajas. Le dije que donaciones, en su mayoría ropa, que estaba trayendo a una iglesia, técnicamente cierto, pero no referí que era para los refugiados de la caravana.

Luego, preguntó si la ropa era nueva o usada. Le dije que era una mezcla de ambas. Me pidió que estimara cuánto de cada una. Dijo que si transportaba una gran cantidad de ropa nueva tendría que pagar un arancel aduanero, lo cual tenía sentido. Pero en el caso de que la ropa fuera usada, había un peligro potencial para la salud y tendría que pagar una cuota para hacer llegar los artículos. No pude entender cómo el pago de una tarifa resolvería eso pues de cualquier manera se me permitiría llevar los artículos potencialmente peligrosos a México, pero no pedí una explicación a la débil lógica detrás de esta tarifa de riesgo.

Dado que las donaciones se habían movido y reorganizado tanto, no podía recordar cuánta podría ser usada o nueva. Entonces la oficial tomó un cuchillo y comenzó a cortar las cajas una por una. No tenía nada que ocultar, pero sentí los ojos de otros viajeros que pasaban por allí y me pregunté si pensaban que era narcotraficante a punto de ser atrapada.

El oficial encontró la mayoría de la ropa como usada. Me preguntó qué quería hacer. Nunca me dio una opción que no incluyera un pago. Se fue y regresó en breve, diciéndome que si quería mover mis cajas, tendría que pagar $2 mil pesos, alrededor de $100 dólares. Sentí un alivio inmediato y acepté los términos con gusto, sabiendo que esta era mi última carga y no tendría que pasar por esto otra vez.

Distribuir las donaciones fue otro desafío: cuando los activistas descendieron a Tijuana durante el invierno para ayudar a la caravana, todos los voluntarios supieron ir a uno de los dos refugios de emergencia masivos donde miles de refugiados necesitaban urgentemente donaciones.

Pero cuando llegué a fines de febrero, estos grandes refugios habían sido clausurados, la gente se había dispersado en los aproximadamente 20 refugios locales sin fines de lucro o administrados por las iglesias en Tijuana. Ya no era tan simple averiguar a dónde llevar las cosas.

Mientras estuve en Tijuana, conocí a David Vásquez, un joven guatemalteco muy familiarizado con las caravanas y el sistema de refugios. Pensé que él podría darme información, algunos consejos. Pero él tenía un sincero interés en ayudarme a distribuir las donaciones a las personas adecuadas, y me ayudó a mover las donaciones durante todo el viaje.

David se ve a sí mismo más como un viajero que como un migrante. Fue voluntario en refugios cerca de la frontera sur con Guatemala. Cuando las caravanas llegaron, decidió unirse a ellos. No está exactamente desesperado por ingresar a los EEUU, pero a nadie con espíritu de viaje le gusta que le digan a dónde no puede ir. Cuando conocí a David en Tijuana, él no tenía un trabajo, al menos no uno remunerado. A menudo se describía a sí mismo como un voluntario independiente y tomaba su trabajo en serio.

En los días previos a mi viaje, sentí ansiedad por todo el asunto. Nunca había hecho algo como esto antes. Tenía miedo de no encontrar mi camino, de fallar de alguna manera. Todo parecía tan desalentador. Pero hacer este trabajo como parte de un equipo hizo toda la diferencia. Viajar de inmediato se siente más seguro cuando se trata de dos personas en lugar de una. Probablemente habría descubierto las cosas por mi cuenta, pero era mucho mejor tener otro cerebro para generar ideas.

Llamaríamos a los refugios y preguntaríamos qué es lo que más necesitaban. Luego, según la ubicación y las donaciones que se cargaron en la furgoneta ese día, David calcularía un itinerario. Algunas veces nos perdimos y me alegré de no estar sola. Quiero agradecer a David por su invaluable ayuda.

