Carlos Barón

Hace algunos años impartí una clase en la Universidad Estatal de San Francisco, ‘Taller teatral de La Raza’. Uno de los estudiantes era un simpático chicano. Me referiré a él como Agustín. 

Era un poco mayor que los demás alumnos, tal vez al final de sus veinte, o comenzando los treinta. Un tipo buen mozo, sin temor a expresar sus opiniones. Estudiantes así, comprometidos en el proceso de enseñanza, es una importante razón para haber gozado la docencia.

El atreverse ha sido un elemento clave en mi estrategia académica. Especialmente en clases de teatro. Creo que los actores tienen que atreverse a actuar. Atreverse a ser payasos, ‘asesinas’, ‘sexy’ o ‘traicioneros’. Lo que el personaje les demande.

Agustín hablaba sin temor, preguntaba mucho y estaba comprometido con la dialéctica. Se atrevía a ser un estudiante y me motivaba a atreverme a ser un buen profesor.

Él buscaba un posgrado en psicología. Su novia, también chicana, era una graduada en Consejería Social. Ella era, según me dijo Agustín, su razón principal para retornar a la escuela. ¡Eran una linda pareja!

Dirigiéndose al resto de la clase, Agustín contó que había tomado un receso de la educación tradicional, “para hacerme estudiante en la Universidad del Barrio.” Agregó, con una gran sonrisa: “¡Tengo tatuajes y cicatrices como prueba, profe! ¡Soy un Cholo Académico reformado!”

Una noche invernal, llevé a la clase a ver una obra que se presentaba en un teatro ubicado en la calle Valencia, cercano a la Calle 16. Era justo antes que la gentrificación cayera, como un tsunami. Hace veinte años.

En ese paseo nocturno al Barrio de la Misión, los estudiantes hablaban, reían y bromeaban con entusiasmo, gozando de esa cita teatral, felices de estar lejos de la universidad. Solo Agustín estaba más callado y cubría gran parte de su cara con una pañoleta palestina. “Debe tener frío”, pensé.

Mafalda. Cortesía: Quino

Después de la función, caminamos hacia la Calle 16 y Valencia. Éramos una manada hambrienta y ruidosa. Sugerí que cruzáramos la calle y fuéramos a una popular taquería cercana.

Antes de que pudiéramos decidir, Agustín interrumpió: “¡Lo siento, Profe! ¡No puedo cruzar la calle! Yo antes reclamaba esta parte de San Pancho. Los de ese lado de la calle… eran rivales. Ya no participo de esa vida… pero a lo mejor me reconocen… y… ¡no sería bueno! ¿Entiendes, Méndez?”

Así las cosas, no cruzamos la calle. Encontramos otro lugar para comer, donde Agustín estaría seguro y no lo atacarían por el hecho de que en un pasado no muy distante, había reclamado el lado enemigo de la calle. Fue divertido (tal vez no tanto) el que Agustín nunca hubiera comido ahí. “Escuché que acá… ¡solo gabachos venían a comer, Profe!”

Agustín salió feliz de comer ahí y se dio cuenta de que la mayoría de los clientes y trabajadores eran una gran mezcla: asiáticos, latinos, indios, blancos, negros. Un arco iris. Y la comida estaba deliciosa.

Cuando dejamos el restaurante y estábamos despidiéndonos, Agustín sonrió, con una sonrisa teñida de disculpas y me abrazó, añadiendo por lo bajo: “Si, profe, lo sé, lo sé! ¡No me diga nada!”. Y nos separamos.

No le dije nada, pero nunca me olvidé de esa noche.

Desde entonces, le dije a mis estudiantes, a mis familia, a quien cruzara mi camino: SI reclamas algo, ¡reclama lo más grande! No reclamemos  dos a tres cuadras, o una esquinita del mundo, o una sola nación…¡reclamemos lo más posible! ¡Reclamemos el mundo entero!

Greta Thunberg reclama el mundo entero. Ella es una activista sueca de 16 años, que se ha entregado a una dura lucha contra el calentamiento global… aunque sufre del síndrome de Asperger. El Asperger, descrito como “una forma de autismo de elevado funcionamiento”, es un desorden mental que puede crear problemas de expresión verbal, disminución de las habilidades sociales o el desarrollo de daños sicológicos.

Por otra parte, la gente con este síndrome pueden ser muy inteligentes y poseer altos niveles de expresión verbal, especialmente en un tema particular, un tema que cause ‘una obsesión’ en ese tema en particular.

Podemos sentirnos afortunados de que Greta Thunberg nos incluya en su obsesión, en su reclamo, porque ella reclama por el mundo entero. Ella se entrega entera a esa lucha, como otros u otras héroes y heroínas de la lucha ambiental, que literalmente han dado y siguen dando sus vidas por nuestra madre común: la Madre Tierra.

¡Unámosnos para salvar a nuestro mundo! ¡Reclamemos de vuelta este planeta de aquellos y aquellas que lo destruyen y solo buscan ganancias económicas de nuestra Tierra! Eso es un reclamo que vale la pena.

Hace seis meses me encontré de nuevo con Agustín. Había terminado su maestría ¡con un alto promedio. Estaba orgulloso y yo compartía su orgullo. Se había casado con su novia y ella también había obtenido su maestría. Tenían una hija de 12 años. 

Al despedirnos, nos abrazamos nuevamente y esta vez me susurró: “Profe: ahora camino por donde quiera…¡y cruzo todas las calles!”