Recuerdo la sensación de incertidumbre cuando comenzó la cuarentena. Soy un músico nacido y criado en San Francisco, un veinteañero recién graduado de la universidad estatal de esta ciudad, padre de dos niños.

Una semana antes de la cuarentena por el COVID-19, cuando volaba de regreso luego de una tocada, me entró la preocupación: ¿y si portaba el virus e infectaba a mi familia? Mi compañera es una maestra de kinder. Esa misma semana, el Departamento de Salud Pública le había informado que un estudiante en su clase vivía con una persona que se había contagiado con el virus. Tuve miedo. No sabía lo que venía, si acaso había contraído la enfermedad o si era contagioso. Tantas preguntas sin respuesta.

Cuando me dí cuenta de que estaríamos resguardados en casa indefinidamente, logré adaptarme a esa nueva realidad y traté de ver lo bueno en ella. En esa cuarentena, asomado a la ventana, pude ver muchas familias que salían juntas a caminar y jugar.

Cuando salí a la calle, conocí por primera vez  a varios vecinos y cuando iba al mercado, tuve buenas conversaciones con cajeros y con otros clientes. El país se vio forzado a suspender su ritmo alocado y se detuvo. La pandemia nos hizo recobrar nuestra humanidad.

Al aclimatarnos a nuestra nueva normalidad y a nuestras nuevas amistades, de pronto la nación entera sufrió otro golpe, cuando vimos a George Floyd dar su último respiro. Lo que sobrevino fue una de las más significativas protestas en muchas décadas.

“Tu generación ha conmovido al mundo, ¡al mundo entero!”, me dijo un señor de 71 años, nacido en el barrio de la Misión. “Lo que está pasando es más poderoso que la era de la lucha por los derechos civiles!”.

Los manifestantes contra el racismo y por la violencia policial pasan por un cartel del Departamento de Salud Pública para recordar a las personas portar cubrebocas y mantener la distancia social durante la COVID-19, en San Francisco el 3 de junio de 2020. Foto: Jennifer Hsu

La pandemia ha puesto al descubierto las injusticias de este país y las coloca bajo un microscopio. Algunos tal vez puedan tratar la cuarentena como unas vacaciones, pero otros han perdido sus trabajos y hogares. Los pobres, los negros, los inmigrantes, la población indocumentada, han sido abandonados, forzados a esconderse aún más o a tratar de hacer cualquier cosa por ganarse un dólar.

Pero de la necesidad surgió la camaradería. Aunque levemente, parecemos abandonar la creencia individualista de esta nación y vernos como compatriotas.

La muerte de George Floyd fue la chispa. Fue la gota que derramó el vaso, la paja que quebró la espalda del camello norteamericano. Cayó también el muro de silencio y millones gritan sus verdades contra los poderosos. Toda esta nación hoy grita: “¡NO PUEDO RESPIRAR!”.

Las almas de nuestros ancestros despertaron nuestros espíritus dormidos y nos dimos a la acción. Todo el país hoy parece arder con un fuego de amor y con una rabia que solo puede ser entendida por aquellos que quieren cambios. La revolución es un acto de amor. El amor nos hace actuar, a pesar de la pandemia.

Gracias a toda la gente que ha ido a manifestarse, o que han colocado un letrero en la ventana, o derrumbado una estatua, o gritado “¡Cabrones!” a la policía. Gracias a los/las que han sido golpeados y arrestados, o que han recibido balines de goma o gas lacrimógeno, gracias a quiénes fueron encarcelados y a quiénes perdieron la vida en estas últimas semanas. Sus esfuerzos no serán en vano. Gracias a ellos, hoy tengo esperanza, cuando ayer no la tenía.