Carlos Barón

Recientemente tuve una cirugía. Con el paso de los años, esas intervenciones han ocurrido con mayor frecuencia. Los tiempos cuando me creía inmortal se han ido.

Si futuros arqueólogos desentierran mis huesos (si es que dejo), tal vez digan: “Este hombre seguro fue un importante miembro de su tribu. ¡Noten las muchas maneras con que lo mantuvieron vivo y funcional!” Amistades y familiares me llaman ‘El Hombre Biónico’.

Esos arqueólogos eventualmente descubrirán que la razón principal de las muchas y exitosas intervenciones en mi cuerpo no es por haber sido un importante personaje de mi época: ¡solo es por tener un buen seguro médico!

El seguro médico es un derecho humano básico, especialmente en esta mal llamada ‘nación desarrollada’, donde la salud y la educación son —generalmente— negocios con fines de lucro. Todo el mundo debe tener un buen seguro médico y una buena educación. Gratuita. ¡Un sueño!

Hoy no escribo acerca de un sueño. Voy a compartir una excelente realidad: el magnífico cuidado que recibí por parte de un equipo multilingüe y multicultural de trabajadores de la salud, pertenecientes al Hospital Kaiser, en el Sur de San Francisco.

Una cirugía donde se aplique anestesia total y en la que varios instrumentos afilados penetran el cuerpo es un acto de fé, como el subirse a un avión y entregarse a las manos del piloto.

¿Podría confiar en un equipo de salud estilo Naciones Unidas? ¿Tendría un buen vuelo?

Los tiempos xenofóbicos que estamos viviendo demandan historias que acepten y celebren el hecho de que somos un país multicultural. Todos somos inmigrantes. Excepto, por supuesto, los pueblos originarios. Esa realidad nos fortalece.

Desde el momento en que llegué al hospital, un equipo de profesionales capaces me hicieron sentir relajado. Muchos (tal vez la mayoría) eran inmigrantes de primera o segunda generación. De todos los colores del arcoiris.

Ilustración: Gustavo Reyes

Para empezar, la sonriente mujer en la Oficina de Ingreso, era una puertorriqueña mexicana. Me comentó del Desfile del Día Puertorriqueño, en Nueva York, de lo bueno que es: “¡Debe ir!”, me dijo.

Luego, me llevaron a la Unidad de Pre-Cirugía Ambulatoria, donde una joven proveniente de Nepal procedió a preparar mi cuerpo para la cirugía con una calma profesional.

Después llegó Silvia. Una enfermera china. Antes de hacerse cargo de mí ya la oía, contando historias y bromeando con personas del equipo de salud y con otros pacientes.

Por más de 30 años impartí una clase de cuentacuentos. Puedo reconocer una buena historia cuando la veo (o cuando la oigo), aunque solo esté insinuada debajo bajo la superficie.

Le pregunté acerca de su nombre. Ella rió y contestó: “tenía 9 años de edad cuando llegué. Me pusieron en una clase con otros inmigrantes recién llegados y la profesora nos dijo que debíamos escoger un nombre estadounidense. Ella leyó de una lista de nombres. ¡Escogí ‘Cenicienta’! No conocía la historia, pero me gustó el sonido del nombre. Luego, la profesora siguió leyendo nombres y oí ‘Silvia’. Levanté mi mano y pedí cambiar mi nombre, de Cenicienta a Silvia. Silvia sonaba un poco como mi nombre en chino. ¡Desde entonces soy Silvia!”

A un lado de mi cubículo, otro paciente estaba siendo preparado para su anestesia. Hablaba en español con la anestesióloga, que era también la mía. Había leído su biografía. Ella me la había enviado antes de la cirugía. Carolyn Ríos es una joven puertorriqueña del Barrio Bronx, en Nueva York. Actualmente, vive en San Francisco, en el Distrito de la Misión. Carolyn se oía animada y simpático. Con el paciente, compartía su predilección por el ‘lechón’, o cerdo asado. ¡El Desfile del Día Puertorriqueño de nuevo fue mencionado!

Cuando llegó mi turno para la anestesia, ya no estaba nervioso.

Desperté en la Sala de Recuperación.  A mi lado se sentaba una enfermera filipina. Me preguntó cómo me sentía e informó dónde me encontraba. En menos de un minuto (así me pareció), entablamos una buena conversación. Le dije que era un profesor jubilado de la Universidad Estatal de San Francisco. Ella sonrió y me contó que su hija era una bailarina y que su hijo era un artista. “El podría ser muy bueno. ¡Debiera ver su trabajo de graffiti! Mientras sean felices, ¡que hagan lo que deseen!”.

No puedo terminar esta historia sin nombrar a mi cirujano, el doctor David Minh Le. Cuando lo conocí, ¡descubrimos que éramos exalumnos de la Universidad de California, en Berkeley! (¡Fuerza, Osos!).

El doctor Le es un joven vietnamita-americano, crecido al sur de California. Le mencioné que cuando fui estudiante en Berkeley, había participado en muchas marchas en contra de la Guerra de Viet Nam. Él contestó que tal vez habría hecho lo mismo… pero que aún no había nacido. Luego añadió: “Tal vez el hecho de que sea un doctor, se deba a que mis padres tuvieron que salir de Viet Nam. ¡Y por eso, hoy puedo operarte!”.

Hay otras subhistorias, otros personajes interesantes, pero se mantiene el punto principal de esta historia: tuve el privilegio de recibir una magnífica atención profesional, llevada a cabo por un equipo de gente que vino (o que sus familias vinieron) a los EEUU desde diversos países y que han enriquecido este país con su llegada.

Este es un breve sumario de mi acto personal de sanación multicultural. Necesitamos un acto de sanación mayor: necesitamos sanar a este país.

Comencemos por dejar de temer y odiar a los inmigrantes.