Periodismo humanitario

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En los días previos al viaje, los amigos me preguntaron si planeaba tomar fotos o escribir sobre ello. Seguí diciendo que no sabía. Tenía la certeza de que los refugiados tenían temor de ser fotografiados, y no estaba segura de a dónde me llevaría el viaje. También hubo cuestiones éticas que considerar y dinámicas de poder a tener en cuenta.

Estoy trayendo donaciones a una comunidad vulnerable, y a la vez pidiendo fotografiar o entrevistar a sus miembros. ¿Cómo hacerlo de manera que no se sientan obligados a aceptar a hacerlo a cambio de recibir las donaciones? Era algo que tenía que abordarse caso por caso. En su mayoría, distribuía las donaciones primero, y una vez concluida la entrega, les preguntaba a las personas si estaban disponibles para una entrevista. Pensé, de esta manera, con las donaciones ya en la mano, la gente no se sentiría tan obligada a decirme que sí. En otros casos, les preguntaba si ‘tenían tiempo’ para una entrevista, de esta manera, si querían rechazarla, tenían una salida fácil.

Debido a que los inmigrantes haitianos huyeron tras un desastre natural, no tuvieron tantos escrúpulos en ser fotografiados. Pero en el caso de los centroamericanos que intentaban escapar de la violencia de pandillas, hubo más renuencia. Al retratar a alguien, siempre dije claramente que era para un periódico. Si alguien me pedía no fotografiarlo, cumplí.

Una tarde, llevé una donación de títeres al Movimiento Juventud 2000, un refugio para familias. Los niños habían estado viendo una película en silencio, pero cuando empecé a repartir los juguetes, el estado de ánimo del lugar cambió. Fue una alegría ver a los niños tan emocionados. Uno de los padres, mexicano, se acercó a mí para darme las gracias por “traer algo de felicidad y hacer un hermoso día” para los niños. Le pregunté si estaría dispuesto a dejarme grabar su historia y él se negó. Aunque normalmente no me gusta ser rechazada para una entrevista, en este caso en particular, me alegro de que se haya negado. Me alegré de que, a pesar de estar agradecido por la donación, él estableció sus límites y no sentía la obligación de aceptar algo que no quería hacer.

Se les dice a los periodistas que no influyan en las historias sobre las que están informando. Se supone que somos imparciales, neutrales. Pero El Tecolote nunca ha afirmado ser neutral, y yo tampoco. Por otro lado, también se nos dice que escribamos sobre ‘lo que sabemos’ y yo conozco a Tijuana. Como tijuanense, y como ser humano, no podía imaginar estar allí y no involucrarme. Y como periodista, no podía estar allí y no informar. Al final, no obtuve todas las entrevistas o fotos que me hubiera gustado. Pero obtuve mucho más acceso del que esperaba.

El 14 de marzo, un grupo de aproximadamente 35 personas rompió la cerca de la frontera cerca del Océano Pacífico a plena luz del día. Dada la cantidad de turismo y monitoreo en esta sección del muro, es un movimiento audaz que rara vez se intenta ahí.

Al día siguiente, un grupo de hombres recién llegados de las caravanas se encontraban en uno de los miradores de Playas de Tijuana, cerca del muro. Comencé a conversar con uno de ellos, un hombre de El Salvador de nombre Juan. Me dijo que su hermana y su sobrino habían cruzado a los EEUU a través de un agujero cercano, horas antes de nuestra conversación. Su sobrino de 10 años estaba siendo señalado para ser reclutado por pandillas locales, quienes a menudo usan a los niños para hacer entregas de drogas o mensajeros. Unirse a una pandilla ciertamente tiene sus riesgos, pero decir no puede ser una sentencia de muerte. Así que, como tantos otros, huyeron.

Tan pronto como llegaron a Tijuana, trataron de procesar su solicitud de asilo, pero cuando llegaron al puerto de entrada de San Ysidro, se encontraron con personas que esperaban su turno desde octubre y se desanimaron. “Queremos ingresar legalmente a cualquier país”, dijo Juan. “Pero EEUU no está permitiendo eso. Si entras, te envían de vuelta. Te dicen que esperes tu turno… aquí en México. ¿Cómo podemos seguir el proceso desde aquí en México?”

