“Calcium Sandoz Forte”, por Enric Huguet

La Madre Naturaleza disminuye a los hombres.                                              

¿Por qué negarles la maternidad?  Si un inocente bebé se moviera bajo su corazón                         

tal vez los hombres fueran menos crueles.

—Yegveny Yevtushenko, poeta Ruso   

Carlos Barón

Hace pocos años, en Chile, cuando mi madre murió, yo estaba ahí. Quise estar ahí y tuve la suerte de estarlo cuando ella nos dejó.     

Después de su muerte, me quedé por lo menos tres semanas más en su casa. Curioseando entre su gran colección de cartas y fotos, descubrí un tesoro: era un largo mensaje de amor, escrito por mi padre para ella cuando yo iba a cumplir un año de edad.

Era una carta conmovedora, que no solo denotaba el amor de mi padre por nosotros —su mujer y su primer hijo,  sino que además reflejaba cómo se esperaba que los hombres participaran (o no), en el nacimiento de sus bebés.

Corrían los mediados de los 1940.   

En ella, mi padre cuenta haber esperado afuera de la sala de partos y de ahí oír a mi madre llorar, maldecir y gritar. También escribió que se sintió “inútil, inadecuado, frustrado y triste”.

Después del último pujido de mi madre, cuando finalmente se le permitió entrar a la sala, mi padre lloró… pero le dijo a mi madre que “mis lágrimas no eran de tristeza, sino de amor, del orgullo enorme que sentí por tu fortaleza, tu lucha,
tu valor”.

Por supuesto, tal vez sus lágrimas también fueron causadas por la frustración de no haber podido entrar al cuarto.

Los tiempos han cambiado para los padres que esperan. Afortunadamente. Ahora ellos son invitados a participar. Es lo esperado. Ellos han de ayudar y compartir lo más posible en el nacimiento de sus crías.

Eso es algo magnífico, conmovedor, un honor… aunque nunca comparable con la tremenda y agobiante tarea de acarrear un bebé por nueve meses, para después empujar a ese pequeño ser hacia el mundo exterior, entre una mezcla de gritos, sudor, sangre, lágrimas de alegría, alivio y aplausos. Un acto bello, alocado, muy real.

Me tocó ayudar en el nacimiento de tres de mis hijas: dos niñas y un niño. El cuarto bebé nació mediante cesárea, lo que me dejó fuera del cuarto. También he sido invitado como ‘observador’ en tres de los nacimientos de mis cinco nietos. Ahí tuve un papel muy secundario en los acontecimientos. Pero quise estar ahí y las madres esperaban mi presencia. Eso fue suficiente para mí.

Dos de esos últimos nacimientos ocurrieron en casa, a cargo de tres parteras. Fueron dos eventos donde las tres mujeres lo dirigían todo, aunque los padres estaban presentes y colaboraron concienzudamente. En el proceso, se hacían mejores humanos.

Una de las más profundas experiencias, es el momento cuando la nueva madre recibe al bebé recién nacido, un pequeño ser húmedo, aún resbaloso y con rastros de sangre y le dice: “¡Oh! ¡Te quiero tanto!”.

Para un hombre, a veces es difícil entenderlo: “¿Cómo puede ella decir que ama tanto a ese bebé? ¡Si ese bebé acaba de nacer!”

¡Pobres hombres! Como Yevtusehnko dice al comienzo de esta columna: “La Madre Naturaleza disminuye a los hombres”. Los hombres observamos la preñez desde afuera y tendemos a disminuir, por ignorar lo que realmente se siente en el embarazo, todo lo que pasa adentro de una mujer en esos largos meses.

Ese bebé ha crecido dentro de ella, ha ocupado sus entrañas poco a poco, se ha dormido y despertado en su interior, pateándola más y más al acercarse el parto, y ahora, ya afuera, descansa en su pecho… ¿Qué otras palabras si no “¡Te quiero tanto!” puede decir una madre?

El nacimiento de un niño es solo el comienzo de lo que será (ojalá así sea) un largo y complejo camino para esa pequeña personita. La nueva criatura, ya afuera del vientre materno, donde ha vivido hasta nueve meses, es ahora absolutamente dependiente en esos seres que la están meciendo tan tiernamente. ¿Serán buenos con ella? ¿Tal vez ha de surgir otra persona, muchas personas, que van a llegar para ayudar y que serán “como madres, o padres” para el bebé?

Y es aquí cuando deseo recordar a mi segunda madre, Yolanda Lizana, ‘Yolita’, una huérfana joven, poco más de veinte años de edad, cuando llegó a la casa de mi abuela, donde mis padres vivieron en un principio. Yolita llegó para cuidar de mi bisabuela. Cuando pudimos mudarnos a una casa propia, se vino con nosotros (bisabuela incluída), transformándose en nuestra segunda madre, para mi y mis tres hermanas.

Yolita nos ayudó de mil maneras: me enseñó a leer y escribir a los 4 años de edad, nos llevaba a la escuela ―dos a la vez― en su bicicleta, nos enseñó a montar caballos, a cuidar de las gallinas… En fin, la lista es interminable.

Yolita tenía treinta y ocho años de edad al dejar nuestra casa, para formar su propia familia. Ella sigue muy viva. Recién cumplió 96 años. Su cuerpo, un poco gastado, su espíritu, intacto. Nunca dejó nuestros corazones y nosotros seguimos en el suyo.

Es para todas las madres, para aquellas que nos dieron vida físicamente y para aquellas que nos ayudaron a crecer en este mundo, que dedico estos pensamientos.