Foto: Azucena Hernández
Carlos Barón

Imagínese un día bonito. Uno que invita a salir y gozar del cálido sol en un verano que casi termina. Tal vez tirarse al agua, o simplemente acostarse en una playa, ojos cerrados, escuchando el batir de las olas y el graznido de las gaviotas sobrevolando.

También se escuchan, por doquier, risas infantiles de niños y niñas morenos. Tal vez latinos, tal vez indios, que utilizando pedazos de maderas construyen castillos de arena, que también han llegado a descansar en la playa y  adornan sus castillos con pedazos de conchas marinas o cadáveres de pequeños animales marinos, una pata de cangrejo, una pluma o un pedazo de vidrio redondeado y suavizado por las olas.

A pocos metros, una pareja de pescadores asiáticos buscan tener suerte. Más allá, una joven pareja de distintas razas se toman de las manos. Ella parece ser asiática americana, él europeo americano. Según las odiosas distinciones normalizadas en nuestro país.

Padres y madres mantienen un ojo pegado en sus criaturas. “¡Ashish! ¡No te metas al agua!” “¡Roberto! ¡No le tires arena a la Espi!” Los niños obedecen y controlan sus inocentes diabluras. Los adultos se relajan y vuelven a gozar del día, compartiendo una merienda, tal vez un chiste bien contado o una cuita, una cuita que tal vez desaparezca por el encanto de lo bello del entorno. Si no desaparece, este día de sol la hará disminuir.

De pronto, un joven blanco, cercano  a los 20 años, viene corriendo hacia donde se agrupan las familias. Se ve agitado y carga una gran mochila. El ambiente cambia de un golpe y una sensación de alerta llena el espacio.

Una alerta hecha necesidad por unos crueles y recientes sucesos.

¿Por qué corre ese joven hacia la gente en la playa? ¿Qué trae en esa mochila? “¡Roberto! ¡Ashish! ¡Esperanza! ¡Vengan!” Las familias, preocupadas, se agrupan alrededor de los adultos. El joven de la mochila se detiene a un par de metros del grupo, recobrando el aire.  Pausa por un par de segundos y luego habla: “Disculpen. ¿Acaso olvidé mi abrigo por acá? ¿Alguien lo ha visto?” Otra breve pausa. Después, una de las madres contesta: “¡Sí! ¡Yo lo encontré! Iba a darlo al guardia de la entrada”.

Después, ella recoje un abrigo, que estaba cuidadosamente doblado en la arena y lo entrega al joven. Él deja escapar un gran suspiro de alivio, recibe la prenda de ropa que le entrega la mujer y después sonríe, mientras la mete en la mochila. “¡Gracias! ¡Mi mamá me mata si lo pierdo! ¡Ella acaba de regalármelo!” Y se va.

La calma retorna a la playa. Por todas partes, la gente comparte miradas y sonrisas de una extraña complicidad, con caras de alivio, pero reconociendo —sin palabras— una gran incomodidad recién compartida, incluso sintiendo una especie de rara vergüenza: ¡habían estereotipado racialmente a un inocente muchacho! ¡Una triste pena!

Fue un momento de confianza destruida. Una sensación de temor que todos quisieran olvidar… aunque por dentro supieran que reaccionarían de la misma manera si la situación se repitiera. Hasta que surja la evidencia de que esa enfermedad llamada racismo se ha ido de este país.

Hoy mismo, seguimos afectados por terribles sucesos acaecidos hace pocos días, cuando miles de personas gozaban del sol, de la música y de las distintas comidas con sabor de ajo, en una feria en Gilroy, California. O que también sucedieron cuando miles de personas llenaban las tiendas de un ‘mall’ en El Paso, Texas, gozando las ofertas especiales de ‘vuelta a la escuela’.  Y lo malo culminó en Dayton, Ohio, cuando otros se relajaban, casi de madrugada, tomando tragos y escuchando música. Todo sucedió en menos de dos días.

En los tres casos, tres jóvenes blancos, sin aparente relación entre ellos, atacaron esos eventos. Por lo menos dos de ellos con la clara intención de matar gente de color. “Quería matar mexicanos”, dijo el asesino de El Paso.  Así, manejó por horas, de un lado de Texas al otro, armado con su estúpidamente legal rifle tipo AK47, un arma diseñada solo para ‘¡matar, matar, matar!’ como enseñan en el ejército.

Y el amargado mató a muchos mexicanos. De ambos lados de la frontera.

¡Oh! ¡Cuanto mejor fuera este mundo si se nos entregaran lápices —o libros— y se nos dijera “¡Escriban, escriban, escriban!” O “¡Lean, lean, lean!”

Eso no va a pasar. Para los que están a cargo de crear el caos, los libros y los lápices son más peligrosos que las armas mortíferas. Los libros y los lápices ayudan a crear poblaciones bien informadas y conscientes del mundo entero. Esa nueva conciencia puede llevarles a experimentar solidaridad con diversas clases trabajadoras, o aprender a reconocer, aceptar e incluso amar ‘al otro’ en nosotros. ¡Eso tal vez sería el fin de aquellos a cargo de atizar el odio que divide a nuestra gente! Entonces, los amos dicen: “¡Abajo con la educación y arriba con la militarización de las mentes! ¡Abajo con la solidaridad y arriba la separación entre los pueblos!”

Una enfermedad llamada racismo sigue viva y saludable en esta nación. Una población peligrosamente mal informada (o desconectada) sufre de esa enfermedad. Necesitamos curar esa enfermedad. Debemos erradicarla de nuestras almas. No hay vacuna para eso. Es una lucha personal, que debe suceder. Si queremos —todos— sobrevivir.

Los líderes negros de este país, como la recientemente fallecida Toni Morrison, Premio Nobel de Literatura, nos han advertido respecto al racismo. En Canción de Salomón ella escribió: “¿Quieren volar? Entonces, deben abandonar esa mierda que les tiene anclados!”

Si aceptamos la tarea necesaria, la tarea de descubrir lo que nos une, en vez de lo que nos separa, tal vez eventualmente podamos volar, o cerrar nuestros ojos en una playa iluminada y gozar del sol, de las risas infantiles, de gozar los unos con las otras, sin el miedo a ser atacados por alguien que nunca supo amarse.

Solo entonces, el amor no será interrumpido.