Muchos esperan el proceso de asilo en Tijuana alojándose en los albergues locales, pero estos están ahora al límite de su capacidad. Las personas están más desesperadas que de costumbre, duermen en las calles y se quedan sin comer.

“No hay otra opción que tomar el plan B”, dijo Juan. Su hermana y su sobrino entraron por una brecha en la pared a unos 10 metros de donde las olas alcanzan la marea alta. Esta sección está formada por postes de acero gruesos, con espacio suficiente entre cada uno de ellos para que solo un niño muy pequeño pueda pasar. Una cerca de alambre refuerza los espacios entre los postes.

Juan me dijo que un grupo de personas usaba cortadores de alambre para abrir la cerca, luego un gato hidráulicoentre los postes de acero, forzando a abrir solo el espacio suficiente para pasar. Juan vio que esto sucedía y se lo contó a su hermana y sobrino. “Este fue el momento”, dijo Juan. “Era ahora o nunca”.

Debido a una orden de deportación anterior, Juan decidió no seguirlos, en su lugar probará suerte en México. Su sobrino le dio un beso de despedida y salió corriendo. Pero todo sucedió tan rápido que Juan no pudo despedirse de su hermana. Todo lo que podía hacer era mirar desde Tijuana mientras corrían por la playa, desapareciendo en la distancia. “Se siente fatal, no le deseo esto a nadie”, dijo Juan.

A una distancia de 4,300 kilómetros de las pandillas que intentaron reclutar a su sobrino, Juan está paranoico y mira por encima del hombro, luego a mi grabadora de voz. “Las cosas en El Salvador son tan malas. No mostrarás mi cara, ¿verdad? ¿No hay cámaras?” Después de hablar con él, camino cuesta abajo por el muro hasta la playa. En el lado de los EEUU, un equipo de soldadura repara el orificio por donde pasaron la hermana de Juan y varios más.

Cerca de 22 metros al este de donde se está remendando el agujero, el muro está cubierto por una bandera estadounidense gigante formada por restos de tela roja, blanca y azul. Hace unas semanas, caravanas y deportados se unieron para rendir homenaje a su sueño americano compartido.

Un hombre, que asumo es un turista local (ya que la mayoría de los migrantes centroamericanos no miden seis pies de altura y no viajan con bañador), camina hacia la bandera, prende un encendedor y lo sostiene en una de las esquinas. Me apresuro cuando la bandera se incendia rápidamente, pero el hombre se va antes de que pueda preguntarle por qué lo hizo.

Tomo fotos de la bandera ardiendo, fascinada por el hecho. Para algunas personas, es difícil ver la imagen de una bandera encendida y no interpretarla como un mensaje anti estadounidense. Pero no puedo pensar en nada más anti estadounidense que un sistema de inmigración que roba a las personas su libertad y encarcela a sus bebés en jaulas, un sistema que castiga a los buenos samaritanos que dejan galones de agua para salvar vidas a los migrantes que cruzan el desierto. Cuando veo que el fuego arde, no pienso en la destrucción, sino en una urgente necesidad de renovación.

Pensamos que hablar de migración tiene que ser una conversación sobre leyes y política. Pero un estómago vacío no es política. El miedo por tu vida no es política. Esto es mucho más grande. Tenemos que dejar de preguntar qué es lo que se debe hacer legalmente y comenzar a preguntar qué es lo que hay que hacer con compasión.

Pensamos que las conversaciones políticas son difíciles. Pero para aquellos que desean darle la espalda a los migrantes y refugiados, hablar de política es más fácil que enfrentar su propia falta de compasión. Es hora de que dejemos de hablar de leyes y política, porque diluye la conversación. Las leyes cambian y los movimientos políticos van y vienen. La compasión siempre se verá igual.