Perros callejeros en Cerro Alegre, Valparaíso, Chile. Foto: Chris Goldberg/Flickr Commons
Carlos Barón

Quise añadir mi voz al coro de protestas que Trump provocó con sus insultos en contra de los futbolistas que protestaban por el racismo y la brutalidad policial. Los protestantes, siguiendo el ejemplo del aún injustamente desempleado jugador Colin Kaepernick, se han arrodillado -o sentado- durante la entonación del himno nacional.

Como es su costumbre, mister Trump tergiversó las protestas y las describió como “una falta de respeto hacia el himno patrio, la bandera…” y todo lo sagrado de este país de los (relativamente) libres.

Añadiendo insultos, Trump llamó ‘hijos de perra’ a los protestantes. Perros. No cabe otra interpretación a lo que ladró mister Trump. Por supuesto, después de eso, el número de protestantes creció.

Los insultos del #45 me alejó de las protestas y me hizo pensar en los perros. Agradecí ese nuevo rumbo. El tema del himno nacional está suficientemente cubierto.

Así, esta semana la columna se concentra en lo perruno. Casi por completo.

La semana pasada hubo una gran interrupción del sistema de trenes BART. Por casi dos horas, los trenes con rumbo oeste se detuvieron en las vías: ¡un perro se había metido en los rieles! ¡Guau! o ‘Wow’, en inglés.

¿Acaso la razón principal del corte del servicio fue la seguridad? ¿Si el tren golpeaba al perro se descarrilaría? ¿Si el perro tocaba el tercer riel se electrocutaría? ¿Una razón legal? El dueño del perro (si lo había) ¿podría enjuiciar al BART? ¿O BART enjuiciar al dueño del perro? ¿Acaso BART estaba siendo bueno con el perro?

No estoy seguro en lo anterior, pero sé lo que Trump hubiera dicho: “¡Saquen de ahí a ese hijo de perra!”

Por suerte, al perrito lo alejaron del peligro y los pasajeros continuaron su viaje, agunos ladrando o aullando su descontento en los medios sociales: “¿Por qué no atropellaron al pinchi perro? ¿Acaso los perros importan más que los humanos?” Lo que se llama privilegio homo sapiens.

Un perro en un techo en México. Foto: Mark Notari/Flickr Commons

En Chile, mi país de origen, los perros están por doquier. Son entidades omnipresentes. La gente ama a los perros tanto como se les ama en otras partes, pero en Chile el número de perros callejeros es enorme. Lo mismo sucede en otros países latinoamericanos. Los perros se multiplican con poca interferencia pública, aunque a muchos se les captura, se les lleva a la perrera y se les sacrifica.

Nada ni nadie es muy formal o sagrado para los perros. En Chile, los perros se dejan ver en cualquier función oficial al aire libre: en los desfiles militares, en las funciones de teatro callejero y, por supuesto, en las protestas callejeras. Ahí, generalmente, se colocan del lado de los que protestan. A los perros, ladrando al lado de estudiantes y trabajadores, les cae por igual el gas lacrimógeno, los palos y el agua sucia que lanza la policía.

Todas las funciones públicas son propensas a la intromisión del animal considerado como “el mejor amigo del hombre”. Sinceramente, que los perros tienen una simpatía natural por los desamparados. A menos que sean entrenados por la policía.

En las Américas, los perros tienen un nicho especial en la mitología azteca,  donde se creía que los perros seguían sirviendo a sus amos después de la muerte, guiando las almas de los fallecidos por las entrañas del mundo subterráneo, hasta llegar a Mictlán, el sitio final de los muertos.

Los indigentes, tanto en Latinoamérica como en los EEUU, crean fuertes lazos con sus perros. Más que seguro, el perro que hizo detener el servicio de trenes del BART, pertenecía a un indigente. ¡Ojalá los dos se reencuentren!

Pero los perros no son el único tema en esta columna. Hay otro tema: los murales. Creo que, en cierta manera, los murales son “los perros callejeros del arte”. Dejen que lo explique con un poema que escribí por 1970, para la inauguración de un mural pintado en Berkeley por el artista chicano Daniel Gálvez. Con él, aprovecho para enviar un saludo a Precita Eyes Murals por su 40 aniversario, una organización nacida en 1977.

El Mural

No hay precio de entrada que nos separe de estos colores.

No hay marcos, a no ser por el cielo, la lluvia, el sol, la gente, el aire contaminado.

No hay un guardia exigiendo ¡No tocar! ¡No mirar mucho rato! ¡No apoyarse! ¡No mearse!

¿Es esto una obra de arte? ¿Dónde están las precauciones? ¿Dónde las agencias de seguro? ¿Dónde el silencio que va, de la mano, con ese arte que cuelga en los museos? ¿Es esto una obra de arte?

Oh, ¡sí que lo es! Una obra de arte, ¡como tu y yo hermana/hermano!

Estas imágenes en el muro han venido a vivir entre nosotros, se han hecho parte del barrio, se arriesgan con nosotros, envejecen y se arrugan, mueren con nosotros.

Este museo no abre de 9 a 5. Este museo está siempre abierto. Siempre gratis. Siempre generoso. Como el amor verdadero.

¿Es esto una obra de arte?

¡Por supuesto! Aquí es donde todo comenzó. ¡Pregúntele a la gente de las cavernas!

Los perros latinoamericanos, al igual que los murales, comparten libremente el espacio público con los humanos. Viven con nosotros, se arriesgan con nosotros, envejecen y se arrugan, mueren con nosotros. `