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Me mudé de México a los EEUU hace 16 años, el 1 de marzo de 2001.

A pesar de haber nacido en Chula Vista, CA y, por ende, ser ciudadana estadounidense, siempre me he sentido más como inmigrante. Había vivido toda mi vida hasta ese punto en México, tenía amigos e iba a la escuela. Pero a los 18 años decidí conocer aquello fuera de Tijuana.

Aquel miércoles, 28 de febrero de 2001, fui al trabajo con mi equipaje en mano y más tarde llegué a la estación de camiones Greyhound en San Diego, compré un boleto para el autobús que salía a las 9 de la noche y que me llevaría 750 millas hacía el norte hasta Fortuna (Humbolt County, CA.).

Subí al camión con aquello que llevaba a mi nombre: dos maletas y $60 en mi bolsillo. Me quedé dormida en el asiento y desperté a la mañana siguiente. El autobús hacía una escala en San Francisco por cuatro horas, por lo que decidí pasar la tarde explorando la ciudad.

En ese entonces, la Terminal Transbay se encontraba en SoMa, en la calle Misión. Inmediatamente, al salir de la estación hacia la calle, me encontré con sentimientos que jamás había tenido. Era como si la ciudad fuera un organismo, respirando y con un corazón latiendo. Pero mis planes ya estaban hechos, continúe mi viaje hacia el norte prometiéndome algún día regresar a esta ciudad. A las 4 de la tarde abordé el camión y terminé mi viaje.

Vine para trabajar con California Conservation Corps (CCC), quienes ofrecían alojamiento y tres comidas al día. Pagaban $5.75 como salario mínimo en aquellos tiempos. El trabajo era físico, desde recoger jeringas y basura en la calle, hasta plantar árboles, remover hierbas y la construcción de vías.

Llegué a Fortuna 25 horas después de salir de San Diego. Llovía. Noté que no había una estación, ni siquiera una banca o un techo, simplemente un letrero detrás del estacionamiento de una licorería. Busqué a mi alrededor tratando de encontrar la camioneta de la CCC que tendría que recogerme, pero no había tal.

Me dejaron a obscuras con mis maletas en una calle desconocida y completamente sola, estaba asustada. Traía conmigo unas monedas y fui en busca de un teléfono para llamar a CCC mientras cargaba mis maletas.

Unos minutos después llegó una camioneta blanca y en poco tiempo me encontraba en mi nuevo hogar en el centro CCC Shasta-Pacific.

El siguiente día tendría que dedicarlo a conocer al resto del equipo, conseguir madera y limpiar las áreas del campamento. Recuerdo haber visto a gente por primera vez haciendo sus propios cigarrillos, todo se veía muy exótico para mí.

Llegar a un nuevo país, a un hermoso bosque, con 18 años de edad, era como si hubiera vuelto a nacer. Todo y todos eran nuevos —el entorno, el trabajo y, sobre todo, la libertad.

Seis meses después ocurrió el 9/11. Todos los proyectos de trabajo fueron cancelados ese día, los equipos pasaron el día afilando herramientas, lavando los vehículos y trabajando en otras cosas mientras los superiores pensaban que hacer.

Al siguiente día volvimos al trabajo. Normalmente empezábamos los días con juntas de seguridad, nos sentábamos en un círculo y cada persona compartía algún consejo de seguridad, pero el 12 de septiembre de 2001 nuestro supervisor no quería consejos. En lugar de eso, empezó a preguntar a cada uno la misma pregunta “¿Estás orgulloso de ser americano?”

Tuve sentimientos encontrados. Si, era estadounidense de nacimiento, pero había crecido en México y solo había estado en los EEUU por unos cuantos meses. Me sentía como una mexicana que intentaba vivir la vida americana.

“Estoy orgullosa de quien soy y estoy agradecida de poder estar en los EEUU”, eso dije cuando fue mi turno.

Pero no fue suficiente.

“Mabel, ¿estás orgullosa de ser americana?” mi jefe insistió frente al grupo. Su paciencia se agotaba y preguntó una tercera vez, más fuerte y con pausas más largas. “Mabel ¿me podrías decir, por favor, que estás orgullosa de ser americana?”

Solo quería que terminara mi turno.

“Sí”, respondí. “Estoy orgullosa de ser americana”.

Después de eso, la vida regresó poco a poco a la normalidad, pero veía cada vez más banderas estadounidenses colgadas en todos lados.

Algo que había traído a mi viaje hacia los EEUU había sido una cámara 35mm Vivitar SLR. En ese tiempo, los rollos de negativos se vendían en pequeñas cajas de cartón con las instrucciones de exposición impresas en el interior. Tuve mi primera clase de fotografía leyendo una de esas pequeñas cajas. Me enamoré de la fotografía, de capturar todos esos nuevos paisajes con esa primera cámara, que tenía roto el medidor de luz y un enfoque manual.

Después de estar dos años con el equipo de conservación, empecé a tomar clases en el College of the Redwoods.

En el 2008, siete años después de haber recorrido vagamente las calles de Sn Francisco después de aquel viaje en autobús Greyhound, cumplí la promesa de regresar a la ciudad y estudiar fotoperiodismo en la Universidad Estatal de San Francisco. Por segunda vez, empezaba nuevamente una vida, sola, en un lugar nuevo.

Me gradué en 2010 y pronto fui recibida en el mundo de El Tecolote, en donde fui contratada como editora de fotografía, y donde aún sigo trabajando.

Ahora, dieciséis años después, puedo responder a mi jefe del equipo de conservación aquella pregunta: “Estoy orgullosa de ser mexicoamericana”. Estoy agradecida por las oportunidades que no podría haber conseguido en otro lado, y orgullosa de lo que he conseguido con esas oportunidades.

Estoy agradecida de vivir aquí con seguridad mientras realizo un trabajo que en México podría costarme la vida. Me siento honrada de poder dirigir a un equipo de periodistas visuales que documentan de manera consciente la historia de la experiencia latina que no está siendo documentada actualmente por ningún otro medio en la ciudad.

Al reflexionar sobre mi americanismo, estoy sorprendida de que aún, después de dieciséis años, me cuestiono si soy bienvenida aquí.  Gracias a Dios por el distrito de la Misión.

Dieciséis años después de ese largo viaje en autobús, regreso a donde empecé, vivo a unas cuadras de donde se encontraba la terminal de autobuses en donde me prometí que regresaría a San Francisco.

Para cada persona que ha dejado su país atrás, llega un momento en el que los recuerdos y experiencias que formamos en el nuevo país se vuelven más vivos y reales que aquellos que teníamos en nuestra tierra madre.

Eventualmente te sentirás estadounidense, con los derechos y privilegios que trae consigo, aunque esto sea mas para unos que para otros.

— Traducción por Karen Sanchez