[su_label type=»info»]Columna: El Abogado del Diablo[/su_label]

Carlos Barón

Se ha hecho una sorprendente serie de comentarios a favor y en contra de las recientes acciones de Colin Kaepernick, el mariscal de campo que dirige la ofensiva de los 49ers de Santa Clara —ay, quise decir los 49ers de San Francisco (perdón, el subconsciente me traicionó).

“¿Sentarse o no sentarse?”, es la pregunta que concierne a este joven atleta, quien se niega a ponerse de pie durante la entonación del himno nacional antes de comenzar a jugar un partido. “¡Traidor!”, dicen muchos. “¡Héroe!”, responden otros. ¿Debería decírsele a Colin, a quien previamente se le ha criticado por no hablar mucho, que “se calle y juegue futbol?” Veamos, él no protestó cuando “las bombas explotaban en el aire” (bombas de verdad, no los pases largos lanzados en un partido), Kaepernick hizo más grande su pecado al abrir la boca y explicar coherentemente que no rendiría homenaje al himno de un país que trata a gran parte de su población —especialmente a la afroamericana y latina— brutalmente, principalmente a través de las fuerzas policíacas, esas que han sido contratadas para servir y proteger.

Inmediatamente la hostilidad comenzó a descargarse sobre Kaepernick, desde distintas fuentes, incluyendo a su antiguo entrenador universitario, quien dijo que la causa por la que protesta es “egoísta”, y el dirigente de la Asociación de Policías de San Francisco lo acusó de actitud ingenua e insensible hacia los oficiales de policía.

Ahora vuelvo al encabezado de esta columna: “Te pagan por correr, no por pensar”. Para explicarlo, partiré de mis experiencias personales.

El columnista Carlos Barón ganó en 1965 la de medalla de oro en la carrera de 200 metros, en el Campeonato Sudamericano en Río de Janeiro. Courtesía Carlos Barón

Hace años atrás, a mediados de la década de los 60, llegué a California con una beca deportiva, después de recibir una medalla de oro en el Campeonato Sudamericano de 1965 por la carrera de 200 metros, que tuvo lugar en Río de Janeiro. Tuve la gran suerte de aterrizar en la Universidad de Berkeley en medio de la maravillosa locura de aquellos tiempos.

La guerra de Vietnam estaba en su apogeo, el Partido de las Panteras Negras había nacido, el frente de liberación de la mujer se estaba fortaleciendo, el Movimiento de Derechos Civiles de los 50 y principios de los 60 estaba añadiendo temas en su agenda, como la lucha para incluir a gays y lesbianas en el tejido de la sociedad. Y el “Verano del Amor” fue maravilloso… El racismo era una realidad detrás de todo. Lo mismo se puede ver hoy en día, aunque muchos insisten que al haber elegido un presidente de raza mixta (por cierto Kaepernick también lo es) nosotros en los EEUU vivimos ahora en una “sociedad post-racial”. La verdad, ayer y hoy, es que no es así.

En 1968, durante una entrevista del periódico estudiantil de la Universidad de Berkeley, llamado The Daily Californian, apoyé que se condenara al Olympic Club —una institución de Nueva York la cual estaba organizando una carrera en el Madison Square Garden de la ciudad de Nueva York. Yo estaba listo para competir en la carrera de relevo de una milla como representante de Berkeley. Como competidor se me pidió que comentara sobre el hecho que el Club Olímpico no admitía afromericanos como miembros.

Como yo venía de Chile, era novato en los temas raciales en este país y —aunque mi despertar político era una creciente realidad— tuve cuidado de no hacer o decir nada que pusiera en peligro mi estatus en este país. Por eso, me acuerdo haber sido muy cuidadoso con las respuestas que di.

Sin embargo, no podía ir en contra de lo que yo creía: la discriminación en contra de los afroamericanos estaba mal. Yo me llevaba muy bien con los atletas negros. Descubrí mucha similitud entre nosotros, y ellos me hicieron sentir bienvenido en este país lleno de conflictos con sus bromas y sus fuertes risas. Ellos fueron mis primeros amigos en estas tierras.

El día que se publicó el artículo con mi entrevista, me di cuenta que mis compañero blancos me miraban raro, como si quisieran decirme algo, pero no lo hacían. Fue el entrenador del equipo quien me ayudó a comprender lo que pasaba. Me llamó a su oficina, después de referirse al artículo, me dijo: “Carlos, a ti te trajeron para correr. No para pensar.”

Nunca he olvidado aquellas palabras. No le contesté. Simplemente me quedé callado mientras el entrenador me decía algo así como que yo era “un joven buena persona, talvez un poquito joven e ingenuo para entender lo que sucedía en este país. Yo solo tenía 20 años así que no podía disputar el hecho de ser un poco inocente. Pero sabía que estaba en lo correcto al protestar y decir mi verdad… aunque las rodillas me temblaran.

Mi experiencia no fue un gran acto de valentía ni destacable —no como el de Kaepernick. Sin embargo, nunca lo he olvidado. Fue una lección importante. Aquellas palabras formaron una frase que se convirtió en algo que me ayudó en mi formación y me dio fuerzas en el desarrollo de mi claridad política. Me siento orgulloso de haber encontrado el coraje para decir lo que pensaba.

Hoy, Kaepernick oye palabras de críticas parecidas e incluso más fuertes. Se le juzga por ser “ingenuo”, “no ser sincero”, “no ser patriota”, “ignorante”, “desgraciado”. Estoy en total desacuerdo.

Al permanecer sentado durante la entonación del himno nacional, de la Star-Spangled Banner, él ha logrado abrir un diálogo muy necesario sobre varios temas: relaciones raciales, el significado del patriotismo y la necesidad de defender nuestros principios.

Los entrenadores al igual que los generales militares permanecen al borde. Son los jóvenes quienes pelean las batallas riesgosas. Merecen que se les escuche. Kaepernick al permanecer sentado, al igual que Rosa Parks, antes que él, actúa con extrema valentía, sensatez y patriotismo.