[su_label type=»info»]El Abogado Diablo[/su_label]

Ilustración: Janna Yashchuk / TheFeministProject.com

“Algunos nacen privilegiados, algunos se hacen privilegiados y a algunos les cae el privilegio”, parafraseando  a Malvolio, en Noche de Reyes, de William Shakespeare.

Si vamos a comenzar un proceso de sanación en este país, creo firmemente que lo primero que  debemos hacer, es examinar cómo nos concierne el concepto del privilegio, a todos por igual.

Hoy en día, en la cargada atmósfera que compartimos los humanos de todo el mundo, el término ‘privilegio’ provoca que la gente blanca se sienta muy cuestionada: ¿Debo sentirme culpable? ¿Es acaso mi culpa el haber nacido de este color? ¿Dónde está mi privilegio?

En el contexto de lo que llamo ‘una sociedad a flor de piel’, esa preocupación basada en el color, aunque exagerada, tiene bastante sentido. Es difícil atravesar limpiamente esa primera puerta de percepción.

Como latino y blanco, me gustaría decir algo al respecto de ese término y ofrecerme como primer ejemplo.

Para empezar, nací en Chile. Soy más alto que el común de los chilenos, blanco, de ojos azules. Desde pequeño, ¡hasta mi propia madre me decía ‘gringo’! ¡Claro’!,ella lo decía con cariño.

Desde temprana edad, noté las poco sutiles formas en que otros comentaban mi apariencia. No siempre eran comentarios positivos. Estos, los aceptaba naturalmente. Los negativos, ¡mucho que me jodían!

Recuerdo, por ejemplo, tener unos 10 años de edad y caminar hacia un grupo de trabajadores en un mercado, que comenzaron a cuchichear entre ellos, sonriendo o riendo al acercarme. Entonces, un par empezó a ‘conversar’ en una jirigonza sin sentido, que pretendía ser inglés, u otro idioma extranjero. Apenas un niño -—y tímido— no sabía como responderles. Seguí mi camino, avergonzado. ¡Un extranjero en mi propia tierra!

Ya más maduro, supe responder cuando otros me salieron con alguna lesera semejante y les grité: “¡Qué se creen? ¡Soy tan chileno como ustedes!” Al momento dejaron de reír y se disculparon, colocándose rápidamente en la odiosa categoría social que la clasista sociedad chilena establecía y que mi apariencia demandaba: “Disculpe patroncito. Pensamos que usted era… un gringo.” “¡Chís!”, respondí, “¡Yo no soy gringo! ¡Y tampoco soy tu patrón!”

Por supuesto, también he vivido muchas instancias cuando se me abrieron las puertas mágicamente, cuando no debieron abrirse. Una vez llegué al aeropuerto de la Ciudad México, más de 30 años atrás. Había una larga línea de gente de piel oscura, de baja estatura, esperando registrarse con las autoridades migratorias. Seguro que la mayoría eran  mexicanos. Me formé al final de la fila, como correspondía. Casi de inmediato, un representante del aeropuerto apareció y me sacó de la línea, disculpándose: “Oh, no señor. Usted no tiene que esperar ahí. Por favor, sígame”. Lo seguí, avergonzado, sintiendo en mis espaldas la molestia de toda esa gente que seguía formada.

Creo que me habría sentido igual de molesto si fuera uno de ellos… pero casi seguro no habría dicho nada. Iguall que ellos. ¿La maldición de la Malinche?

La misma clase de ‘discriminación favorable’ (o privilegio) me pasó muchas veces más, en distintos países, incluso en la Cuba revolucionaria. Por eso, no solo es una maldición mexicana.

Puesto que vivimos en una sociedad ‘a flor de piel’, es imperativo que examinemos qué tipo de imagen mostramos en el dintel de la puerta, con solo pararnos ahí. Esa imagen, la primera impresión, es importante. Puede ser la diferencia entre amor a primera vista o muerte a primera vista.

Eso del ‘perfil racial’ está vivo y coleando en todo el mundo. Estamos invadidos por estereotipos. Cada día, a la vuelta de cada esquina, miramos a la gente por un breve instante y categorizamos u ordenamos en el gabinete de nuestras relativas experiencias: hombre blanco, mujer negra, chico, pobre, fea, potenciamente peligroso, bello, con vello, orgulloso, miedosa, bizco, nerviosa. Añadir categorías a su antojo.

Puesto que esa es nuestra realidad, a pesar de que muchos podemos trascender el hacer generalizaciones burdas, basadas en primeras impresiones, es importante cómo actuamos o reaccionamos, o cómo somos percibidos al entrar en un lugar siendo lo que somos: blanco, café, hombre, mujer. Y todo lo demás.

El relativo privilegio (o su carencia), que nuestro aspecto externo merezca (y, por supuesto, por el cuadro completo de lo que somos), demanda un auto-examen: ¿Cómo se nos percibe? ¿Cómo nos percibimos? ¿Cómo percibimos a los demás? Más allá de la primera impresión.

Como hombre latino y blanco, he sido privilegiado, no solo por mi apariencia externa, sino también por haber aprendido a leer y escribir antes de los 5 años, porque crecí sin televisión, crecí con una familia cariñosa, casi nunca tuve hambre.

Puedo añadir el haber sobrevivido a un brutal golpe militar (Chile, 1973), además de la fortuna de ser un profesor, padre, abuelo, amante feliz, por haber podido viajar. También privilegiado por tener tiempo de pensar y conversar, de soñar, además del privilegio de escribir esta columna.

Esos son algunos de mis privilegios. ¿Cuáles son los suyos?