[su_label type=»info»]El Abogado Del Diablo[/su_label]

Nota del autor: Esta columna invitada fue originalmente escrita para El Tecolote en 1984. Desde que fue publicado, el artículo suscitó mucha atención y ha sido usado en varios cursos universitarios, especialmente en Departamentos de ‘Estudios de la Raza’. El tema central del artículo sigue vigente. Es por eso que lo volvemos a publicar, con pequeñas modificaciones y correcciones.

Carlos Barón

Nuestra Latinoamérica es un volcán en erupción, un cataclismo. Siempre lo ha sido, pero hoy, el número de latinoamericanos que se han visto forzados al exilio es más grande que nunca. Desde Chile hasta México, de sur a norte del continente, han salido los hombres y las mujeres, castigados por sus ideas, o por sus pobrezas.

Mucho se ha escrito sobre lo negativo del exilio. Mucho se ha dicho, recitado, cantado y llorado acerca de la nostalgia de la patria, nostalgia del paisaje, nostalgia de los sabores. Mucho hemos tenido que esconder o enfrentar a esa apabullante sensación de tristeza que a veces nos provoca el añorar costumbres y seres queridos.

Contemplando lo anterior, esgrimamos nuestras plumas en reconocimiento de los aconteceres positivos que también se viven en estas épocas de alejamiento forzado de los diversos terruños que nos vieron nacer y crecer.

Ese reconocimiento de lo positivo en lo negativo, de lo dulce en lo amargo, es un deber hacia nosotros mismos, para nuestra salud mental y política.

Mientras hay vida, hay esperanza. En eso, la mayoría estamos de acuerdo. También estamos de acuerdo en que “las cosas cambiarán”. ¿O no? ¡Claro, pues! Si somos sanamente optimistas. Vamos a volver. Ahorita, como dicen los mexicanos.

Sin embargo, antes de empezar a liar bártulos para retornar a nuestras respectivas patrias, donde el sol brilla más fuerte, el mar huele más rico y la gente es más cariñosa, reflexionemos acerca de la parte positiva del exilio. 

Para empezar, los latinos que hoy viven en San Francisco, tienen mayor probabilidad de llegar a conocer realmente lo que es ser latinoamericano. Cada quien sabe sobre lo que es ser salvadoreño, mexicano o chileno… y poco acerca de qué es ser latinoamericano. Latinoamericanos de la Patria Grande. De todos y todas.

Somos patrioteros y nacionalistas, amamantados por las respectivas versiones caseras de una historia ‘oficial y no-adulterada’, que nos machacan en las escuelas y en los medios de comunicación de nuestras diversas patrias.

Versiones que hieden a mentira. Versiones que dividen a nuestra gente. Una historia distinta a la historia que empezó a contar Simón Bolívar.

En San Francisco, conviviendo en esta marejada de exilados, la chilena descubre al chicano y viceversa. Lo mismo le pasa al nicaragüense con la brasileña y al ecuatoriano con la puertorriqueña. Nos pasa a todos.

En este exilio de California, nos es más difícil escaparnos de la necesaria interrelación. Aquí las fronteras desaparecen forzadamente y descubrimos nuestras historias comunes, en sus versiones extra oficiales. O secretas, como dijera Lenin.

Acá, se nos hace más fácil identificar al enemigo común y vislumbramos las excelentes posibilidades de un futuro común.

Eso, compañeros y compañeras, es muy de Simón Bolívar, el latinoamericano original. O muy de José Martí, quien, dicho sea de paso, vivió 14 años de exilio en Tampa, Florida, en el siglo XIX. O del también cubano Camilo Cienfuegos, quien viviera un rato justo frente al Hospital General de San Francisco, por los 1950, antes de ayudar a liderar la Revolución Cubana. O muy de Gabriela Mistral, poeta chilena, primera latinoamericana ganadora del Premio Nobel de Literatura, en 1945. Ella se mudó a los EEUU y murió acá, lejos de los prejuicios de su patria en contra de su sexualidad.

Entonces, no se trata sólo de aprender acerca de pupusas, burritos, vigorón, yuca, cueca, merecumbé, porotos, frijoles y güagüas del Caribe y de Chile. Es mucho más que eso: aquí aprendimos acerca de Lolita Lebrón y Don Pedro Albizu Campos, los hacemos nuestros, nos hacemos boricuas, incorporamos a Puerto Rico a nuestra historia latinoamericana.

Acá, llegamos a conocer a la compañera salvadoreña que arriesga su vida diariamente en su patria, aprendemos de su ejemplo, nos hacemos salvadoreños.

Los estereotipos y las semiverdades van, poco a poco, desapareciendo.

Acá, en el vientre del monstruo, sumergidos en los jugos de sus contradicciones, aprendemos a vernos mejor. Claro está, a pesar del monstruo y no por su venia.

Los que tengamos la suerte de volver a nuestra patria, no debemos olvidar las lecciones positivas del exilio y debemos propagar nuestras experiencias ricas en internacionalismo, jugosas de futuro.

La chilena que vuelva a Chile descubrirá que nunca dejó de ser chilena y también descubrirá que se ha hecho más latinoamericana, menos nacionalista, menos prejuiciosa, menos ignorante.

Y si aún no lo descubre, que siga exiliada otro rato.